Cuidarse, alimentarse, divertirse
El gran señor romano se levantaba hacia las siete y su primera ocupación consistía en recibir a sus clientes, es decir, a hombres que no poseían ninguna riqueza personal y que se unían al séquito de un noble y rico patrón del que esperaban ayuda y protección.
La gente de condición modesta trabajaba hasta el mediodía y volvía a la tarea después de una ligera comida. Pero todos, tarde o temprano, se encontraban en los baños.
BAÑOS ROMANOS. PINTURA DE EMMANUEL OBERHAUSEN
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Cada palacio tenía su baño particular, pero existían más de 1.000 baños públicos a disposición de la gente sencilla, y podían acoger a 1.000 personas a la vez.
Las termas poseían palestras, piscinas con agua templada, caliente e hirviendo, salas de descanso, y finalmente, restaurantes, donde los romanos, blandamente reclinados, degustaban alimentos pesados y muy picantes; pero consumían más todavía en el curso de los banquetes que daban con mucha frecuencia.
Los manjares, servidos por esclavos, eran exóticos y raros. Muy frecuentemente, estas comidas terminaban en orgías: El anfitrión ofrecía a su invitados eméticos que permitían comenzar de nuevo a comer después de haber vomitado.
Los juegos se hicieron indispensables para todos lo súbditos del Imperio. El público desertaba cada vez más del teatro. Sólo le atraían las pantomimas vulgares.
Las carreras de carros, al galope o al trote, eran objeto de apuestas apasionadas. Los jinetes vestían casacas con los colores de sus cuadras. A veces los carros chocaban, y hombre y caballos caían en informe montón, siendo aplastados por los que iban detrás.
Cuando Tito inauguró el Coliseo, los romanos enloquecidos vieron sobre la arena (que se podía transformar a voluntad en desierto o en bosque tropical) cerca de 10.000 animales, algunos de los cuales desconocían por completo: Elefantes, tigres, leopardos, hienas, jirafas, linces, etc. Al final de la sesión después de los furiosos combates, sólo sobrevivía la mitad de las fieras.
Había también voluntarios que frecuentaban las escuelas para gladiadores. Los combatientes desfilaban en primer lugar ante el palco del emperador, a quien saludaban con el célebre grito Morituri te salutant: Los que van a morir te saludan.
Cuando un gladiador era herido, tendía la mano hacia la tribuna donde se encontraba el editor, es decir, el que ofrecía los juegos. Si éste colocaba el dedo pulgar hacia abajo, el herido tenía que morir, y la multitud exultaba. En el caso contrario, el combatiente era sacado de la arena y curado. El gladiador debía saber morir con sonriente indiferencia.
Los censores más severos, tales como Juvenal, Tácito, Plinio, no encontraron nada para alegar contra estas matanzas: La sangre vertida era sangre "vil", y los juegos estaban dotados de un valor educativo que acostumbraba al espectador a despreciar estoicamente la muerte. Solamente Séneca, que fue una sola vez al circo, volvió espantado:
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