Cuando
Rómulo murió, muchos años después de haber enterrado a Tito Tacio, los
romanos dijeron que el dios Marte le había raptado para conducirle al cielo y
transformarle en dios, el dios Quirino. Y como a tal le veneraron a partir de
entonces, como hacen hoy los napolitanos con San Genaro.
Le
sucedió, como segundo rey, Numa Pompilio, al que la tradición nos
describe como mitad filósofo y mitad santo, como lo fue, varios siglos después Marco
Aurelio. Lo que más le interesaba eran las cuestiones religiosas. Y dado
que en esta materia debía de existir una gran anarquía porque cada uno de los
tres pueblos veneraba a sus propios dioses, entre los cuales no se alcanzaba a
comprender cuál era el más importante, Numa decidió poner orden. Y para imponer
este orden a sus rencillosos súbditos, hizo cundir la noticia de que cada
noche, mientras dormía, la ninfa Egeria iba a visitarle en sueños desde el
Olimpo, para transmitirle directamente las instrucciones para ello. Quien
hubiese desobedecido, no era el rey, hombre entre los hombres, que habría
tenido que habérselas, sino con el padre eterno en persona.
La
estratagema puede parecer infantil, mas también hoy sigue arraigando, de vez en
cuando. En pleno siglo XX, Hitler, para hacerse obedecer por los alemanes, no
supo escoger otra mejor. Y de vez en cuando descendía de la montaña de
Berchstegaden con alguna nueva orden del buen Dios en el bolsillo: la de
exterminar a los hebreos, por ejemplo, o la de destruir Polonia. Y lo bueno es
que, al parecer, también él se lo creía. En estos asuntos, la Humanidad no ha
progresado mucho desde los tiempos de Numa.
Sin
embargo, también en esta leyenda acaso hay un fondo de verdad, o, al menos, una
indicación que nos permite reconstruirla. Hayan sido los que fueren sus nombres
y sus orígenes, los de la antiquísima Roma, más que verdaderos reyes debieron
de ser papas, como por lo demás lo era el «arconte Basileo» en Atenas.
En
aquellos tiempos, todas las autoridades se apoyaban ante todo en la religión.
El poder del mismo paterfamilias, o jefe de casa, sobre la esposa, los
hermanos menores, los hijos, los nietos y los siervos, era más que nada el de
un sumo sacerdote a quien el buen Dios había delegado ciertas funciones. Y por
esto era tan fuerte. Y por esto las familias romanas eran tan disciplinadas. Y
por esto cada cual asumía los propios deberes y los cumplía en la paz y en la
guerra.
Numa,
al establecer un orden de prioridad entre los varios dioses que cada uno de los
distintos pueblos que la formaban se habían traído a Roma, realizó tal vez una
obra política fundamental: la que después permitió a sus sucesores, Tulio
Hostilio y Anco Marcio, conducir el pueblo unido a las guerras victoriosas
contra las ciudades rivales de la región. Mas como poderes políticos
auténticos, no debían de tener muchos, porque los más grandes y decisivos
permanecían en manos del pueblo que les elegía y ante el cual tenían siempre
que responder.
Esto,
de por sí, no significaría nada, porque en todos los tiempos y bajo cualquier
régimen quien manda dice que lo hace en nombre del pueblo. Mas en Roma no se
trató de palabrerías, al menos hasta la dinastía de los Tarquines, los cuales,
por lo demás, perdieron el trono precisamente porque quisieron quedarse
sentados como dueños en vez de como «delegados». Y la división del mando estaba
hecha aproximadamente así.
La
ciudad estaba dividida en tres tribus: la de los latinos, la de los
sabinos y la de los etruscos. Cada tribu estaba dividida en diez
curias o barrios. Cada curia, en diez gentes, o manzanas de casas y
cada una de éstas, en familias. Las curias se reunían generalmente dos
veces al año, y en estas ocasiones celebraban el comicio curiado, que
entre otras cosas se ocupaba también de la elección del rey cuando uno moría.
Todos tenían igual derecho a voto. La mayoría decidía. El rey desempeñaba su
cargo.
