De forma muy apropiada, Servilia dejó pasar algunos días después de la muerte de Silano antes de enviarle a César una nota en la que le decía que deseaba verse con él... en las habitaciones del Vicus Patricii.
El César que fue a reunirse con ella no era el César de siempre; si el hecho de saber que aquélla, probablemente, sería una confrontación problemática no hubiera sido suficiente para causar ese cambio, el saber que sus acreedores de pronto le estaban apremiando sí habría bastado. Se había corrido la voz por todo el Clivus Argentarius de que aquel año no habría provincias pretorianas, lo que convertía a César, de ser cierto el rumor, en una pérdida irrecuperable para los acreedores. Era cosa de Catulo, Catón, Bíbulo y el resto de los boni, desde luego. A fin de cuentas habían encontrado un modo de negarles las provincias a los pretores, y Fufio Caleno era un tribuno de la plebe muy bueno. Y por si aún quedara algo que pudiese agravar las cosas, la situación económica las empeoraba; cuando alguien tan conservador como Catón veía la necesidad de bajar el precio del grano hasta una miseria, es porque Roma se encontraba en verdaderos apuros económicos. La suerte, ¿qué había sido de repente de la suerte de César? ¿O era que simplemente la diosa Fortuna lo estaba poniendo a prueba?
Pero por lo visto Servilia no estaba de humor para solucionar la posición en que ella se encontraba; saludó a César completamente vestida y con bastante seriedad; luego se sentó en una silla y pidió vino.
-¿Echas de menos a Silano? -le preguntó él.
-Quizás sí. -Empezó a darle vueltas a la copa entre las manos, una y otra vez-. ¿Piensas algo acerca de la muerte, César? -Sólo que es algo que ha de llegar. No me preocupa con tal de que sea rápida. Si yo tuviera que sufrir el destino de Silano, me atravesaría con la espada.
-Algunos griegos dicen que hay vida después.
-Sí.
-¿Tú crees eso?
-No en un sentido consciente. La muerte es un sueño eterno, de eso estoy seguro. No nos vamos flotando desprovistos de cuerpo y seguimos siendo nosotros mismos. Pero ninguna sustancia perece, y hay mundos de fuerzas que nosotros no vemos ni comprendemos. Nuestros dioses pertenecen a uno de esos mundos, y son lo suficientemente tangibles como para llevar a cabo contratos y pactos con nosotros. Pero nosotros nunca perteneceremos a ese mundo, ni en la vida ni en la muerte. Nosotros servimos para equilibrarlo. Sin nosotros, el mundo de los dioses no existiría. Así que si los griegos ven algo, eso es lo que deben de ver. Y, ¿quién sabe si los dioses son eternos? ¿Cuánto tiempo dura una fuerza? ¿Se forman más fuerzas nuevas cuando las viejas se apagan? ¿Qué le ocurre a una fuerza cuando ya no está? La eternidad es dormir sin soñar, incluso para los dioses. Eso es lo que yo creo.
-Y sin embargo -dijo Servilia lentamente-, cuando Silano murió algo salió de la habitación. Yo no vi cómo se marchaba, ni lo oí. Pero ocurrió, César. La habitación quedó vacía.
-Supongo que lo que se marchó fue una idea.
-¿Una idea?
-¿No es eso lo que todos nosotros somos, una idea?
-¿Para nosotros mismos o para los demás?
-Para todos, aunque no necesariamente la misma idea para nosotros que para los demás.
-Lo único que sé es que tuve esa sensación. Lo que hacía que Silano viviera se marchó.
-Bébete el vino. Servilia apuró la copa.
-Me siento de una forma muy extraña, pero no del mismo modo que me sentía cuando era niña y tantas personas morían. Ni del mismo modo como me sentí cuando Pompeyo Magnus me envió las cenizas de Bruto desde Mutina.
Servilia levantó el rostro para recibir el beso de él, y nunca antes había sido tan consciente de cómo era el beso de César porque siempre lo había deseado con demasiada avidez como para saborearlo y analizarlo. Una perfecta fusión de los sentidos y el espíritu, pensó ella; y le rodeó el cuello con los brazos. César tenía la piel curtida, un poco tosca, y olía débilmente a cierto fuego de los sacrificios, a cenizas en un hogar oscurecido por el fuego. Quizá, continuó divagando la mente de Servilia entre caricias y sabor, lo que yo intento es retener conmigo para siempre algo de la fuerza de él, y la única manera como puedo lograrlo es así, con mi cuerpo apretado contra el suyo, con él dentro de mí, los dos apartados durante unos momentos de todo conocimiento de otras cosas, existiendo sólo el uno en el otro...
Ninguno de ellos habló hasta que ambos se hubieron sumido en un pequeño sueño y hubieron despertado de él; y allí estaba de nuevo el mundo, con niños de pecho llorando, las mujeres gritando, los hombres carraspeando y escupiendo, el estruendo de los carros sobre el empedrado de la calle, la fábrica cercana, el débil temblor que era Vulcano en las profundidades subterráneas.
