CÉSAR DE LUTO POR LA MUERTE DE SU HIJA JULIA
El dolor de la pérdida de Julia nunca desaparecería, y César no era Craso. Para él el dinero no era un fin en sí mismo; sólo era un medio para afianzar su dignitas, una comodidad sin vida que aquellos años en que estuvo espantosamente endeudado mientras trepaba por la escalera de las magistraturas le habían enseñado que era de importancia primordial en el esquema de las cosas. Cualquier cosa que afianzase su dignitas contribuiría a la dignitas de su hija muerta. Lo que era un consuelo. Los esfuerzos de César y el propio instinto de su hija para inspirar amor harían posible que a ésta se la recordara por sí misma, no porque hubiera sido la hija de César y la esposa de Pompeyo el Grande. Y cuando César regresase a Roma triunfante, celebraría los juegos funerarios que el Senado le había denegado a su hija. Aunque, como él en una ocasión les había dicho a los padres conscriptos reunidos para tratar de otro tema, tuviera que aplastarles los genitales con la bota para conseguir llevar a cabo su propósito.
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