Tenemos aquí a un gran hombre.
¡Sólo los dioses saben las veces que a lo largo de mi vida le habré maldecido!.
¡Sólo los dioses saben cuántas veces en mi vida habré deseado que no
existiera!. ¡Sólo los dioses saben cuántas veces en mi vida habré sido su peor
enemigo!. Pero a medida que el tiempo discurre cada vez más raudo y mi vida se
esfuma, compruebo que cada vez recuerdo a menos hombres. Y no es un simple
factor relacionado con la previsible inminencia de la muerte, sino un acopio de
la experiencia que me dice a quién Vale la pena recordar con afecto y a quién
no. Algunos de los hombres por quienes más afecto he sentido, hoy día no me
dicen nada. Mientras que por algunos de los que más he detestado tengo
profundos sentimientos.
Cayo Mario y yo hemos vivido
juntos toda una época. El y yo hemos estado sentados uno al lado del otro en
esta Cámara, mirándonos con ira muchos más años de los que hace que tú cónsul
Publio Rutilio Lupo llevas la toga de adulto. Hemos regañado y vociferado,
pugnado uno con otro. Pero también hemos combatido juntos a los enemigos de la
república, hemos contemplado juntos los cadáveres de gentes que habrían podido
ser la ruina de Roma, hemos andado codo con codo, hemos reído al unísono y
hemos llorado juntos. ¡Os lo repito!. Tenemos aquí a un gran hombre. A un gran
romano.
Igual que Cayo Mario, igual que
Lucio Julio, igual que Lucio Cornelio Sila, hoy no me cabe la menor duda de que
nos hallamos ante una terrible guerra. Ayer no estaba tan convencido. ¿Por qué
ese cambio? Sólo los dioses lo saben. Cuando el orden establecido de las cosas
nos dice que éstas son de cierta manera porque han sido de esa cierta manera
durante mucho tiempo, nos cuesta modificar nuestras impresiones y la pasión
obnubila nuestro intelecto. Pero cuando en un breve lapso de tiempo caen las
escamas de nuestros ojos, lo vemos todo claramente. Y es lo que a mí me ha
sucedido hoy. Le ha sucedido también a Cayo Mario. Y probablemente les habrá
sucedido a la mayoría de los senadores presentes. Porque de pronto se
manifiestan con claridad mil pequeños indicios que ayer se nos escapaban.
Ante esta declaración de guerra
de los aliados itálicos contra Roma, he optado por permanecer en Roma porque sé
que aquí seré más útil en el cuerpo político. Pero no es el caso de Cayo Mario.
Que, ¡como yo!, hayáis estado más en desacuerdo que de acuerdo con él, o que,
¡como Sexto Julio!, estéis vinculados a él por el doble lazo del afecto y de un
matrimonio, todos tenéis que admitir, ¡como lo admito yo!, que en Cayo Mario
tenemos un excelente talento militar y un pozo de experiencia que supera a la
de todos nosotros juntos. ¡Poco me importaría que Cayo Mario tuviese noventa
años y hubiese sufrido tres infartos!. Me habría levantado del mismo modo a
deciros lo que estoy diciendo, que si es capaz de razonar como lo hace, tenemos
que utilizarlo en donde más descuella: ¡en el campo de batalla!. ¡Desterrad
vuestra intolerancia, padres conscriptos!. Cayo Mario tiene mi misma edad, nada
más que sesenta y siete años, y el único infarto que le afectó data ya de diez
años atrás. Como príncipe del Senado, insisto en que Cayo Mario debe ser jefe
legado de Publio Lupo y poner al servicio de Roma su mejor talento.
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