LA CARRERA POLÍTICA DE CAYO JULIO CÉSAR, A SU REGRESO A ROMA DESDE HISPANIA TRAS EJERCER COMO CUESTOR DEL GOBERNADOR ANTISTIO VETO
Aunque a Antistio Veto se le había prorrogado el período como gobernador de la Hispania Ulterior, a César no se le había concedido el honor de permanecer allí con él; César no se había molestado en asegurarse un destino personal, sino que había preferido correr el riesgo de que le tocase por sorteo cualquier provincia. En cierto aspecto le habría gustado permanecer en la Hispania Ulterior, pero el puesto de cuestor no era demasiado importante para, apoyándose en él, formarse una reputación en el Foro. César era consciente de que los próximos años de su vida tendría que pasarlos, en la mayor medida posible, en Roma; Roma debía ver su rostro constantemente, Roma debía oír su voz constantemente.
Porque César se había ganado la corona cívica por su destacado valor a la edad de veinte años, había sido admitido en el Senado diez años antes de la edad acostumbrada, treinta años, y se le había permitido hablar dentro de aquella cámara desde el principio, en lugar de permanecer bajo la ley del silencio hasta que fuera elegido magistrado de rango superior al de cuestor. No es que hubiera abusado de aquel extraordinario privilegio, César era demasiado inteligente como para convertirse en un pelma añadiéndose a la lista, ya demasiado larga, de oradores. No necesitaba utilizar la oratoria como medio para llamar la atención, pues llevaba en su persona un recordatorio visible de su posición casi única. La ley de Sila estipulaba que siempre que apareciera en los actos públicos debía llevar puesta en la cabeza la corona cívica de hojas de roble. Y todo el mundo, en el momento en que él apareciese, estaba obligado a levantarse y a aplaudirle, incluso los más venerables cónsules y censores. Ello lo situaba en un lugar aparte y por encima de los demás, dos estados que le gustaban mucho. Quizás otros pudieran cultivar tantos amigos íntimos cuantos fueran capaces, pero César prefería caminar solo. Oh, un hombre debía tener multitud de clientes, tenía que ser conocido como un patrono de tremenda distinción. Pero subir hasta la cima -¡y él estaba decidido a hacerlo!- a costa de crear ataduras con alguna camarilla no formaba parte de los planes de César. Las camarillas siempre controlaban a sus miembros.
Ahí, por ejemplo, estaban los boni, los «hombres buenos». De las muchas facciones del Senado, eran ellos los que tenían la mayor fuerza política. A menudo dominaban las elecciones, proveían el personal para los tribunales superiores y gritaban más fuerte en las Asambleas. ¡Pero los boni en realidad no representaban nada! Lo más que podía decirse de ellos era que lo único que tenían en común entre sí era un arraigado desagrado por todo lo que significase cambio. Mientras que César sí era partidario del cambio. ¡Había tantas cosas que pedían a gritos un cambio, un arreglo, una abolición! Desde luego, si el servicio en la Hispania Ulterior le había enseñado algo a César era que el cambio tenía que llegar. La corrupción y la rapacidad gubernamental acabarían con el Imperio a no ser que se frenase a los responsables; y aquél era sólo uno de los muchos cambios que César deseaba ver y llevar a cabo él mismo. Cualquier aspecto de Roma que se considerase necesitaba desesperadamente atención, regulación. Pero los boni se oponían tradicional y obstinadamente al menor cambio, por pequeño que fuese. No así las personas como César. Y.por eso César no era popular entre ellos; aquellas narices exquisitamente sensibles habían olfateado hacías mucho tiempo el radical que había en César.
En realidad existía sólo un camino seguro para ir hacia donde César se dirigía: el camino del mando militar. Pero antes de que pudiera llegar legalmente a general de uno de los ejércitos de Roma, tendría que ascender por lo menos a pretor, y para asegurarse de que lo eligieran como uno de esos ocho hombres que supervisan los tribunales y el sistema de justicia, hacía falta pasar los siguientes seis años en la ciudad. Solicitando el voto, haciendo propaganda electoral, luchando por adaptarse a la caótica escena política, procurando que su persona se mantuviese en primer plano, acumulando influencia, poder, clientes, el apoyo de caballeros pertenecientes a la esfera del comercio, de seguidores de todas clases. Tal como él era y únicamente por sí mismo, no como miembro de los boni o de cualquier otro grupo, que insistían en que sus miembros pensaran todos igual, o mejor, que no se molestasen en pensar en absoluto.
Aunque la ambición de César iba mucho más allá de ser el líder de su propia facción; quería convertirse en una institución llamada el Primer Hombre de Roma. Primus inter pares, el primero entre iguales, el que reunía lo bueno de todos los hombres. Quería convertirse en el que poseyera mayor auctoritas, mayor dignitas; el Primer Hombre de Roma era la influencia personificada. Cualquier cosa que dijera se escuchaba, y nadie podía derribarlo porque no era ni rey ni dictador; sustentaba su posición en el más puro poder personal, era lo que era por sí mismo, no a través de ningún cargo, y no tenía un ejército a sus espaldas. El viejo Cayo Mario lo había hecho al estilo antiguo al conquistar a los germanos, porque no poseía antepasados para decirles a los hombres que merecía ser el Primer Hombre de Roma. Sila sí tenía antepasados, pero no se ganó el título porque hizo de sí mismo un dictador. Simplemente era Sila, gran aristócrata, autócrata, ganador de la impresionante corona de hierba, general invicto. Una leyenda militar incubada en la arena política, eso era el Primer Hombre de Roma.
Por eso el hombre que fuera el Primer Hombre de Roma no podía pertenecer a ninguna facción; tenía que constituir una facción él mismo, estar en primera posición en el Foro Romano no como secuaz de nadie, sino como el más temible aliado. En la Roma de aquel tiempo ser un patricio lo hacía más fácil, y César lo era. Sus remotos antepasados habían sido miembros del Senado cuando éste no consistía más que en un simple centenar de hombres que aconsejaban al rey de Roma. Antes de que Roma existiera siquiera, sus antepasados habían sido reyes a su vez de Alba Longa, en el monte Albano. Y antes de eso su treinta y nueve veces bisabuela había sido la propia diosa Venus; ella era la madre de Eneas, rey de Dardania, el que había navegado hasta la Italia latina y había fundado un nuevo reino en lo que un día sería la sede del dominio de Roma. El hecho de provenir de tan brillante árbol genealógico predisponía a la gente a considerar que un hombre debía ser líder de su facción; a los romanos les gustaban los hombres con antepasados ilustres, y cuanto más augustos fueran esos antepasados, más posibilidades tenía un hombre de crear su propia facción.
Así era como César comprendía que tenía que obrar desde entonces hasta el momento de ostentar el cargo de cónsul, para el que todavía le quedaban nueve años. Tenía que predisponer a los hombres a considerarlo digno de convertirse en el Primer Hombre de Roma. Lo cual no significaba conciliar a sus iguales, sino dominar a aquellos que no eran sus iguales. Sus iguales lo temerían y lo odiarían, como ocurría con todos los que aspiraban a ser el Primer Hombre de Roma. Sus iguales lucharían contra su ambición con uñas y dientes, sin detenerse ante nada con tal de hacerlo caer antes de que fuera demasiado poderoso. Por eso odiaron a Pompeyo el Grande, que se imaginaba a sí mismo el actual Primer Hombre de Roma. Bueno, no duraría. Ese título le pertenecía a César y nada, animado o inanimado, le impediría obtenerlo. Y lo sabía porque se conocía a sí mismo.
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