En los comienzos de su organización los cristianos primero
fueron unos pocos centenares, después miles de personas, casi todos hebreos,
reunidos en sus pequeñas ecclesiae, con pocas conexiones entre sí, con
una doctrina todavía en estado fluido y en medio de la indiferencia, más que de
la hostilidad, de los gentiles. Aquellas desperdigadas y escasas células
estaban unidas por la creencia de que Jesús era el Hijo de Dios, que era
inminente su retorno para establecer en la Tierra el Reino del Cielo y que la
fe en Él sería recompensada en el Paraíso. Pero ya habían comenzado a surgir
disensiones sobre la fecha del Retorno. Algunos la vieron anunciada por las
calamidades que se abatieron sobre el Imperio: Tertuliano dijo que había que
esperarlo después de la caída de Roma, la cual parecía tan inminente que un
obispo de Siria partió sin más con sus fieles al desierto, seguro de encontrar
en él al Señor; Bernabé proclamó que faltaban aún mil años. Sólo mucho más
tarde triunfó la tesis de Pablo que transfería definitivamente al mundo
ultraterreno el Reino del Señor. Mas, por entonces, la espera de su inminente
instauración contribuyó poderosamente, con las inmediatas promesas que
implicaba, a la difusión de la fe.
Pero había otros puntos de la doctrina que amenazaban con
provocar verdaderas herejías. Celso, el más violento de los polemistas
anticristianos, escribió que la nueva religión estaba dividida en facciones y
que cada cristiano constituía en ellas un partido adaptándola a su gusto.
Ireneo contó una veintena de esas facciones. Hacía falta, pues, una autoridad
central que determinase lo que era justo de lo que era falso.
La primera decisión a tomar, que fue debatida durante dos
siglos recayó sobre la sede. La nueva religión había nacido en Jerusalén, pero
Roma tenía a su favor las palabras de Jesús: «Tu eres Pedro y sobre esta piedra
edificaré mi Iglesia.» Y Pedro había venido a Roma. Más que los argumentos, lo
que decidió fue la circunstancia de que el Mundo se dominaba desde Roma, no
desde Jerusalén. Tertuliano aseguró que Pedro, al morir, confió los destinos de
la Iglesia a Lino. Pero el primer sucesor seguro es el tercero, Clemente, del
que nos queda una acta redactada con tono autorizado, dirigida a los demás
obispos.
Los obispos comenzaron a reunirse en los Sínodos, y fueron
esos Sínodos los árbitros de aquella religión cristiana que se llamó católica
por cuanto universal. El término de Papa volvióse exclusivo del Sumo Pontífice
solamente al cabo de cuatro siglos, durante los cuales se dio a todos los
obispos para refrendar su paridad.
Con aquella primera y rudimentaria organización, la Iglesia
llevó a cabo su guerra en dos frentes: el exterior, del Estado y el interior,
de las herejías. Y no sabemos cuál de los dos era más peligroso. Sabemos tan
sólo que a fines del siglo II la Iglesia había comenzado a inquietar hasta tal
punto a los romanos, que uno de éstos, de los más cultos, Celso, dedicó su vida
a estudiar el funcionamiento de aquélla, acerca de la cual escribió un libro
esmerado e informadísimo, aunque parcial y rencoroso en sus conclusiones. Éstas
eran que un cristiano no podía ser buen ciudadano.
Y en cierto sentido tenía
razón, mientras el Estado fuese pagano. Pero el hecho es que él paganismo ya no
tenía defensores y hasta los que se negaban a abrazar la nueva fe no
encontraban argumentos para defender la vieja. Sobre la estela de Marco Aurelio
y de Epicteto, Plotino fue clasificado como filósofo pagano solamente porque no
se bautizó. Pero toda su moral ya es cristiana como por lo demás lo es en
Epicteto y en Marco Aurelio.