Era
la democracia absoluta, sin clases sociales, la cual funcionó mientras Roma fue
un pequeño y pacífico villorrio habitado por poca gente que raramente asomaba
la cabeza fuera de los muros. Después, los habitantes aumentaron y aumentaron
también las exigencias. El rey, que antes, además de decir la misa, o sea
celebrar las sacrificios y los otros ritos de la liturgia, debía aplicar
también las leyes, o sea actuar de juez, ya no tuvo tiempo para asumir todos
estos cometidos y comenzó a nombrar «funcionarios» a quienes encomendárselos.
Así nació la llamada «burocracia». El que había sido ante todo un sacerdote, se
torna obispo y designa párrocos y curas que le ayudan en las funciones
religiosas. Después necesita también de quien provea a los caminos, al censo,
al catastro, a la higiene y nombra personas competentes que se ocupen de esos
asuntos. Así nace el primer «ministerio»; el llamado Consejo de los Ancianos o
Senado, constituido por un centenar de miembros que eran descendientes, por
derecho de primogenitura, de los pioneros venidos con Rómulo a fundar Roma y
que, al principio, tan sólo tienen la misión de aconsejar al soberano, pero que
después se tornan más influyentes.
Y
por fin nace, como organización estable, el ejército, basado a su vez sobre la
división en las treinta curias, cada una de las cuales había de
proporcionar una centuria, o sea cien infantes, y una decuria, o
sea diez jinetes con sus caballos. Las treinta centurias y las treinta
decurias, o sea tres mil trescientos hombres, constituían juntas la
legión, que fue el primero y el único cuerpo de ejército de la antiquísima
Roma. Sobre los soldados, el rey, que era su comandante supremo, tenía derecho
de vida o de muerte. Mas tampoco este poder militar lo ejerce de manera
absoluta y sin control. Dirige las operaciones, pero después de haber pedido
consejo al comido centuriado, o sea a la legión en armas, cuya
aprobación solicita también para el nombramiento de los oficiales que en
aquellos tiempos se llaman pretores.
En
suma, todas las precauciones habían sido tomadas por los romanos para que el
rey no se convirtiese en un tirano. Tenía que quedarse en «delegado» de la
voluntad popular. Cuando una bandada de pájaros pasaba por los aires o un rayo
partía un árbol, era deber suyo reunir a los sacerdotes, estudiar con ellos lo
que querían decir aquellos signos, y, si le parecía que significaban algo no
muy bueno, decidir qué sacrificios había que hacer para aplacar a los dioses,
evidentemente ofendidos por algo. Cuando dos particulares litigaban entre sí y
acaso uno robaba o degollaba al otro, no era asunto suyo ocuparse de ello. Mas
si uno cometía algún delito contra la comunidad o el Estado, entonces se lo
hacía conducir a su presencia por unos guardianes y tal vez le condenaba a
muerte. Por lo demás, no podía tomar decisiones. Tenía que pedirlas en tiempo
de paz a los comicios curiados y en tiempos de guerra a los
centuriados. Si era astuto, lograba, como todavía ocurre hoy, presentar
como «voluntad del pueblo» la suya personal. De lo contrario, tenía que
soportarla. Mas siempre tenia que rendir cuentas, para ejecutarla, al Senado.
Tal
era la ordenación que el primer rey de Roma, haya sido o no Rómulo, y fuese la
que fuere la raza a la que pertenecía, dio a la Urbe. Y tal fue la que su
sucesor Numa dejó a su sucesor Tulio Hostilio, que era de temperamento mucho
más vivaz.
Éste
llevaba en la sangre la política, la aventura y la codicia. Pero el hecho de
que el comicio le hubiese elegido precisamente a él por soberano,
significaba que, tras los cuarenta años de paz que le asegurara Numa, toda Roma
tenía muchas ganas de pegar puñetazos. De los burgos y ciudades que la
circundaban, Alba Longa era la más rica e importante. No sabemos qué pretexto
escogió Tulio para declararles la guerra. Tal vez ninguno. Mas ocurrió que un
buen día los atacó y las arrasó, por bien que la leyenda haya transformado
aquel acto de fuerza en un acto caballeroso y casi simpático. Dícese, en efecto,
que ambos ejércilos remitieron la suerte de las armas a un duelo entre tres
Horacios romanos y tres Curiacios albalonganos. Éstos mataron a dos Horacios.
