Después de 25 días de viaje
desde Alejandría por el Mar Nuestro de los romanos, y tras desembarcar en el
puerto de Ostia, con su flota compuesta de diez naves de guerra y sesenta
barcos de transporte, la faraona de Egipto Cleopatra VII, llegaba por fin a
Roma, para alojarse en el palacio de las afueras de la propia Roma que Cayo
Julio César había hecho construir para ella con los mejores materiales
disponibles, y con todo lujo de detalles y comodidades (pagado por la propia
reina de Egipto a través de un agente inmobiliario de César). Sería un palacio
que luego la faraona daría como donación a Roma, para utilizarlo como edificio
público. Ella era la reina más rica del mundo.
En la comitiva de la reina egipcia había esclavos, eunucos,
niñeras, tutores, consejeros, secretarios, escribas, contables, médicos,
herbolarios, hechiceras, sacerdotes, un sumo sacerdote, nobles menores, una
guardia real de doscientos hombres, un filósofo o cuatro, incluido el gran
Filostrato y el aún mayor Sosígenes, músicos, bailarines, actores, magos,
cocineras, lavaplatos, lavanderas, modistas y varias sirvientas.
Naturalmente viajaba con todos sus muebles preferidos, su ropa
blanca, sus vestidos, sus joyas, sus cofres de dinero, los instrumentos y
aparatos de su peculiar culto religioso, telas para túnicas nuevas, abanicos y plumas,
colchones, almohadas, cabezales, alfombras, cortinas, biombos, cosméticos, y su
propia provisión de especias, esencias, bálsamos, resinas, inciensos y
perfumes. Y eso sin contar sus libros, sus espejos, sus instrumentos
astronómicos, y su propio adivino privado Caldeo.
Según se dice, su séquito
asciende a más de mil personas, así que lógicamente no caben todas en el
palacio. César les ha construido una aldea en la periferia del Transtiberim, y
los transtiberinos están furiosos. Es una guerra a muerte entre los nativos y
los intrusos, hasta el punto de que César ha promulgado un edicto según el cual
todo transtiberino que alce un cuchillo para cortar la nariz o las orejas a un
forastero detestado será enviado a una de las nuevas colonias, le guste o no.
Cleopatra se dirigió a su
palacio de las afueras de Roma, pues no podía entrar en Roma por la aversión de
los romanos a los reyes y reinas y el significado de cruzar el sagrado Pomerium
con el que se quedaba despojado de todo imperium (excepto el dictador César).
Cada lugar tenía sus tabúes, y los de Roma estaban todos ligados a
la idea de la República, y como reina visitante debía de respetarlos. Y lo
primero que hizo fue encomendarse a sus dioses egipcios, rezando la siguiente
oración:
Dios del Sol, portador de la luz y la vida, protégenos en este
desalentador lugar al que hemos llevado tu culto. Estamos lejos de casa y de
las aguas del Nilo, y hemos venido sólo para mantener la fe en ti, con todos
nuestros dioses grandes y pequeños, del cielo y del río. Hemos viajado al
oeste, al Reino de los Muertos, para ser fecundados otra vez, ya que Osiris
reencarnado no puede venir a Egipto con nosotros. El Nilo inunda perfectamente,
pero si queremos mantener la Inundación, es hora de que engendremos otro hijo.
Ayúdanos, te lo ruego, prolonga nuestro exilio entre estos infieles, conserva
indemne a nuestra divinidad, tensos nuestros nervios, fuerte nuestro corazón,
fecundo nuestro útero. Permite que nuestro Hijo, Tolomeo César Horus, conozca a
su divino padre, y concédenos una hermana para él a fin de que puedan casarse y
mantener pura nuestra sangre. El Nilo debe inundar. La faraona debe volver a concebir,
muchas veces.
No hay comentarios:
Publicar un comentario