El templo de Saturno, muy antiguo, grande y sobriamente dórico excepto por los colores chillones que embadurnaban sus paredes y pilares de madera, hogar de una antigua estatua del dios que había que mantener llena de aceite y envuelta en tela para que no se desintegrase. También era la sede del Tesoro de Roma.
El templo propiamente dicho estaba montado sobre un podio de veinte peldaños de altura, una infraestructura de piedra dentro de la cual se abría un laberinto de pasillos y salas. Parte del mismo se usaba de almacén para las leyes una vez que habían sido labradas en piedra o bronce, pues la constitución en gran parte escrita de Roma exigía que todas las leyes fueran depositadas allí; pero el tiempo y la plétora de tablillas ahora exigía que cada nueva ley fuera metida rápidamente por una entrada y sacada por otra para ser almacenada en otro lugar.
La mayor parte de aquel espacio pertenecía al Tesoro. Aquí, en salas fuertes situadas tras grandes puertas de hierro, yacía la tangible riqueza de Roma en forma de lingotes de oro y plata, cuyo valor ascendía a muchos miles de talentos. Allí, en unos despachos sombríos iluminados por parpadeantes lámparas de aceite y con rejas en lo alto de los muros exteriores, trabajaba el núcleo de los funcionarios que llevaban los libros de cuentas públicas de Roma, desde aquellos de importancia suficiente como para ostentar el título de tribuni aerarii hasta los humildes contables y los aún más humildes esclavos públicos que barrían los polvorientos suelos, pero que solían ingeniárselas para pasar por alto las telarañas que festoneaban las paredes.
El crecimiento de las provincias y de los beneficios de Roma había hecho que el templo de Saturno se quedase pequeño para su propósito fiscal hacía ya mucho tiempo, pero los romanos eran muy poco dados a abandonar una sede una vez que el lugar se hubiera destinado a alguna empresa gubernamental, de manera que Saturno seguía allí, indeciso, como depositario del Tesoro. Otros tesoros menores de dinero acuñado y oro en barras estaban relegados a otras bóvedas bajo templos distintos; las cuentas que pertenecían a los años anteriores al corriente habían sido destinadas al Tabulario de Sila y, en consecuencia, los oficiales del Tesoro y sus subalternos habían proliferado. Otro anatema romano, los funcionarios, pero el Tesoro era, al fin y al cabo, el Tesoro; el dinero público tenía que ser sembrado, cultivado y cosechado como es debido, aunque aquello significase unas cantidades aborreciblemente grandes de empleados públicos.
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