Pero el último, a su vez, les mató a ellos y decidió la guerra. Permanece el
hecho de que Alba Longa fue destruida y su rey atado por las dos piernas a dos
carros que, lanzados en dirección opuesta, le despedazaron. Así fue como Roma
trató a la que consideraba como su madre patria, la tierra de donde decía que
sus fundadores habían venido.
Naturalmente,
el advenimiento debió de alarmar un poco a todas las demás poblaciones de la
región que, no habiendo experimentado la influencia etrusca, se habían quedado
atrasados en el llamado progreso y, por tanto, se sentían más débiles y estaban
peor armadas que los romanos. Tulio Hostilio y su sucesor Anco Marcio,
que siguió el ejemplo, buscaron camorra un poco con todas ellas.
Para
concluir, el día en que fue elevado al trono Tarquino Prisco como quinto
rey, Roma era ya el enemigo público número uno de aquella región cuyos límites
no se conocen con exactitud, pero que debía de extenderse aproximadamente hasta
Civitavecchia al Norte, hasta cerca de Riti al Este y hasta Frosinone, al Sur.
Ahora
bien, es muy probable que esa política de conquista, destinada a tornarse aún
más agresiva con los tres últimos reyes de la dinastía Tarquina, fuese de
inspiración sobre todo etrusca. Y esto por un simple motivo: que, mientras
latinos y sabinos eran agricultores, los etruscos eran industriales y
comerciantes. Cada vez que estallaba una nueva guerra, los primeros tenían que
abandonar sus tierras, dejándolas arruinar para enrolarse en la legión y
arriesgaban perderlas si el enemigo vencía. Los segundos, en cambio, llevaban
siempre las de ganar: aumentaban los consumos, llovían los «pedidos» del
gobierno y, en caso de victoria, conquistaban nuevos mercados. En todos los
tiempos y en todas las naciones ha sido siempre así; los habitantes de las
ciudades quieren las guerras contra la voluntad de los campesinos que, además, tienen
que hacerlas. Cuanto más se industrializa un Estado, más ventaja saca la ciudad
al campo y más aventurera y agresiva se torna su política.
Hasta
el cuarto rey, el elemento campesino prevaleció en Roma y su economía fue sobre
todo agrícola. Aquellos tres mil trescientos hombres que constituían su
ejército nos demuestran que la población total debía ascender a unas treinta
mil almas, de las cuales la mayor parte estaba seguramente diseminada en el
campo. En la ciudad propiamente dicha debió de estar, poco más o menos, la
mitad, que a la sazón se había desparramado desde el Palatino sobre las demás
colinas. La mayor parte de ellos vivían en cabañas de barro construidas confusa
y desordenadamente, con una puerta para entrar en ellas, pero sin ventanas y
una sola estancia donde comían, bebían y dormían todos juntos, papá, mamá,
hijos, nueras, yernos, nietos esclavos (quien los tenía), gallinas, asnos,
vacas y cerdos. Por la mañana, los nombres bajaban al llano para labrar la
tierra. Y entre ellos estaban también los senadores que, como todos los demás,
uncían sus bueyes y sembraban la simiente o segaban las espigas. Los chicos les
ayudaban, pues la labor del campo era su única y verdadera escuela, su único y
verdadero deporte. Y los padres aprovechaban la ocasión para enseñarles que la
semilla sólo daba buen fruto cuando el cielo mandaba agua y sol en justas dosis
sobre la gleba, solamente cuando los dioses lo querían; que los dioses sólo
querían cuando los hombres había cumplido sus deberes para con ellos; y que el
primero de estos deberes consistía en la obediencia de los jóvenes a los
viejos.
Así
crecían los ciudadanos romanos, al menos los de ascendencia latina y sabina,
que debían de constituir la mayoría. La higiene y el cuidado de la propia
persona debían estar reducidos al mínimo, incluso para las mujeres. Nada de
afeites, nada de coqueterías, poca o ninguna agua, que las mujeres tenían que
ir a buscar abajo y traer en ánforas puestas sobre la cabeza. No había retretes
ni cloacas. Se hacían las necesidades puertas afuera y allí se dejaban. Barbas
y cabello crecían descuidadamente. En cuanto al vestir, no hagáis caso de los
monumentos, que, por lo demás, pertenecen a épocas mucho más recientes, cuando
Roma poseía una verdadera industria textil y una categoría de sastres
evolucionados, que en su mayor parte eran de origen y de escuela griegos. En
aquellos tiempos lejanos, la toga, que después adquirió tanta grandiosidad, o
no había nacido aún o estaba reducida a su aspecto más elemental. Tal vez se parecía
a la túnica que actualmente llevan los abisinios un pingajo blanco, tejido en
casa por las esposas e hijas con lana de oveja, con un agujero en medio para
pasar la cabeza. Pocos tenían una de recambio. En general llevaban siempre la
misma, en verano y en invierno, de día y de noche, imaginad con qué
consecuencias.
