jueves, 14 de agosto de 2014

CÉSAR REFLEXIONANDO SOBRE LA PÉRDIDA DE LAS MUJERES DE SU VIDA



Julia. Todas mis amadas mujeres han muerto, dos de ellas intentando traer hijos al mundo. Mi adorable Cinila, mi querida Julia, las dos recién cruzado el umbral de la vida adulta. Ninguna me causó jamás un solo dolor excepto al morir, ¡qué injusto, qué injusto! Cierro los ojos y las veo allí: Cinila, la esposa de mi juventud; Julia, mi única hija. La otra Julia, la tía Julia, la esposa de Cayo Mario, aquel monstruo abominable. Su perfume aún me provoca el llanto cuando lo huelo en alguna desconocida. En mi infancia no habría conocido el amor si no hubiera sido por sus abrazos y sus besos. Mater, la perfecta adversaria partisana, era incapaz de abrazar y besar por temor a que un cariño muy manifiesto me corrompiera. Me consideraba demasiado orgulloso, demasiado consciente de mi inteligencia, demasiado dispuesto a llegar a la realeza. Pero todas han desaparecido, mis amadas mujeres. Ahora estoy solo.



No es extraño que empiece a pesarme la edad.




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