lunes, 3 de julio de 2017

PRIMEROS TIEMPOS DE ROMA


Cuando Rómulo murió, muchos años después de haber enterrado a Tito Tacio, los romanos dijeron que el dios Marte le había raptado para conducirle al cielo y transformarle en dios, el dios Quirino. Y como a tal le veneraron a partir de entonces, como hacen hoy los napolitanos con San Genaro.

 

Le sucedió, como segundo rey, Numa Pompilio, al que la tradición nos describe como mitad filósofo y mitad santo, como lo fue, varios siglos después Marco Aurelio. Lo que más le interesaba eran las cuestiones religiosas. Y dado que en esta materia debía de existir una gran anarquía porque cada uno de los tres pueblos veneraba a sus propios dioses, entre los cuales no se alcanzaba a comprender cuál era el más importante, Numa decidió poner orden. Y para imponer este orden a sus rencillosos súbditos, hizo cundir la noticia de que cada noche, mientras dormía, la ninfa Egeria iba a visitarle en sueños desde el Olimpo, para transmitirle directamente las instrucciones para ello. Quien hubiese desobedecido, no era el rey, hombre entre los hombres, que habría tenido que habérselas, sino con el padre eterno en persona.

 

La estratagema puede parecer infantil, mas también hoy sigue arraigando, de vez en cuando. En pleno siglo XX, Hitler, para hacerse obedecer por los alemanes, no supo escoger otra mejor. Y de vez en cuando descendía de la montaña de Berchstegaden con alguna nueva orden del buen Dios en el bolsillo: la de exterminar a los hebreos, por ejemplo, o la de destruir Polonia. Y lo bueno es que, al parecer, también él se lo creía. En estos asuntos, la Humanidad no ha progresado mucho desde los tiempos de Numa.

 

Sin embargo, también en esta leyenda acaso hay un fondo de verdad, o, al menos, una indicación que nos permite reconstruirla. Hayan sido los que fueren sus nombres y sus orígenes, los de la antiquísima Roma, más que verdaderos reyes debieron de ser papas, como por lo demás lo era el «arconte Basileo» en Atenas.

 

En aquellos tiempos, todas las autoridades se apoyaban ante todo en la religión. El poder del mismo paterfamilias, o jefe de casa, sobre la esposa, los hermanos menores, los hijos, los nietos y los siervos, era más que nada el de un sumo sacerdote a quien el buen Dios había delegado ciertas funciones. Y por esto era tan fuerte. Y por esto las familias romanas eran tan disciplinadas. Y por esto cada cual asumía los propios deberes y los cumplía en la paz y en la guerra.

 

Numa, al establecer un orden de prioridad entre los varios dioses que cada uno de los distintos pueblos que la formaban se habían traído a Roma, realizó tal vez una obra política fundamental: la que después permitió a sus sucesores, Tulio Hostilio y Anco Marcio, conducir el pueblo unido a las guerras victoriosas contra las ciudades rivales de la región. Mas como poderes políticos auténticos, no debían de tener muchos, porque los más grandes y decisivos permanecían en manos del pueblo que les elegía y ante el cual tenían siempre que responder.

 

Esto, de por sí, no significaría nada, porque en todos los tiempos y bajo cualquier régimen quien manda dice que lo hace en nombre del pueblo. Mas en Roma no se trató de palabrerías, al menos hasta la dinastía de los Tarquines, los cuales, por lo demás, perdieron el trono precisamente porque quisieron quedarse sentados como dueños en vez de como «delegados». Y la división del mando estaba hecha aproximadamente así.

 

La ciudad estaba dividida en tres tribus: la de los latinos, la de los sabinos y la de los etruscos. Cada tribu estaba dividida en diez curias o barrios. Cada curia, en diez gentes, o manzanas de casas y cada una de éstas, en familias. Las curias se reunían generalmente dos veces al año, y en estas ocasiones celebraban el comicio curiado, que entre otras cosas se ocupaba también de la elección del rey cuando uno moría. Todos tenían igual derecho a voto. La mayoría decidía. El rey desempeñaba su cargo.

