En la Antigua Atenas un sicofante o sicofanta (en
griego συκοφάντης
sykophantes) era un denunciante profesional. Generalmente cobraba del
interesado en denunciar, que no deseaba hacerlo por sí mismo. Eran conocidos y
temidos por las personas honradas que siempre podían verse envueltas en una
denuncia falsa.
La palabra viene de σῦκον, sykon, higo y de φαίνω,
phainô, descubrir. El sentido literal de la palabra es mal conocido. Una
hipótesis es que estos delatores cogían a los exportadores de higos fuera del
Ática (la exportación era entonces ilegal debido a que el terreno pedregoso era
muy estéril, lo cual constituye una de las principales razones por las que
Atenas buscaba suministros a través de la navegación y el establecimiento de
colonias en ultramar). A pesar de las fuertes multas que recaían sobre los
falsos delatores, los sicofantas llevaban a menudo carreras bastante
lucrativas.
Por extensión, el término sicofante/a designa a un
individuo bajo y despreciable, que busca obtener una posición o estatus
personal mediante adulación hacia otras personas que comúnmente disponen ya de
ciertas influencias y estatus social o tribal. El teatro de Aristófanes muestra
un buen número de estas figuras.
Como quiera que en Atenas no existía institución
alguna análoga al Ministerio fiscal de los tiempos modernos, era un deber de
todos y cada uno de los ciudadanos denunciar los crímenes o delitos que
llegaban a su conocimiento. El papel de acusador no tenía nada de odioso, y los
más conspicuos ciudadanos de Atenas no tuvieron jamás empacho en desempeñarlo
en aras del bien y la seguridad públicos, que estriban en el cumplimiento de la
ley y en la moral y buenas costumbres.
Sin embargo, este procedimiento dio
origen a variedad de abusos: hombres malvados o simplemente indiscretos y
pendencieros, incitados del deseo de perjudicar o por el espíritu de intriga,
formulaban acusaciones, arbitrarias en general, contra los ciudadanos de mayor
relieve, cuya tranquilidad se perturbaba sin ventaja ninguna para la cosa
pública. Otros se aprovechaban del derecho que la ley concedía a todo hombre
libre, para sonsacar dinero a aquellos a quienes podían amenazar con una
denuncia. A los tales se designó, ya desde el siglo V a. C., con el odioso
nombre de sicofantas, comprendiéndose en este concepto a todos aquellos que
hacían denuncias a la ligera, sin motivo o por motivos infundados o también con
vistas a una ganancia ilegal.
Las víctimas obligadas de los sicofantas eran los
ricos, los cuales, como dice Isócrates (Adv. Euthym., 5) vivían en Atenas bajo
un régimen de sospecha. En vano la mayor parte de ellos se abstenían
sistemáticamente de toda participación en la política, ni tampoco les servía de
nada llevar una conducta irreprochable ni tener el bolsillo constantemente
abierto para los pedigüeños. Por poco que se conociese a alguno de ellos como
hombre tímido, enemigo de escándalo o incapaz de defenderse con su propia
elocuencia, esto mismo le hacía presa de los sicofantas. En estos casos se daba
por bien pagado transigiendo en perjuicio suyo, pues estaba seguro de que no
ganaría el pleito en los tribunales.
Los tribunales no fallan siempre según había derecho
a esperar; el azar más bien que la justicia es lo que regula sus decisiones. Vale
más, con unos cuantos dracmas, librarse de una grave acusación que exponerse a
los perjuicios que de ella pueden sobrevenir. ( Isócrates, en Adv. Callimacum,
9)
Entre los ricos de Atenas cuya existencia se vio
amargada por los sicofantas puede mencionarse a Nicias, a Charmidas y a Critón.
El primero cedía facilísimamente a la primera intentona. De él dice Plutarco
(Nic., 4): "Su pusilanimidad era una verdadera viña para los sicofantas;
era tal el miedo que le inspiraban, que no aceptaba invitación ninguna de los
amigos, y se encerraba en su casa, no saliendo sino para lo más preciso, y aun
entonces guardándose y recelándose para no ser invadido".
Por lo que toca a Charmidas, los sicofantas le
hicieron tan insoportable la vida siendo rico, que, reducido más tarde a la
pobreza, se felicitaba como de una dicha de este revés de la fortuna. Finalmente,
Critón, como se viese objeto de continuas acusaciones, siguió el consejo de Sócrates
y tomó a sueldo a un individuo de esta especie, menos infame que los demás,
quien, «a modo de perro de guarda que espanta a los lobos», daba caza a sus
enemigos.
La plaga de los sicofantas no fue especial de Atenas
pues era un mal endémico de todas las democracias griegas. Plutarco (Timol.,
37) pone en boca de Simónides estas palabras: «Es tan difícil hallar una
democracia sin sicofantas, como una cogujada sin penacho.» Aristóteles (Polit.,
VIII) enumera varios Estados (Cos, Rodas, Heraclea, Megara, Cumas, etc.) donde
las demasías de los sicofantas, al obligar a la clase rica a unirse y
conspirar, provocaron la caída del gobierno popular. Y no era que la ley no
prescribiese penas contra las acusaciones calumniosas: en efecto, para poner
coto a este mal se condenó a una multa de 1.000 dracmas al acusador que no
lograse mantener la acusación o que, en presencia de los jueces, no obtuviese
la quinta parte de los sufragios, a pesar de lo cual la profesión de sicofanta
no dejó de atraer a muchos ociosos y bribones, a los que Demóstenes calificó de
perros del pueblo.
La imposición de multas a los sicofantas parece que no era
una sentencia pronunciada ipso iure, sino como consecuencia de un nuevo proceso
que les permitía justificarse alegando la buena fe. Por otra parte, como
importaba al interés general que se persiguiesen los crímenes contra la
seguridad individual y contra la riqueza del Estado, la ley había estipulado
que se pudiese intentar ciertas acusaciones sin riesgo ninguno para el
acusador, lo cual contribuía a aumentar la audacia y a asegurar la impunidad de
los sicofantas.
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