ANTONIO GARCÍA Y BELLIDO DICE DE LAS EFIGIES DE ANTINOO
Las
efigies de Antinoo no nos denuncian sólo su caso concreto; son eco, además, de
un ambiente social, de una civilización materialista, sin ideas de redención.
En esa cabeza, bella como pocas, reclinada, vencida por el peso de un dolor sin
lágrimas, de un llanto seco, parece reflejarse la desolación del alma frívola,
insaciable de placeres, sensual, escéptica y vacía no ya sólo del momento
hadrianeo, sino de toda la Roma pagana de antes y de después; de una
muchedumbre de seres y generaciones que no hallando consuelo en su propia
religion, lo buscan afanosamente en otras extrañas, en las que de un modo o de
otro tenían respuestas liberadoras y prometedoras a las dos eternas preguntas:
nuestro origen y nuestro destino.
El
tipo creado por la plástica hadrianea es doblemente interesante por la íntima
contradicción que en él late. Esta silenciosa desesperanza, este anonadamiento,
esta ruina anímica, parecen incompatibles con la plenitud y rotundidez de
formas —un tanto femeninas, digámoslo de paso— que palpitan en la belleza
ephébica de Antinoo. Sus correctas facciones, de anchos carrillos, de labios
sensuales, de ojos ensoñadores, enmarcadas por una cabellera de rizosas
guedejas; su amplio y carnoso pecho, sus hermosos hombros, contradicen la
debilidad y hasta la enfermedad psíquica de este adolescente, que parecía
destinado a triunfar sobre la muerte, a vencer en la vida y, en verdad, no
llegó a ser sino una víctima prematura de una y otra. Se dan en él a un tiempo
«el dolor y la alegría de vivir, las tinieblas y la luz, la muerte y la
juventud», imprimiendo a su expresión un patetismo infinito. «Con el rostro de
Antinoo, la melancolía ha entrado en el arte antiguo» (Dietrichson).
(Antonio García y Bellido, arqueólogo y escritor )
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