Los centuriones que supervisaban la ejecución sabían cómo había que hacerlo y lo decían. -Arrodíllate y no te muevas -indicaban al condenado-. Tú, pártele la cabeza -añadían a los nueve restantes, que, sucesivamente, debían descargar la porra sobre el cráneo del arrodillado. Era la manera más piadosa de aplicar el castigo, y al menos impedía que los porrazos se descargaran brutalmente a ciegas sobre todas las partes del cuerpo de la víctima. Pero los centuriones encargados de ello no cesaban de gritar y gritar que sacudiesen fuerte y con tino, y las ejecuciones que se iban sucediendo a lo largo de la fila de decurias se efectuaban cada vez mejor y más rápido: el resultado de la repetición unida a la resignación de lo inevitable. Al cabo de trece horas había concluido el castigo, a la luz de antorchas en su última parte. Craso ordenó romper filas a su cansado y aburrido ejército, y los setecientos cincuenta cadáveres fueron colocados en treinta piras y devorados por el fuego. Las cenizas, en vez de enviárselas a sus familias, fueron arrojadas a las zanjas de las letrinas del campamento y el dinero y los objetos personales fueron enviados al Erario como compensación por aquellas corazas, cascos, cotas de malla y armas abandonadas en el campo de batalla.
Los que fueron testigos de aquel escarmiento por primera vez quedaron impresionados y algunos muy hondamente. Ahora los soldados de unas catorce cohortes disminuidas, formadas por los desgraciados supervivientes, se tragaban el miedo y el orgullo y se disponían a esforzarse denodadamente para convertirse en la clase de legionario que Craso quería. De Capua llegaron otras siete cohortes de reclutas bien entrenados y fueron incorporadas a aquellas catorce para darles plena potencia. Como Craso seguía llamándolas las legiones de los cónsules, a los doce tribunos de los soldados se les encomendó el mando, y César, primer tribuno, obtuvo el mando de la Legio 1.
No hay comentarios:
Publicar un comentario