¡Soy
princeps Senatus, portavoz de la cámara, y en todos los años que llevo con esta institución de hombres a quienes venero
como manifestación que son del espíritu de Roma, nunca había visto un individuo
tan peligroso y bandolero como Cayo Mario! ¡Dos veces en tres meses se ha
apoderado de las sagradas prerrogativas del Senado pisoteándolas en el grosero
altar del pueblo! ¡Primero anuló el edicto senatorial otorgando a Quinto
Cecilio Metelo la prórroga del mando en Africa, y ahora, para complacer sus
ambiciones, se aprovecha de la ignorancia del pueblo para atribuirse poderes de
reclutamiento militar antinaturales, desmedidos, irrazonables e inaceptables!
Esta
cámara debe hacer cuanto esté en su mano para limitar el poder que Cayo Mario
acaba de conceder a los plebeyos. Porque los plebeyos deben seguir siendo lo
que siempre han sido, un conjunto de bocas hambrientas al que nosotros, que
somos más privilegiados, debemos cuidar, alimentar y tolerar, sin pedirles a
cambio ningún servicio. Puesto que no trabaja para nosotros y es inútil, y no
es más que un simple dependiente, la esposa de Roma que no trabaja, sin poder y
sin voto, nada puede pedirnos que no queramos darle, porque nada hace:
simplemente existe.
Pero,
gracias a Cayo Mario, ahora nos encontramos con todos los problémas y
extravagancias de lo que debo calificar de ejército de soldados profesionales,
hombres que no tienen otra fuente de ingresos ni otra forma de ganarse la vida,
hombres que querrán estar en el ejército de una campaña a otra, hombres que
costarán al Senado grandes sumas. Hombres que, además, padres conscriptos,
pretenderán tener voz en los asuntos de Roma, pues hacen un servicio por Roma,
trabajan para Roma. Habéis oído al pueblo. Nosotros, el Senado, que
administramos el tesoro y distribuimos los fondos públicos de Roma, tenemos que
rascar las arcas de Roma y acopiar el dinero para equipar al ejército de Cayo
Mario con armas, armaduras y todos los pertrechos militares. Igualmente el
pueblo nos encomienda pagar a esos soldados periódicamente en lugar de al final
de la campaña, cuando se dispone del botín para sufragar el desembolso. El
coste de los ejércitos de hombres insolventes quebrará las espaldas del Estado,
qué duda cabe.
Sí,
el tesoro de Roma es cuantioso, que es como debe ser un tesoro. Pese al coste
de las obras públicas que realicé mientras fui censor, el tesoro sigue siendo
cuantioso. Pero ha habido tiempos en que ha sido muy exiguo. Las tres guerras
que sostuvimos contra Cartago nos dejaron al borde del desastre económico.
Entonces yo os pregunto: ¿qué hay de malo en procurar que eso no vuelva a
suceder? Mientras el tesoro sea cuantioso, Roma tendrá prosperidad.
Hay
quienes piensan que Roma será más próspera si los proletarios tienen dinero en
la bolsa para gastarlo como supone Cayo Mario, pero eso no es cierto. Los
proletarios malgastarán su dinero una vez licenciados, desaparecerá de la
circulación y no producirá.
Yo os
digo, padres conscriptos, que debemos oponernos por todos los medios a que en
el futuro un cónsul se sirva de la lex Manlia para reclutar tropas entre los
proletarios. ¡El pueblo nos ha encomendado específicamente que paguemos el
ejército de Cayo Mario, pero nada en la ley que ha sido registrada dice que
tengamos que pagar el equipamiento de ningún futuro ejército de pobres! Y eso
es lo que debemos hacer: que en el futuro un cónsul electo coja todos los
pobres que quiera para formar sus legiones, pero cuando se dirija a nosotros,
custodios del dinero de Roma, para recabar fondos para el pago y los equipos,
nosotros se los neguemos.
El
Estado no puede permitirse enviar en campaña un ejército de pobres. Así de
simple. Los proletarios son irreflexivos, irresponsables y no tienen respeto
por la propiedad y los pertrechos. ¿Acaso un hombre al que se le entrega
gratuitamente la cota de malla, a costa del Estado, va a cuidarla? ¡No! ¡Claro
que no! ¡La dejará tirada, expuesta a la salinidad o a la lluvia, y se oxidará;
la colgará de una estaca en un campamento y se olvidará de recogerla; la dejará
a los pies de la cama de una prostituta extranjera y luego se lamentará de que
ésta se la haya robado para dársela a su amigo! ¡Nuestros soldados de siempre
son propietarios, tienen casas a las que regresar, dinero invertido, algo
sólido y tangible cuyo valor conocen! Mientras que los veteranos pobres
constituirán un peligro, porque ¿cuántos de ellos ahorrarán parte del dinero
que les abone el Estado? ¿Cuántos depositarán su parte del botín? No, llegarán
al final de sus años de servicio sin casa a donde ir, sin recursos para vivir.
Ah, si, os oigo decir, ¿y qué hay de extraño en eso en su caso, si ellos
siempre han vivido al día? Pero, padres conscriptos, esos militares pobres se
acostumbrarán a que el Estado los alimente, los vista, les dé cobijo. Y cuando
al retirarse les falte todo, refunfuñarán igual que esas esposas acostumbradas
a gruñir cuando no hay dinero. ¿Es que se nos va a pedir que demos una pensión
a esos veteranos pobres?
¡No
debemos consentir que eso suceda! ¡Lo repito, colegas miembros de este Senado
del que soy portavoz, nuestra táctica en el futuro debe ir encaminada a
arrancar los dientes a esos insensatos que reclutan tropas entre los
proletarios, negándonos tesoneramente a contribuir con un solo sestercio al
coste de nuestros ejércitos!
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