 

Era la democracia absoluta, sin clases sociales, la cual funcionó mientras Roma fue un pequeño y pacífico villorrio habitado por poca gente que raramente asomaba la cabeza fuera de los muros. Después, los habitantes aumentaron y aumentaron también las exigencias. El rey, que antes, además de decir la misa, o sea celebrar las sacrificios y los otros ritos de la liturgia, debía aplicar también las leyes, o sea actuar de juez, ya no tuvo tiempo para asumir todos estos cometidos y comenzó a nombrar «funcionarios» a quienes encomendárselos. Así nació la llamada «burocracia». El que había sido ante todo un sacerdote, se torna obispo y designa párrocos y curas que le ayudan en las funciones religiosas. Después necesita también de quien provea a los caminos, al censo, al catastro, a la higiene y nombra personas competentes que se ocupen de esos asuntos. Así nace el primer «ministerio»; el llamado Consejo de los Ancianos o Senado, constituido por un centenar de miembros que eran descendientes, por derecho de primogenitura, de los pioneros venidos con Rómulo a fundar Roma y que, al principio, tan sólo tienen la misión de aconsejar al soberano, pero que después se tornan más influyentes.

 

Y por fin nace, como organización estable, el ejército, basado a su vez sobre la división en las treinta curias, cada una de las cuales había de proporcionar una centuria, o sea cien infantes, y una decuria, o sea diez jinetes con sus caballos. Las treinta centurias y las treinta decurias, o sea tres mil trescientos hombres, constituían juntas la legión, que fue el primero y el único cuerpo de ejército de la antiquísima Roma. Sobre los soldados, el rey, que era su comandante supremo, tenía derecho de vida o de muerte. Mas tampoco este poder militar lo ejerce de manera absoluta y sin control. Dirige las operaciones, pero después de haber pedido consejo al comido centuriado, o sea a la legión en armas, cuya aprobación solicita también para el nombramiento de los oficiales que en aquellos tiempos se llaman pretores.

 

En suma, todas las precauciones habían sido tomadas por los romanos para que el rey no se convirtiese en un tirano. Tenía que quedarse en «delegado» de la voluntad popular. Cuando una bandada de pájaros pasaba por los aires o un rayo partía un árbol, era deber suyo reunir a los sacerdotes, estudiar con ellos lo que querían decir aquellos signos, y, si le parecía que significaban algo no muy bueno, decidir qué sacrificios había que hacer para aplacar a los dioses, evidentemente ofendidos por algo. Cuando dos particulares litigaban entre sí y acaso uno robaba o degollaba al otro, no era asunto suyo ocuparse de ello. Mas si uno cometía algún delito contra la comunidad o el Estado, entonces se lo hacía conducir a su presencia por unos guardianes y tal vez le condenaba a muerte. Por lo demás, no podía tomar decisiones. Tenía que pedirlas en tiempo de paz a los comicios curiados y en tiempos de guerra a los centuriados. Si era astuto, lograba, como todavía ocurre hoy, presentar como «voluntad del pueblo» la suya personal. De lo contrario, tenía que soportarla. Mas siempre tenia que rendir cuentas, para ejecutarla, al Senado.

 

Tal era la ordenación que el primer rey de Roma, haya sido o no Rómulo, y fuese la que fuere la raza a la que pertenecía, dio a la Urbe. Y tal fue la que su sucesor Numa dejó a su sucesor Tulio Hostilio, que era de temperamento mucho más vivaz.

 

Éste llevaba en la sangre la política, la aventura y la codicia. Pero el hecho de que el comicio le hubiese elegido precisamente a él por soberano, significaba que, tras los cuarenta años de paz que le asegurara Numa, toda Roma tenía muchas ganas de pegar puñetazos. De los burgos y ciudades que la circundaban, Alba Longa era la más rica e importante. No sabemos qué pretexto escogió Tulio para declararles la guerra. Tal vez ninguno. Mas ocurrió que un buen día los atacó y las arrasó, por bien que la leyenda haya transformado aquel acto de fuerza en un acto caballeroso y casi simpático. Dícese, en efecto, que ambos ejércilos remitieron la suerte de las armas a un duelo entre tres Horacios romanos y tres Curiacios albalonganos. Éstos mataron a dos Horacios. Pero el último, a su vez, les mató a ellos y decidió la guerra. Permanece el hecho de que Alba Longa fue destruida y su rey atado por las dos piernas a dos carros que, lanzados en dirección opuesta, le despedazaron. Así fue como Roma trató a la que consideraba como su madre patria, la tierra de donde decía que sus fundadores habían venido.

