El joven que había sobrevivido a los diez años de vida militar, podía, cuando volvía a casa, emprender la carrera política, que iba por grados y era electiva y sometida a toda suerte de precauciones y controles.
Correspondía a la Asamblea Centuriada
cribar las candidaturas a los diversos cargos, que eran todos plurales, esto
es, constituidos por varias personas. El primer peldaño era el de «cuestor»,
especie de ayudante de los magistrados más altos para las finanzas y la
justicia. Ayudaba a controlar los gastos del Estado y colaboraba en la
investigación de los delitos. No podía permanecer en el cargo más de un año,
pero si había cumplido bien con su cometido, podía presentarse nuevamente a la Asamblea
Centuriada para ser ascendido.
Si no había satisfecho a los electores,
quedaba suspendido y durante diez años no podía volverse a presentar para
ningún cargo. Si, por el contrario, les tenía contentos, era elegido «edil»
(había cuatro), y como tal, siempre por un año, cuidaba de la superintendencia
de los edificios, los teatros, los acueductos, las carreteras, las calles y, en
suma, de todos los edificios públicos o de público interés, incluidas las casas
de mala nota.
Si también en esas misiones, que eran
prácticamente las de un asesor, cumplía a satisfacción, podía concurrir,
siempre con el mismo método electivo y por un año, a uno de los cuatro puestos
de «pretor», cargo altísimo, civil y militar. En pasados tiempos habían sido
los generales en jefe del Ejército. A la sazón eran más bien presidentes del
tribunal o intérpretes de las leyes. Pero cuando estallaba la guerra, volvían a
tomar el mando de las grandes unidades a las órdenes de los «cónsules».
Llegados al ápice de esta carrera, que se
llamaba cursas honorum, o «carrera de honores», se podía aspirar a uno
de los dos puestos de «censor», que era elegido por cinco años. La duración de
tal cargo se debía al hecho de que sólo cada cinco años se revisaba el censo de
ciudadanos, es decir, compilado lo que hoy se llamaría el «módulo Vanoni».
Era éste el principal cometido del
censor, quien, además, debía establecer para el quinquenio, basándose en la
«indagación», lo que cada ciudadano tenia que pagar de impuestos y cuántos años
tenía obligación de estar bajo las armas.
Pero sus misiones no se limitaban
solamente a ésta. Las tenía también más delicadas, por lo que el cargo,
especialmente cuando lo ejercían ciudadanos de gran fuste como Apio Claudio
el Ciego, sobrino segundo del famoso decenviro, y Catón,
hacían competencia hasta el consulado. El censor debía indagar secretamente los
«precedentes» de todo candidato a cualquier cargo público. Tenía que vigilar el
honor de las mujeres, la educación de los hijos, el trato a los esclavos. Lo
que le autorizaba a meter la nariz en los asuntos privados de cada cual,
rebajar o elevar su rango y hasta a echar del Senado a los miembros que no se
hubiesen mostrado dignos. Eran, en fin, los censores quienes compilaban el
llamado presupuesto del Estado y autorizaban los gastos. Se trataba, pues, como
veis, de poderes amplísimos que requerían de quien los ejercía mucho tino y
conciencia. Generalmente, en la época republicana, quien fue investido de ellos
se mostró a la altura.
En el ápice de la jerarquía, estaban los
dos cónsules, es decir, los dos jefes del poder ejecutivo.
En teoría, por lo menos uno de ellos
tenía que ser plebeyo. En la realidad, los mismos plebeyos prefirieron siempre
a un patricio, pues, solamente hombres de elevada educación y de largo
aprendizaje les ofrecían la garantía de saber guiar el Estado en medio de
problemas cada vez más complejos y difíciles. Además, había la elección, la
cual se llevaba a cabo según procedimientos que permitían a la aristocracia
cualquier fraude. El día del voto de la Asamblea Centuriada, el magistrado en
funciones observaba las estrellas para descubrir qué candidatos eran
personas gratas a los dioses. Y dado que el lenguaje de las estrellas
pretendía conocerlo sólo él, podía leer lo que quería. La Asamblea, intimidada,
aceptaba el veredicto y se aprestaba a limitar su elección solamente entre los
concursantes que placían al Padre Eterno, o sea al Senado.
Los candidatos aparecían vestidos con una
blanca toga carente de adornos para mostrar la sencillez de su vida y la
austeridad de su moral. Y a menudo levantaba un pico de la toga para exhibir a
los electores las heridas que habían tenido en la guerra. Si eran elegidos,
permanecían un año, con poderes parejos; ocupaban el cargo el 15 de marzo, y
cuando lo dejaban, el Senado solía acogerlos como miembros vitalicios.
Dado que el título de senador seguía
siendo, pese a todo, el más ambicionado, era natural que el cónsul tratase de
no disgustar nunca a los que podían ser designados como tal. Representaba en cierto
sentido el brazo secular de aquella alta asamblea que, desde un punto de vista
estrictamente constitucional, no contaba nada, mas en la práctica, con varios
subterfugios, decidía siempre lo que fuese.
