Tenemos el mal entre nosotros. Tenemos
el mal entre nosotros. Un mal terrible. ¡Un mal alimentado por nosotros mismos!
¡Sí, creado por nosotros!. Pensando, sí,
como suele suceder, que lo que hacíamos era admirable y lo más oportuno. Porque
me doy cuenta de ello, pues no me mueve más que respeto por mis antepasados y
no critico a los artífices de ese mal que hay entre nosotros, ni arrojo el
menor estigma sobre quienes se sentaron en esta augusta cámara en otras épocas.
¿Cuál es ese mal entre nosotros?. El ager publicus, padres conscriptos. ! Ése es
el mal entre nosotros. ¡Si, es un mal!. Nos apoderamos de las mejores tierras de
nuestros enemigos itálicos, sicilianos y extranjeros y las hicimos nuestras,
llamándolas ager publicus de Roma, convencidos de que incrementábamos la
riqueza común de Roma, de que recogeríamos ingentes beneficios de tan buenas
tierras, ¡gran prosperidad. Pero es bien cierto que no ha sido así. En lugar de
mantener las tierras confiscadas en sus parcelas primitivas, aumentamos la
magnitud de las fincas arrendadas para reducir la carga de trabajo de nuestros
servidores civiles y evitar que el gobierno romano se convirtiese en una
burocracia griega. Pero así transformamos el ager publicus en algo poco
atractivo para los agricultores que lo trabajan, intimidándolos con el tamaño
de las parcelaciones y privándolos de toda esperanza de seguir haciéndolo por
la cuantía del arrendamiento.
El ager publícus se convirtió en monopolio de los ricos, de los
que pueden pagar el arrendamiento y dedicar esas tierras a la clase de
utilización que exige su gran extensión. Cuando otrora esas tierras contribuían
notablemente a la alimentación de Italia, ahora sólo producen objetos de
consumo. Mientras que antes esas tierras contaban con un buen asentamiento de
gentes y estaban adecuadamente cultivadas, ahora son fincas enormes,
diseminadas y muchas veces descuidadas.
Pero eso, padres conscriptos, fue sólo el principio del mal. Eso
fue lo que Tiberio Graco vio en su periplo por los latifundia de Etruria,
comprobando que el trabajo lo hacían esclavos extranjeros en lugar de las
buenas gentes de Italia y de Roma. Eso fue lo que vio Cayo Graco cuando asumió
la tarea de su hermano diez años después. Yo también lo veo. Pero yo no soy Sempronio
Graco, y no considero los motivos de los hermanos Gracos suficientes para trastornar
los mos maiorum, nuestras costumbres y tradiciones. En tiempos de los hermanos
Gracos yo habría sido partidario de mi padre.
¡Lo digo en serio, padres conscriptos!. En los tiempos de Tiberio
Graco, en los tiempos de Cayo Graco, me habría alineado con mi padre. El tenía
razón. Pero los tiempos han cambiado y han surgido otros factores que agravan
el mal inherente al ager publicus. En primer lugar me referiré a los disturbios
en nuestra provincia de Asia, iniciados con Cayo Graco, al legislar la recaudación
de diezmos e impuestos por empresas privadas. La recaudación de impuestos en Italia
ya se llevaba a cabo hacía mucho tiempo, pero nunca había alcanzado tanta
importancia. Como consecuencia de esta incuria de nuestras responsabilidades
senatoriales y el creciente papel en el gobierno público de facciones dentro
del Ordo equester, hemos visto una administración modélica en la provincia de
Asia entorpecida, vitriólicamente atacada y, finalmente, al igual que a nuestro
estimado consular Publio Rutilio Rufo, esas facciones de caballeros nos han
dado a entender que más vale que nosotros, ¡miembros del Senado de Roma!, no
osemos poner el pie en su terreno. Bien, yo he comenzado a poner coto a esa
clase de intimidación haciendo que el Ordo equester comparta la administración
de esos tribunales en igualdad de condiciones con el Senado, y a paliar la
desproporción respecto a los caballeros ampliando el Senado. Pero seguimos teniendo
el mal entre nosotros.
A él se ha unido, padres conscriptos, un nuevo mal. ¿Cuántos de
vosotros sabéis cuál es este nuevo mal? Yo creo que pocos. Me refiero a un mal
creado por Cayo Mario, aunque eximo a ese eminente consular séxtuple de haber actuado
a sabiendas. ¡Ese es el problema!. Cuando el mal se inicia no es mal en
absoluto: es producto del cambio, de la necesidad, de los reajustes de equilibrio
en nuestro sistema de gobierno y en nuestros ejércitos. Nos hemos quedado sin soldados.
¿Y por qué nos hemos quedado sin soldados?. Entre los numerosos motivos hay uno
estrechamente vinculado al ager publicus. Quiero decir que con la creación del
ager publicus se expulsó a los pequeños terratenientes de sus hogares, dejando
de alimentar a muchos hijos y quedando, con ello, desguarnecido el ejército.
