lunes, 2 de abril de 2018

ANTINOO, EL AMANTE DEL EMPERADOR ADRIANO



ANTONIO GARCÍA Y BELLIDO DICE DE LAS EFIGIES DE ANTINOO


Las efigies de Antinoo no nos denuncian sólo su caso concreto; son eco, además, de un ambiente social, de una civilización materialista, sin ideas de redención. En esa cabeza, bella como pocas, reclinada, vencida por el peso de un dolor sin lágrimas, de un llanto seco, parece reflejarse la desolación del alma frívola, insaciable de placeres, sensual, escéptica y vacía no ya sólo del momento hadrianeo, sino de toda la Roma pagana de antes y de después; de una muchedumbre de seres y generaciones que no hallando consuelo en su propia religion, lo buscan afanosamente en otras extrañas, en las que de un modo o de otro tenían respuestas liberadoras y prometedoras a las dos eternas preguntas: nuestro origen y nuestro destino.

 

El tipo creado por la plástica hadrianea es doblemente interesante por la íntima contradicción que en él late. Esta silenciosa desesperanza, este anonadamiento, esta ruina anímica, parecen incompatibles con la plenitud y rotundidez de formas —un tanto femeninas, digámoslo de paso— que palpitan en la belleza ephébica de Antinoo. Sus correctas facciones, de anchos carrillos, de labios sensuales, de ojos ensoñadores, enmarcadas por una cabellera de rizosas guedejas; su amplio y carnoso pecho, sus hermosos hombros, contradicen la debilidad y hasta la enfermedad psíquica de este adolescente, que parecía destinado a triunfar sobre la muerte, a vencer en la vida y, en verdad, no llegó a ser sino una víctima prematura de una y otra. Se dan en él a un tiempo «el dolor y la alegría de vivir, las tinieblas y la luz, la muerte y la juventud», imprimiendo a su expresión un patetismo infinito. «Con el rostro de Antinoo, la melancolía ha entrado en el arte antiguo» (Dietrichson).


(Antonio García y Bellido, arqueólogo y escritor )





































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