Los cónsules eran, ante todo, como los
primeros reyes, jefes del poder religioso cuyos ritos más importantes dirigían.
En tiempo de paz presidían las reuniones tanto del Senado como de la Asamblea,
y una vez recogidas las decisiones promulgaban leyes para aplicarlas.
En tiempo de guerra, se transformaban en
generales y, repartiéndose el mando en partes iguales, conducían el Ejército;
mitad uno y mitad otro. Si uno moría o caía prisionero, el otro reasumía en sí
todos los poderes; si ambos morían o caían prisioneros, el Senado proclamaba un
interregno de cinco días, nombraba un interrex para llevar adelante el
asunto y procedía a nuevas elecciones. Estas palabras significan también que el
cónsul ejercía, durante un año, los mismos poderes que habían ejercido los
antiguos reyes, los no absolutos, de antes de los Tarquino.
Los cometidos del cónsul eran
naturalmente los más ambicionados, pero también los más difíciles de ejercer y
requerían, además de mucha energía, mucha diplomacia porque exigían continuos
escarceos entre el Senado y las Asambleas populares, que lo elegían y a las que
había de contestar.
Estas asambleas eran tres: los comicios
curiados, los comicios centuriados y los comicios tributos. Los comicios
curiados eran los más antiguos, pues se remontaban a Rómulo, cuando Roma
estaba compuesta de paires. Y, en efecto, tan sólo los patricios
formaban parte de ellos. En los primeros tiempos de la República tuvieron
funciones importantes, como la de elegir a los cónsules. Pero después, poco a
poco, tuvieron que ceder casi todos sus poderes a la Asamblea Centuriada, que
fue la verdadera Cámara de tos diputados de la Roma republicana. Y, lentamente,
se transformaron en una especie de Consulta Heráldica, que decidía sobre todo
en cuestiones genealógicas, o sea sobre la pertenencia de un ciudadano a tal o
cual gens.
La Asamblea Centuriada era,
prácticamente, el pueblo en armas. Formaban parte de ella todos los ciudadanos
que habían cumplido el servicio militar. Por lo tanto, quedaban excluidos los
extranjeros, los esclavos y a quienes, por demasiado pobres, la ley eximía de
la leva y de los impuestos. Roma era avara en la concesión de la ciudadanía.
Esta comportaba privilegios como el derecho de apelación a la Asamblea contra
las decisiones de cualquier funcionario.
La Asamblea no era permanente. Se reunía
a requerimiento de un cónsul o de un tribuno y no podía dictar leyes u
ordenanzas por su cuenta. Podía tan sólo votar por mayoría, «sí» o «no», las
propuestas que el magistrado le formulaba. Su carácter conservador quedaba
garantizado, como ya sabemos, por su división en cinco clases. Es necesario
tener siempre en cuenta que la primera, compuesta por noventa y ocho centurias
entre patricios, ¿quites y millonarios, bastaba para formar la mayoría
sobre un total de ciento noventa y tres clasificados. Dado que votaba en primer
lugar y que la votación se anunciaba en seguida, a las demás no les quedaba
sino inclinar la cabeza.
En ese procedimiento había un criterio de
justicia. Los romanos entendían que los derechos tenían que ser parejos a los
deberes y viceversa. Por lo que cuanto más rico se era, tantos más impuestos se
tenían que pagar y tantos más años se tenía que servir en el Ejército, pero, en
compensación, tanto más se influía políticamente.
Pero no hay duda de que el pobre diablo,
aunque tuviese la ventaja de pagar pocos impuestos y de servir pocos meses en
el cuartel, políticamente no contaba nada y estaba obligado a seguir siempre la
voluntad de quien contaba mucho.
Fue entonces cuando esos desheredados
comenzaron a unirse por su cuenta en los llamados concilios de la plebe,
cuya autoridad no era reconocida por la Constitución, pero de los cuales, al
correr de los años, se desarrollaron los comicios tributos, que fueron
el órgano con el que el proletariado romano llevó a cabo su larga batalla para
conquistar una mayor justicia social.
Inmediatamente después de la secesión de
la plebe en el Monte Sacro, cuando le fue permitido elegir a sus propios
magistrados, aparecieron los famosos tribunos, que tenían derecho de
veto contra cualquier ley u ordenanza considerada como lesiva a los intereses
proletarios. Y fueron precisamente los comicios tributos los encargados
de nombrar a esos magistrados. Después, poco a poco, pidieron y obtuvieron el
derecho de nombrar también otros: los cuestores, los ediles de la plebe y, por
fin, los tribunos militares que, estaban dotados con potestad consular.
Tampoco esta Asamblea, como la
Centuriada, tenía más poder que el de votar «sí» o «no» a las propuestas del
magistrado que la convocaba. Pero el voto se emitía individualmente y el de uno
valía lo que el del otro, al margen de las condiciones financieras. Era, por lo
tanto, un órgano mucho más democrático. El incremento de sus atribuciones
subraya el lento crecimiento, a través de infinitas luchas, del proletariado
romano en comparación con las otras clases; hasta que sus deliberaciones,
llamadas plebiscitos, cesaron de ser válidas sólo para la plebe y se
hicieron obligatorias para todos los ciudadanos, transformándose así en leyes
propiamente dichas.