 

Naturalmente, el advenimiento debió de alarmar un poco a todas las demás poblaciones de la región que, no habiendo experimentado la influencia etrusca, se habían quedado atrasados en el llamado progreso y, por tanto, se sentían más débiles y estaban peor armadas que los romanos. Tulio Hostilio y su sucesor Anco Marcio, que siguió el ejemplo, buscaron camorra un poco con todas ellas.

 

Para concluir, el día en que fue elevado al trono Tarquino Prisco como quinto rey, Roma era ya el enemigo público número uno de aquella región cuyos límites no se conocen con exactitud, pero que debía de extenderse aproximadamente hasta Civitavecchia al Norte, hasta cerca de Riti al Este y hasta Frosinone, al Sur.

 

Ahora bien, es muy probable que esa política de conquista, destinada a tornarse aún más agresiva con los tres últimos reyes de la dinastía Tarquina, fuese de inspiración sobre todo etrusca. Y esto por un simple motivo: que, mientras latinos y sabinos eran agricultores, los etruscos eran industriales y comerciantes. Cada vez que estallaba una nueva guerra, los primeros tenían que abandonar sus tierras, dejándolas arruinar para enrolarse en la legión y arriesgaban perderlas si el enemigo vencía. Los segundos, en cambio, llevaban siempre las de ganar: aumentaban los consumos, llovían los «pedidos» del gobierno y, en caso de victoria, conquistaban nuevos mercados. En todos los tiempos y en todas las naciones ha sido siempre así; los habitantes de las ciudades quieren las guerras contra la voluntad de los campesinos que, además, tienen que hacerlas. Cuanto más se industrializa un Estado, más ventaja saca la ciudad al campo y más aventurera y agresiva se torna su política.

 

Hasta el cuarto rey, el elemento campesino prevaleció en Roma y su economía fue sobre todo agrícola. Aquellos tres mil trescientos hombres que constituían su ejército nos demuestran que la población total debía ascender a unas treinta mil almas, de las cuales la mayor parte estaba seguramente diseminada en el campo. En la ciudad propiamente dicha debió de estar, poco más o menos, la mitad, que a la sazón se había desparramado desde el Palatino sobre las demás colinas. La mayor parte de ellos vivían en cabañas de barro construidas confusa y desordenadamente, con una puerta para entrar en ellas, pero sin ventanas y una sola estancia donde comían, bebían y dormían todos juntos, papá, mamá, hijos, nueras, yernos, nietos esclavos (quien los tenía), gallinas, asnos, vacas y cerdos. Por la mañana, los nombres bajaban al llano para labrar la tierra. Y entre ellos estaban también los senadores que, como todos los demás, uncían sus bueyes y sembraban la simiente o segaban las espigas. Los chicos les ayudaban, pues la labor del campo era su única y verdadera escuela, su único y verdadero deporte. Y los padres aprovechaban la ocasión para enseñarles que la semilla sólo daba buen fruto cuando el cielo mandaba agua y sol en justas dosis sobre la gleba, solamente cuando los dioses lo querían; que los dioses sólo querían cuando los hombres había cumplido sus deberes para con ellos; y que el primero de estos deberes consistía en la obediencia de los jóvenes a los viejos.

 

Así crecían los ciudadanos romanos, al menos los de ascendencia latina y sabina, que debían de constituir la mayoría. La higiene y el cuidado de la propia persona debían estar reducidos al mínimo, incluso para las mujeres. Nada de afeites, nada de coqueterías, poca o ninguna agua, que las mujeres tenían que ir a buscar abajo y traer en ánforas puestas sobre la cabeza. No había retretes ni cloacas. Se hacían las necesidades puertas afuera y allí se dejaban. Barbas y cabello crecían descuidadamente. En cuanto al vestir, no hagáis caso de los monumentos, que, por lo demás, pertenecen a épocas mucho más recientes, cuando Roma poseía una verdadera industria textil y una categoría de sastres evolucionados, que en su mayor parte eran de origen y de escuela griegos. En aquellos tiempos lejanos, la toga, que después adquirió tanta grandiosidad, o no había nacido aún o estaba reducida a su aspecto más elemental. Tal vez se parecía a la túnica que actualmente llevan los abisinios un pingajo blanco, tejido en casa por las esposas e hijas con lana de oveja, con un agujero en medio para pasar la cabeza. Pocos tenían una de recambio. En general llevaban siempre la misma, en verano y en invierno, de día y de noche, imaginad con qué consecuencias.