No
se privaban de ningún placer, ni siquiera de los dé la mesa. Contra las teorías
de los modernos científicos americanos, según los cuales la fuerza de un pueblo
es condicionada por su consumo de calorías y vitaminas, que a su vez es
condicionado por la variedad de alimentos, los romanos demostraron que se puede
conquistar también el Mundo comiendo tan sólo un amasijo mal cocido de agua y
harina, dos aceitunas y un poco de queso, regado solamente los días de fiesta
con un vaso de vino. El aceite parece ser que llegó más tarde y al principio
sólo lo usaron para untarse la piel, en defensa de las quemaduras del frío y de
las del sol. Lo que debía aumentar no poco el hedor general.
A
este régimen no escapaba siquiera el rey, que tan sólo con la dinastía de los
Tarquino tuvo un uniforme, un yelmo e insignias especiales. Hasta Anco
Marcio, fue igual entre los iguales, también aró la tierra detrás de bueyes
uncidos al yugo, sembró la simiente y segó la espiga. No parece ser cierto que
tuviese un palacio o por lo menos una oficina. Sí, en cambio, que andaba entre
la gente sin una escolta de protección porque, de haber tenido una, todos le
habrían acusado de querer reinar por la fuerza en vez de con el consenso del
pueblo. Las decisiones las tomaba bajo un árbol, o sentado a la puerta de su
casa, tras haber oído las opiniones de los ancianos que formaban círculo a su
alrededor. Subía a la cátedra y tal vez también vestía un traje especial, sólo
cuando tenía que realizar un sacrificio o celebrar alguna otra ceremonia
religiosa.
Tampoco
los romanos iban a la guerra con algo que semejase una organización militar
propiamente dicha. El pretor que mandaba la centuria o la decuria no tenía
insignias de grado. Las armas eran sobre todo garrotes, piedras y toscas
espadas. Hizo falta tiempo antes de que se llegase al yelmo, al escudo y a la
coraza, invenciones que entonces debieron de hacer el efecto que en nuestros
días hicieron la ametralladora y el tanque. Así pues, las grandes campañas que
Roma emprendió bajo sus primeros y belicosos reyes debieron de semejar más que
nada expediciones punitivas y resolverse en grandes matanzas de hombre contra
hombre, sin asomo de táctica y de estrategia. Los romanos las ganaron no tanto
porque eran los más fuertes, cuanto porque eran los más convencidos de que su
patria había sido creada por los dioses para realizar grandes empresas y que
morir por ella constituía no un mérito, sino solamente el pago de una deuda
contraída en el momento de nacer.
El
enemigo una vez batido, cesaba de ser un «sujeto» para convertirse solamente en
un «objeto». El romano que lo había hecho prisionero le consideraba como una
cosa propia: si estaba de mal humor, lo mataba; si estaba de buen humor, se lo
llevaba a casa como esclavo y podía hacer de él lo que quisiera: matarlo,
venderlo, obligarlo a trabajar... Las tierras eran requisadas por el Estado y
cedidas en arriendo a los súbditos. Con mucha frecuencia se destruían las
ciudades y se deportaba a sus moradores.
Con
estos sistemas, Roma creció a expensas de los latinos del Sur, de los sabinos y
de los ecuos al Este, y de los etruscos al Norte. En el mar, del que distaba
pocos kilómetros no osaba aventurarse porque todavía no tenía una flota y su
población campesina desconfiaba de él por instinto. Bajo Rómulo, Tito Tacio,
Tulio Hostilio y Anco Marcio, los romanos fueron «rurales» y su política
«terrestre».
Fue
el advenimiento de una dinastía etrusca lo que cambió radicalmente las cosas,
tanto en la política interior como en la exterior.
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