En la antigua Roma, el triunfo era la mayor recompensa y reconocimiento a la que un hombre de armas podía aspirar, y sólo podía pedirlo el jefe militar al Senado, pero con la condición de que hubiera obtenido una gran victoria sobre el enemigo con la conquista de territorios y con un mínimo de 5000 guerreros enemigos abatidos en una de las batallas. Y aunque por lo común los costes de la celebración de las ceremonias del triunfo los asumía el propio general, a quien correspondía la totalidad del botín, en algunos casos también se hacia cargo el propio Senado. Era algo muy apreciado, pues era la demostración ante el pueblo y ante el mundo de lo que representaba el poderío de Roma. Una vez aprobado por el Senado, se fijaba el día para celebrarlo, y el general que tenía a sus tropas acampadas en el Campo de Marte, escogía a las mejores tropas entre sus legiones para que les acompañasen en el desfile (no debían de sobrepasar un límite de aproximadamente unos 5000 soldados), así como los prisioneros elegidos para la procesión, y los carros para demostrar el botín que traía para Roma. La exhibición del triunfo sería recorrer en desfile y procesión las principales calles de Roma, incluidos recintos gigantescos como el Circus Máximus, donde la plebe pudiera lanzar los loas y disfrutar del espectáculo.
En ese triunfo de Julio César por motivo de las guerras de las Galias, en la comitiva delantera iban los cónsules del año, senadores y resto de magistrados (teniendo en cuenta de que en aquel momento César era Dictador, el más alto cargo romano), seguidos de unos 100 músicos trompeteros, los actores que interpretaban las hazañas del general en unas grandes carretas arrastradas por bueyes que hacía de escenarios móviles sobre las batallas más famosas contra los galos así como exhibición de danzas de grupos de rameras con togas de color naranja, los prisioneros más notables con sus mejores armaduras, el botín, y el resto de las personas más allegadas del general. El general triunfador iba montado en un carro que estaba adornado con ramos de laurel y lo arrastraban cuatro caballos que llevaban coronas de hierba en la cabeza. En esta circunstancia, el general triunfador encarnaba la imagen viviente del dios romano Júpiter Capitolino, vestido con las túnicas y los ornamentos del propio dios, que para aquella ceremonia se tomaba prestado del templo del Capitolino, morada del divino Júpiter. El general iba con la cara y las manos totalmente pintadas de tinte rojo, imitando la única imagen en la que estaba pintado la escultura de terracota el rostro y manos del dios Júpiter Optimo Máximo en su templo del Capitolino. Sólo el triunfo permitía que un romano imitara hasta tal punto a un dios. En una mano llevaba el cetro retorcido de marfil propio del triunfador, que remataba en una águila de oro y en otra un ramo de laurel, con su frente ceñida de una corona de lo mismo. Su cochero vestía de una túnica púrpura, y en la parte trasera del espacioso carruaje, un hombre con túnica púrpura sostenía una corona de hojas de roble sobre la cabeza de César y de vez en cuando entonaba la famosa advertencia que se daba a todos los triunfadores: “Vuelve la vista atrás, recuerda que no eres un dios”. Y a su lado le seguían con sus Caballos Públicos sus oficiales superiores (legados) de su ejército, miembros de la familia del general, los libertinos escogidos por él (con el gorro de la libertad, un tocado cónico que los identificaban, y con una placa colgada en el pecho), su famoso caballo Génitor, y el resto de sus servidores más próximos. En último lugar marchaba parte de su ejército , encabezado por los portadores de las águilas vestidos con piel de león, cantando sus canciones provocativas a la plebe que les lanzaban pétalos de rosas y loas: "¡Quirites, cuiden a sus mujeres!""¡Pues con nosotros traemos al putero calvo!". En el triunfo sobre las guerras de las Galias, desfilaron más de 5000 legionarios del general, pero ataviados con túnicas y con yelmos de pelo de caballo, así como empuñando bastones enguirnaldados con hojas de laurel (no se permitía el uso de armas reales dentro del pomerium, considerados los límites sagrados de dentro del interior de Roma).
Al llegar el carro al templo del Capitolio, el triunfador, acompañado de los sacerdotes y las vestales, le ofrecía a Júpiter los laureles que tenía en su mano, y luego hacia un sacrificio en acción de gracias consistente en degollar unas drogadas vacas blancas o que tuvieran alguna mancha blanca sobretodo en la cara o cabeza. Pero antes del sacrificio, los prisioneros eran conducidos al Tuliano , una especie de cárcel, donde los estrangulaban hasta morir, tal como ocurrió con los príncipes de los galos Vercingetorix, Coto o Lucterio, después de exhibirlos ante todo el pueblo romano, pues dentro del pomerium de Roma no existían las cárceles. El botín de guerra era llevado al templo del tesoro, los legionarios regresaban al campamento del Campo de Marte para esperar su paga, su parte del botín, y su licencia en los siguientes días. Una vez terminado el rito religioso, el vencedor se reunía con los magistrados y el Senado, para celebrar un banquete, y si así lo deseaba el propio general, también se podía hacer otro banquete en el que tomaban parte los soldados y la plebe. Más o menos esta era la norma. Pero en el caso que nos ocupa, con Julio César, ese triunfo iría a durar muchos más días, por las diversas victorias conseguidas en diversos puntos del Imperio.
Tras lo cual al llegar a la fase final de las celebraciones, Julio César ofreció y pagó personalmente un banquete público en nada menos que veintidós mil mesas. Entre las exquisiteces se incluían mariscos, angulas, asados, vino, pasteles de miel, La gente comía, cantaba y bailaba por todos los lados, por el enorme jubilo . El vino corrió como el agua, las mesas rebosaban comida y quedaron sobras suficientes para que los pobres de Roma se llevaran a casa sacos enteros para completar su dieta durante mucho tiempo, todo a cuenta del triunfador, que además era el Dictador de Roma, para ofrecerles una gran fiesta a su pueblo, que lo recordara siempre. Y es que en aquellos momentos Cayo Julio César era el hombre más rico y poderoso de Roma, aunque en cada momento, en aquellos días de su triunfo, su asistente le repetía muy a menudo el famoso: “recuerda que no eres un dios”.
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