jueves, 13 de julio de 2017

GUERRA DE RELIGIÓN ROMANA, VICTORIA DE CONSTANTINO EL GRANDE Y EL NUEVO IMPERIO CRISTIANO ROMANO


Flavio Valerio Constantino era hijo bastardo de Constancio Cloro, el César de Maximiano, y ahora nuevo Augusto de Milán, que lo había tenido de Elena, una doncella oriental convertida en concubina suya. Diocleciano, al nombrar César, en Tréveris, a Constancio, le impuso librarse de aquella compañera poco cualificada y contraer matrimonio con Teodora, la hija de Maximiano. El chico no tuvo una buena educación de la madrastra, pero se la hizo en el Ejército, al que se alistó muy joven. El otro Augusto, Galerio, el de Nicomedia, llamó a su lado al brillante oficial: le apremiaba tenerle como rehén en caso de sinsabores con el padre, su colega de Milán, que en realidad había de quedar como subordinado suyo y a quien había impuesto, como César a Severo. Para sí mismo tomó a Maximino Daya.


Pero Constancio no se sentía tranquilo en el cuartel general de Galerio y tal vez tenía motivos para ello. Por lo que un buen día escapó, cruzó toda Europa, se reunió con su padre en Bretaña, le ayudó notablemente a ganar algunas batallas y le cerró los ojos pocos meses después en York. Los soldados, que le apreciaban por sus cualidades de mando, le aclamaron Augusto. Mas Constantino prefirió el más modesto título de César «porque —dijo— éste me deja el mando de las legiones sin las cuales mi vida estaría en peligro». Y Galerio, Augusto en funciones, aun cuando a desgana, le ratificó.
Pero entretanto, el título de Augusto, en Milán, era disputado por dos aspirantes. En línea directa, hubiese debido corresponder a Severo, el César en cargo. Pero el hijo de Maximiano, Majencio, apoyado por los pretorianos, presentó su candidatura. Temiendo no conseguirla solo, llamó en su ayuda a su padre, que volvió a tomar el cargo que había abdicado a la par que Diocleciano; y con él marchó contra Severo, que fue muerto por los soldados. Desde Nicomedia, Galerio trató de resolver el conflicto nombrando un Augusto de su agrado, Liciano. Entonces, hasta Constantino salió en campaña como Augusto. Para llevar el caos al colmo, Maximino Daza, el César de Galerio, hizo otro tanto. Y así Diocleciano, regando sus coles en Spalato, supo que su Tetrarquía se había convertido en un Hexarcado, todo de Augustos en guerra uno con otro. Honestamente, no nos atrevemos a aturrullar más la cabeza del pobre lector, ya puesta a dura prueba como la nuestra, con un enredo semejante, siguiendo su desarrollo. Y llegamos a la conclusión de que fue también el fin de la era pagana y el comienzo de la cristiana. El 27 de octubre de 312 después de Jesucristo, los dos mayores aspirantes al trono, Constantino y Majencio, se enfrentaron con sus ejércitos, unos veinte kilómetros al norte de Roma. El primero, con hábil maniobra, acorraló al otro en el Tíber. Después, Constantino miró al cielo y más tarde el historiador Eusebio, contó que había visto aparecer en él una cruz llameante que llevaba inscritas estas palabras: In hoc signo vinces. «Con este signo vencerás.


Aquella noche, mientras dormía, una voz le retumba en los oídos, exhortándole a marcar la Cruz de Cristo en los escudos de los legionarios. Al alba dio orden de que así se hiciera, y en vez del estandarte hizo enarbolar un lábaro que ostentaba una cruz entrelazada con las iniciales de Jesús. En el ejército enemigo fiameaba la bandera con el símbolo del sol impuesto por Aureliano como nuevo dios pagano. Era la primera vez, en la historia de Roma, que una guerra, se combatía en nombre de la religión. La Cruz resultó vencedora, Y el Tíber, al arrastrar hasta su desembocadura los cadáveres de Majencio y de sus soldados, pareció que barriese los residuos del mundo antiguo.
No todo había terminado, pues quedaban aún Licinio y Maximino. Con el primero se encontró Constantino en Milán el 313 después de Jesucristo y el resultado de aquella entrevista fue el reparto del Imperio entre dos Augustos y la publicación del famoso edicto que proclamaba el respeto del Estado a todas las religiones y devolvía a los cristianos los bienes que les habían sido arrebatados en las últimas persecuciones. Maximino murió, Licinio casó con la hermana de Constantino, y por un momento pareció que los dos emperadores podían dar vida a una pacífica diarquía.

 

Pero al año siguiente volvieron a las andadas. Constantino derrotó en Panonia a un ejército de Licinio, que se vengó en los cristianos en Oriente reanudando las persecuciones contra ellos. Constantino no se había convertido aún oficialmente. Pero los cristianos ya veían en él a su caudillo y constituían seguramente la aplastante mayoría, si no la totalidad, de aquel ejército de ciento treinta mil hombres que, bajo su mando personal luchó contra los ciento sesenta mil defensores del paganismo a las órdenes de Licinio. Primero en Adrianópolis y después en Escútari, los primeros obtuvieron la —victoria. Licinio se rindió y salvó la vida, que le fue quitada, empero al año siguiente. Con el signo de Cristo se volvió a formar un Imperio que de romano no tenía ya más que el nombre.



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