PROVINCIAS Y TERRITORIOS
¿Escucha, oh hermosa reina de un mundo que te pertenece, oh Roma, admitida entre los astros del cielo! ¡Escucha, oh madre de los hombre, madre de los dioses!
Así se expresaba, en el siglo IV, el galo Rutilio Namaciano. Y no se trataba de una interesada adulación por parte de un vasallo atónito.
En efecto, aunque numerosos emperadores habían muerto degollados, estrangulados o envenenados, aunque magistrados y emperadores habían sido perseguidos sin tregua con proscripciones y exilios, aunque la mima capital había sido testigo del encuentro de bandos enemigos, la gran mayoría de los habitantes del Imperio gozaba de los inapreciables privilegios de la seguridad en las fronteras y de la calma en el interior.
Y, para todos los pueblos, la Urbe ejercía el papel de educadora: Era, reproduciendo una expresión de Plinio el Viejo, "maestra y discípula al mismo tiempo de todas las naciones".
La pax romana quería proteger la civilización a la cual Roma pertenecía: Había recogido la herencia de Grecia, de Oriente, de Cartago; mezcladas con su propio genio, cada una de estas civilizaciones habría de extenderse por la cuenca mediterránea y por Europa.
Roma infundió su amor por el orden, su pasión por la unidad. A cada pueblo conquistado le enseñó lo que era el concepto de Estado, dándoles el ejemplo de una organización de la cual conservarían la nostalgia. Tanto con su administración como con su lengua, Roma le imprimiría un carácter que ya no se borraría.
Así, la paz romana reinaba en las provincias, no sólo cuando en la capital reinaban príncipes prudentes, como los Antoninos, sino también cuando la hacían los más insensatos, como Calígula o Cómodo.
Las bases de la buena administración que permitió esta estabilidad habían sido puestas por Augusto cuando, en el año 27 a. de J.C., distinguió las provincias senatoriales, administradas por magistrados provistos de un mandato del Senado, y las provincias imperiales, gobernadas por el emperador, el cual se hacía representar por lugartenientes o legados elegidos por él mismo.
Algunos territorios lejanos y turbulentos, como por ejemplo Judea, estaban sometidos a la autoridad de los procuradores que recibían directamente su poder del emperador.
En cada provincia romana, una asamblea compuesta por representantes de las ciudades más importantes, ejercía un cierto control sobre la administración de los gobernadores. Enviaba delegaciones al emperador y llegaría en su impulso hasta intentar procesar a los legados imperiales.
Sin embargo, reclutados sus componentes entre una burguesía muy afecta a Roma, las asambleas provinciales eran, más que portavoces de reivindicaciones, instrumentos de propaganda romana.
Mientras que bajo la República eran frecuentes los abusos de poder por parte de gobernadores sometidos a un control poco eficaz, el Imperio vigilaba a sus funcionarios de una manera más activa.
Estas asambleas se contentaban con regular, dentro de sus territorios, los diferentes intereses de las ciudad, con atender las quejas contra los magistrados locales y con garantizar los privilegios comerciales y jurídicos de sus conciudadanos.
El ejército tenía una misión poco importante; solamente las provincias imperiales estaban dotadas de numerosos contigentes, por estar situadas cerca de las fronteras o hallarse insuficientemente pacificadas.
Y Roma conoció muy pocas rebeliones nacionales. En general, reinaba una paz profunda; los gobernadores, apoyados en el prestigio de Roma, se contentaban con vigilar la vida de su provincia.
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