Con aquellas dos Asambleas, la Centuriada
y la Curiada, fatalmente destinadas a combatirse entre sí, una en nombre de la
conservación y la otra en nombre del progreso social, y con magistrados como
los tribunos elegidos aposta por la plebe para obstaculizar su labor,
comprenderéis cuan difícil debía de ser el oficio de los dos cónsules.
Cada uno de ellos tenía, nominalmente, el
imperiutn, el mando, y lo ostentaba haciéndose preceder, dondequiera que fuese,
por doce lictores, cada uno de los cuales portaba un haz de varas con la segur
en medio. Daban conjuntamente el nombre al año durante el cual ejercían el
cargo, que quedaba registrado en el índice de los fastos consulares. Eran cosas
que halagaban las ambiciones de todos. En cuanto al poder efectivo, empero, era
harina de otro costal. Ante todo, para ejercerlo tenían que estar de acuerdo
entre ellos, porque cada uno tenía el derecho de veto sobre las decisiones del
otro. Y luego había que obtener el asenso de las dos Asambleas.
Pero precisamente esa paralización del
poder ejecutivo era lo que permitía al Senado ejercer el suyo. Estaba compuesto
de trescientos miembros y los censores cuidaban de llenar los vacíos que la
muerte producía nombrando para el puesto del fallecido a un ex cónsul o un ex
censor que se hubiese distinguido particularmente. El censor, o el mismo
Senado, podían también expulsar a los miembros que no se hubiesen mostrado
dignos del alto honor.
Aquella venerable Asamblea se reunía
también en la Curia, frente al Foro, a requerimiento del cónsul que la
presidía. Y sus decisiones, que se tomaban. por mayoría, no tenían nominalmente
fuerza de ley: eran tan sólo consejos al magistrado. Mas éste casi nunca se
atrevía a presentar a los comicios, únicos que podían concederle poder
ejecutivo, una propuesta que no hubiese recibido la aprobación previa del
Senado. En la práctica, su parecer era decisivo para todas las grandes
cuestiones de Estado: guerra y paz, gobierno de las colonias y de las
provincias. Cuando, además, se producía una grave crisis, el Senado recurría a
un decreto especial de emergencia, el senatusconsultum ultimum, el cual
decidía irrevocablemente.
Sin embargo, más que la Constitución, que
no le reconocía muchos, su poder procedía del prestigio. El mismo tribuno que,
dado su origen electoral, no podía ser favorable al Senado, cuando se sentaba
con él, como estaba, por derecho, en calidad de silencioso observador, salía,
en general, con ideas más conciliadoras que cuando había entrado. Tan verdad es
ello que, al correr del tiempo, muchos tribunos se convirtieron en senadores
por las actitudes amistosas que habían mantenido durante su cargo hacia lo que
hubiera debido ser la trinchera enemiga. En fin, el Senado tenía, en las
grandes ocasiones, el arma para resolver las pegas cuando se tiraba de la manta
y no se lograba poner de acuerdo entre sí a los magistrados y los ciudadanos.
Podía nombrar un dictador por seis meses o por un año, invistiéndole de plenos
poderes, excepto el de disponer de los fondos estatales. La proposición la hacía
uno de los dos cónsules sin que el otro pudiese oponerse. Y la persona era
elegida entre los consulares, esto es, entre los que ya habían ejercido
el cargo y que por ende eran ya senadores. Todos los dictadores de la Roma
republicana, menos uno, fueron patricios. Todos menos dos, respetaron los
límites de tiempo y de poder que les fueron impuestos. Uno de ellos, Cincinato,
que, tras sólo diez días de ejercer el cargo supremo, volvió espontáneamente a
labrar el campo con los bueyes, ha pasado a la Historia con los colores de la
leyenda.
El Senado recurrió raramente a ese
derecho suyo, o sea qué no abusó de él, aun cuando no siempre estuviera a la
altura de su gran nombre. De vez en cuando se dejaba tentar por la codicia,
especialmente en el disfrute de los países conquistados. De vez en cuando, fue
ciego y sordo en defensa de los privilegios de su casta frente a la necesidad
de una justicia superior. Los que lo componían no eran superhombres, cometieron
errores, a veces vacilaron y se contradijeron. Pero en conjunto su Asamblea ha
representado, en la historia de todos los tiempos y de todos los pueblos, un
ejemplo de sensatez política nunca más superado. Procedían todos de familias de
estadistas y cada uno de ellos tenía una amplia experiencia sobre el Ejército,
la Justicia y la Administración. Eran peores en las victorias cuando se
desenfrenaban su orgullo y su codicia, y mejores en las derrotas, cuando la
situación requería valor y tenacidad. Cineas, el embajador que Pirro mandó a
tratar con ellos, cuando les hubo visto y oído, dijo, admirado, a su soberano:
«Apuesto que en Roma no hay un rey. Cada uno de sus trescientos senadores lo
es.»
No hay comentarios:
Publicar un comentario