Hasta cuando la negaban, todas las mentes elevadas de la
época comenzaron a esforzarse en torno a la doctrina de Jesús y de los
Apóstoles, Tertuliano que, aun cuando de Cartago, poseía el riguroso sentido
jurídico de los romanos y era ante todo un gran abogado, cuando se hubo
convertido, extrajo del Evangelio un código de vida práctica y le dio la
orgánica de un decreto—ley propiamente dicho. Aquel vigoroso orador, que
hablaba como Cicerón y escribía como Tácito, de carácter riposo y sarcástico,
fue de gran ayuda a la Iglesia, que, después de tanta teología y metafísica
griegas, necesitaba organizadores y codificadores. Tertuliano en su
extremado celo, acabó casi herético porque en su vejez, agriado su
temperamento, criticó a los cristianos ortodoxos por demasiado tibios, indulgentes
y blandengues y abrazó la regla, más rigurosa, de Montano, una especie
de Lutero avant
la lettre que predicaba el retorno a una fe más austera.
Otro formidable propagandista fue Orígenes, autor. de
más de seis mil libros y opúsculos. Tenía diecisiete años cuando su padre fue
condenado a muerte por cristiano. El muchacho quiso seguirle en el martirio y
su madre para impedírselo, le escondió las ropas. Te lo ruego: no reniegues de tu fe por amor
a nosotros, escribió el muchacho al que iba a morir. Se impuso a sí
mismo un noviciado de asceta. Ayunaba, dormía desnudo sobre el pavimento y por
fin se castró. En realidad, Orígenes era un perfecto tipo estoico, y del
cristianismo dio en efecto una versión suya, que de momento fue aceptada,
aunque no por todos. El obispo de Alejandría, Demetrio, la consideró
incompatible con el hábito talar que entretanto Orígenes había vestido, y
revocó su ordenación. Éste colgó los hábitos, continuó predicando con admirable
celo y refutó las tesis de Celso en una obra que ha permanecido famosa; fue
encarcelado y torturado, mas no renegó de su fe y murió pobre y sin tacha como
había vivido. Doscientos años después, sus teorías fueron, empero, condenadas
por una Iglesia que ya tenía bastante autoridad para hacerlo.
El Papa que más contribuyó a consolidar la organización en
aquellos primeros y difíciles años fue Calixto, a quien muchos
consideraban un aventurero. Decían que, antes de convertirse, había sido
esclavo, amasado una pequeña fortuna con procedimientos más bien reprobables,
hízose después banquero, robó a sus clientes, le condenaron a trabajos forzados
y se fugó mediante engaño. El hecho de que, en cuanto fue Papa, proclamase
válido el arrepentimiento para borrar todo pecado, incluso mortal, nos hace
sospechar que en esas voces había algo de verdad. De todas maneras, fue un gran
Papa, que truncó el peligroso cisma de Hipólito y reforzó
definitivamente la autoridad del poder central. Decio, que fue un
irreductible enemigo de los cristianos, decía que hubiese preferido tener en
Roma un emperador rival antes que a un Papa como Calixto. Con éste, el Papado
tornóse de veras romano en muchos sentidos. De los sacerdotes paganos de la
Urbe tomó prestado la estola, el uso del incienso y de los cirios encendidos
delante del altar y la arquitectura de las basílicas. Pero las derivaciones no
se limitaron a éstas de carácter formal.
Los constructores de la Iglesia se
apropiaron especialmente de la armazón administrativa del Imperio y la
copiaron, instituyendo al lado y contra, cada gobernador de provincia a un
arzobispo, y un obispo al lado y contra cada prefecto. A medida que el poder
político se debilitaba y que el Estado iba a la deriva, los representantes de
la Iglesia heredaban sus tareas. Cuando Constantino subió al poder, muchas
funciones de los prefectos, considerablemente en declive, eran asumidas por los
obispos. La Iglesia era notoriamente la heredera designada y natural del
Imperio en colapso. Los hebreos le habían dado una ética, Grecia una filosofía
y Roma le estaba dando su lengua, su espíritu práctico y organizador, su
liturgia y su jerarquía.
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