domingo, 28 de octubre de 2018

CLAUDIO DICE SOBRE SU MAESTRO ATENODORO



Cuando me cambiaron como preceptor al severo Marco Porcio Catón por Atenodoro, el maestro de la corte de Augusto, con él aprendí en seis meses más de lo que había aprendido con Catón en seis años. Atenodoro no me castigaba nunca, y empleaba conmigo la máxima paciencia. Solía estimularme diciéndome que mi cojera debía ser un acicate de mi inteligencia. Vulcano, el dios de todos los hábiles artesanos, también era cojo. En cuanto a mi tartamudeo, Demóstenes, el máximo orador de todos los tiempos, había nacido tartamudo, pero corrigió sus tartajeos por medio de paciencia y concentración. Había utilizado el mismo método que él me enseñaba ahora. Porque Atenodoro me hacia recitar con la boca llena de guijarros. Para tratar de vencer la obstrucción de los guijarros, me olvidaba del tartamudeo, y entonces las piedrecillas fueron eliminadas una a una, hasta que no quedó ninguna. Para mi sorpresa, advertí que podía hablar tan bien como cualquiera. Pero sólo cuando declamaba. En la conversación común continuaba tartamudeando. Convirtió en un agradable secreto entre los dos el hecho de que pudiese declamar tan bien.



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