 

No se privaban de ningún placer, ni siquiera de los dé la mesa. Contra las teorías de los modernos científicos americanos, según los cuales la fuerza de un pueblo es condicionada por su consumo de calorías y vitaminas, que a su vez es condicionado por la variedad de alimentos, los romanos demostraron que se puede conquistar también el Mundo comiendo tan sólo un amasijo mal cocido de agua y harina, dos aceitunas y un poco de queso, regado solamente los días de fiesta con un vaso de vino. El aceite parece ser que llegó más tarde y al principio sólo lo usaron para untarse la piel, en defensa de las quemaduras del frío y de las del sol. Lo que debía aumentar no poco el hedor general.

 

A este régimen no escapaba siquiera el rey, que tan sólo con la dinastía de los Tarquino tuvo un uniforme, un yelmo e insignias especiales. Hasta Anco Marcio, fue igual entre los iguales, también aró la tierra detrás de bueyes uncidos al yugo, sembró la simiente y segó la espiga. No parece ser cierto que tuviese un palacio o por lo menos una oficina. Sí, en cambio, que andaba entre la gente sin una escolta de protección porque, de haber tenido una, todos le habrían acusado de querer reinar por la fuerza en vez de con el consenso del pueblo. Las decisiones las tomaba bajo un árbol, o sentado a la puerta de su casa, tras haber oído las opiniones de los ancianos que formaban círculo a su alrededor. Subía a la cátedra y tal vez también vestía un traje especial, sólo cuando tenía que realizar un sacrificio o celebrar alguna otra ceremonia religiosa.

 

Tampoco los romanos iban a la guerra con algo que semejase una organización militar propiamente dicha. El pretor que mandaba la centuria o la decuria no tenía insignias de grado. Las armas eran sobre todo garrotes, piedras y toscas espadas. Hizo falta tiempo antes de que se llegase al yelmo, al escudo y a la coraza, invenciones que entonces debieron de hacer el efecto que en nuestros días hicieron la ametralladora y el tanque. Así pues, las grandes campañas que Roma emprendió bajo sus primeros y belicosos reyes debieron de semejar más que nada expediciones punitivas y resolverse en grandes matanzas de hombre contra hombre, sin asomo de táctica y de estrategia. Los romanos las ganaron no tanto porque eran los más fuertes, cuanto porque eran los más convencidos de que su patria había sido creada por los dioses para realizar grandes empresas y que morir por ella constituía no un mérito, sino solamente el pago de una deuda contraída en el momento de nacer.

 

El enemigo una vez batido, cesaba de ser un «sujeto» para convertirse solamente en un «objeto». El romano que lo había hecho prisionero le consideraba como una cosa propia: si estaba de mal humor, lo mataba; si estaba de buen humor, se lo llevaba a casa como esclavo y podía hacer de él lo que quisiera: matarlo, venderlo, obligarlo a trabajar... Las tierras eran requisadas por el Estado y cedidas en arriendo a los súbditos. Con mucha frecuencia se destruían las ciudades y se deportaba a sus moradores.

 

Con estos sistemas, Roma creció a expensas de los latinos del Sur, de los sabinos y de los ecuos al Este, y de los etruscos al Norte. En el mar, del que distaba pocos kilómetros no osaba aventurarse porque todavía no tenía una flota y su población campesina desconfiaba de él por instinto. Bajo Rómulo, Tito Tacio, Tulio Hostilio y Anco Marcio, los romanos fueron «rurales» y su política «terrestre».

 

Fue el advenimiento de una dinastía etrusca lo que cambió radicalmente las cosas, tanto en la política interior como en la exterior.
























































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