Cayo Mario hizo lo único que podía hacer, mirado en retrospectiva: alistar al
capite censi en el ejército. El hizo soldados de las masas del censo por cabezas
que no tenían dinero para comprarse los pertrechos militares, no procedían de
familias terratenientes y, naturalmente, no disponían ni de un par de
sestercios.
La paga del ejército es magra. El botín que hicimos a los
germanos, deleznable. Cayo Mario y sus sucesores, incluidos sus legados,
enseñaron a los proletarios a combatir, a manejar las armas, a sentirse útiles
y a adquirir la dignidad de romanos. ¡Y yo estoy de acuerdo con Cayo Mario!. No
podemos arrinconarlos en sus callejas urbanas y en sus aldehuelas. Hacerlo
sería alimentar un nuevo mal, masas de hombres entrenados militarmente con la bolsa
vacía, sin nada que hacer y con un creciente resentimiento por la ofensa que
con nuestro tratamiento les infligimos. La solución de Cayo Mario, que se inició
mientras estaba en África luchando contra Yugurta, fue asentar a estos antiguos
combatientes sin fortuna en tierras públicas del extranjero. Fue la larga y
loable tarea de estos últimos años llevada a cabo por el pretor urbano Cayo
Julio César en las islas de la Pequeña Sirte africana. Yo soy de la opinión, ¡y
os insto fervientemente, colegas miembros de esta Cámara, a que consideréis lo
que digo como simple previsión para el futuro!, soy de la opinión que Cayo
Mario tenía razón, y debemos seguir asentando esos veteranos del ejército en
ager publicus extranjero.
Sin embargo, todo esto nada tiene que ver con el mal más
desastroso e inminente, el ager publicus de Italia y Sicilia. ¡Hay que hacer
algo!. Mientras tengamos ese mal entre nosotros, padres conscriptos, nos va a
corroer la moral, la ética, nuestro criterio de la idoneidad, el propio mos
maiorum. En la actualidad el ager publicus itálico pertenece a aquellos que de
nosotros y de los caballeros de la primera clase se han interesado por los
pastos de los latifundia. El ager publicus de Sicilia pertenece a ciertos
cultivadores de trigo a gran escala que suelen vivir en Roma y dejan sus
empresas de la isla en manos de capataces y esclavos. ¿Situación estable, pensáis?.
¡Pues considerad lo siguiente!. Desde que Tiberio y Cayo Sempronio Graco nos
metieron la idea en la cabeza, el ager publicus de Italia y Sicilia está ahí
esperando la repartición y su utilización en esto o aquello. ¿Cuántos generales
honorables nos deparará el futuro?. ¿También a ellos les complacerá, como a
Cayo Mario, conceder a sus antiguos combatientes tierras en Italia?. ¿Cómo
serán de honorables los tribunos de la plebe en años venideros?. ¿No podría
suceder que surgiera otro Saturnino que encandilase a los menesterosos con
promesas de parcelas en Etruria, en Campania, en Umbría, en Sicilia?. ¿Hasta
qué extremo serán honorables los plutócratas del futuro?. ¿No sucederá que las tierras
públicas aumenten aún más de tamaño, hasta que una, dos o tres personas sean
dueñas de media Italia y de media Sicilia?. Porque, ¿a qué viene decir que el ager
publicus es propiedad del Estado, si el Estado lo arrienda y los que dirigen el
Estado pueden al respecto legislar lo que les plazca?
¡Yo os insto a que acabéis con eso!. ¡Acabad con la existencia de
las tierras públicas de Italia y Sicilia!. ¡Hagamos ahora mismo acopio de valor
para acometer lo que se debe, repartiendo todas las tierras públicas entre los
pobres, los que las merecen, los antiguos combatientes y todos los que vengan!.
¡Empecemos con los más ricos y aristócratas de entre nosotros, que cada uno de los
que aquí están sentados tenga sus diez iugera del ager publicus, que cada
ciudadano romano tenga sus diez iugera!. Para algunos de nosotros es algo
baladí, mas para otros será una bendición. ¡Acabad con ello, os digo!. ¡Acabad radicalmente con ello!. No dejéis nada
que los hombres perniciosos del futuro puedan aprovechar para destruir nuestra
clase, nuestra prosperidad. ¡No les dejéis nada con lo que puedan jugar, salvo
caelum aut caenum, cielo o fango!. ¡He jurado hacerlo, padres conscriptos, y lo
haré!. ¡No dejaré nada del ager publicus romano bajo el cielo que no sea fango
inútil de marismas!. ¡No porque me preocupen los pobres y menesterosos!. ¡No porque
me preocupe el futuro de los ex combatientes del censo por cabezas!. ¡No porque
tenga rencor a los de esta Cámara y a nuestros bucólicos caballeros por la
posesión de esas tierras!. Sino porque, ¡y es mi única razón!, las tierras
públicas de Roma representan un desastre venidero, al estar ahí a disposición
de algún general que les eche el ojo para sus tropas, al estar ahí a merced de
algún tribuno de la plebe demagogo que las quiera como medio para convertirse
en el primer hombre de Roma, al estar ahí para que las deseen dos o tres
plutócratas como preámbulo para hacerse dueños de Italia y Sicilia!
No hay comentarios:
Publicar un comentario