-Incluidos nosotros, como yo te decía.
-Pero tenemos nuestros nombres, César. Si nuestros nombres no se olvidan, es una especie de inmortalidad.
-La única que yo aspiro a alcanzar.
Un súbito rencor se apoderó de Servilia; se dio la vuelta y le dio la espalda a César.
-Tú eres un hombre, tienes oportunidad de conseguir eso. Pero, ¿y yo?
-¿Tú? -le preguntó César tirando de ella para que se pusiera de frente a él.
-Ésa no era una pregunta filosófica -dijo ella.
-No, no lo era.
Servilia se sentó y se abrazó las rodillas; la cresta de vello que le bajaba por la columna vertebral quedaba oculta por una gran cascada de espeso cabello negro.
-¿Cuántos años tienes, Servilia?
-Pronto cumpliré cuarenta y tres. Era ahora o nunca; César también se sentó.
-¿Quieres volver a casarte? -le preguntó él.
-Oh, sí.
-¿Con quién?
Servilia se volvió hacia César y lo miró fijamente con los ojos muy abiertos.
-¿Con quién va a ser, César?
-Yo no puedo casarme contigo, Servilia.
La impresión que ella sufrió fue perceptible; Servilia se encogió.
-¿Por qué?
-Por una parte, están nuestros hijos. No va contra la ley que nosotros nos casemos y que tu
hijo se case con mi hija. El grado de parentesco es permisible. Pero sería demasiado embarazoso, y yo no quiero hacerles eso.
-Eso no es más que una evasiva -dijo ella tensamente.
-No, no lo es. Para mí es una razón válida.
-¿Y qué más?
-¿No has oído lo que dije cuando repudié a Pompeya? -le preguntó César-. «La esposa de César, como toda la familia de César, debe estar por encima de toda sospecha.»
-Yo estoy por encima de toda sospecha.
-No, Servilia, no lo estás.
-¡César, eso no es así! Se dice de mí que soy demasiado orgullosa hasta para aliarme con Júpiter óptimo Máximo.
-¡Claro que no!
César se encogió de hombros.
-Pues ahí tienes.
-Ahí tengo, ¿qué?
-Que no estás por encima de toda sospecha. Eres una esposa infiel.
-¡No lo soy!
-¡Bobadas! Llevas siendo infiel años.
-¡Pero contigo, César, contigo! ¡Nunca antes lo había sido con nadie, y no he vuelto a serlo con nadie más desde que te conozco, ni siquiera con Silano!
-No importa que fuera conmigo -dijo César con indiferencia-. Eres una esposa infiel.
-¡No para ti!
-¿Cómo sé yo que eso es verdad? Le fuiste infiel a Silano. ¿Por qué no vas a serme infiel a mí más adelante?
Aquello era una pesadilla; Servilia respiró profundamente y se esforzó por concentrarse en aquellas cosas increíbles que César le estaba diciendo.
-Antes de ti todo hombre era insulsus -dijo ella-. Y después de ti, todo hombre es insulsus.
-No me casaré contigo, Servilia. No estás por encima de toda sospecha, y tampoco libre de reproche.
-Lo que yo siento por ti no puede medirse en términos de si es correcto o incorrecto lo que se hace -dijo ella luchando aún-. Tú eres único. Por ningún otro hombre, ¡ni por ningún dios!, habría yo humillado mi orgullo ni mi buen nombre. ¿Cómo puedes utilizar lo que yo siento por ti en mi contra?
-No estoy utilizando nada en tu contra, Servilia, simplemente te estoy diciendo la verdad. La esposa de César debe estar por encima de toda sospecha.
-¡Yo estoy por encima de toda sospecha!
-No, no lo estás.
-¡Oh, no puedo creerlo! -exclamó ella al tiempo que empezaba a mover la cabeza adelante y atrás, con las manos entrelazadas-. ¡Eres injusto! ¡Injusto!
Estaba claro que la entrevista había terminado; César se levantó de la cama.
-Tú debes verlo de ese modo, naturalmente, pero eso no cambia las cosas, Servilia. La esposa de César debe estar por encima do toda sospecha.
Pasó un rato; Servilia oía a César en el baño, aparentemente en paz con el mundo. Y por fin ella se levantó con esfuerzo de la cama y se vistió.
-¿No te bañas? -preguntó César, sonriéndole de verdad cuando ella entró en la habitación que hacía de baño en la galería.
-Hoy me iré a bañar a mi casa.
-¿Estoy perdonado?
-¿Quieres estarlo?
-Me honra tenerte por amante.
-¡Creo que eso lo dices en serio!
-Así es -le aseguró él con sinceridad. Servilia irguió los hombros y apretó los labios.
-Lo pensaré, César.
-¡Estupendo!
Con lo cual interpretó Servilia que César daba a entender que sabía que ella volvería.
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