Lucio
Cornelio Sila y Julia Minor, la hija pequeña de Cayo Julio César, contraían
matrimonio Según la antigua ceremonia de confarreatio por la que dos patricios
quedaban unidos de por vida. La carrera de Sila daba una buena zancada al ser
solicitado personalmente como cuestor por el cónsul electo Cayo Mario y unirse
por su matrimonio a una familia cuya dignítas e integridad estaban por encima
de todo reproche. Nada parecía obstaculizar su triunfo.
¡Con
qué júbilo se preparaba para su noche de bodas, él, a quien nunca le había
gustado verse atado a una esposa y a las responsabilidades de una familia! Había
dejado a Metrobio antes de solicitar a los censores su ingreso en el Senado, y
aunque la separación había estado más cargada de emoción de lo que él estaba
acostumbrado, pues el muchacho le amaba mucho y estaba destrozado, Sila estaba
firmemente decidido a prescindir para siempre de aquella clase de relaciones.
Nada debía obstaculizar su carrera hacia la fama.
Aparte
de eso, conocía de sobra su estado emocional y comprendía que Julilla le era
vital, y no sólo porque encarnara la suerte para él, bien que en sus
reflexiones él siempre atribuyera sus sentimientos respecto a ella centrados en
esa suerte; sucedía que él era incapaz de considerar amor sus sentimientos
hacia otra persona. El amor para Sila era un sentimiento de gente inferior, y
definido por esa gente inferior resultaba una cosa curiosa llena de ilusiones y
decepciones, a veces noble hasta la idiotez y otras bajo hasta la amoralidad.
Que Sila fuese incapaz de reconocerlo en si mismo se debía al hecho de que el
amor contradecía el sentido común, el sentido de conservación y la claridad
mental. En años venideros ni siquiera comprendió que su paciencia y esa
tolerancia para con aquella esposa caprichosa era la prueba de que realmente
necesitaba amor. Pero él atribuyó esa paciencia y esa tolerancia a un don
intrínseco de su propio carácter, incapaz de entenderse y autoestimarse,
incapaz de madurar.
Fue
una clásica boda al estilo Julio César, mucho más digna que vulgar, pese a que
las bodas a que había asistido Sila siempre habían sido mucho más vulgares que
dignas; por lo que para él resultó asunto más molesto que placentero. Sin
embargo, llegó el momento en que ya no quedaron invitados ebrios afuera del
dormitorio y no tuvo que perder el tiempo echándolos de casa a la fuerza.
Cuando cubrió la corta distancia de una puerta a otra y cogió a Julilla en
brazos para cruzar el umbral, ya no quedaba ningún invitado.
Como
en su vida no había habido vírgenes inexpertas, Sila arrostró sin reparo alguno
los acontecimientos inmediatos y se ahorró muchas preocupaciones innecesarias.
Independientemente del estado clínico de su virginidad, Julilla era tan madura
y tan fácil de pelar como un melocotón a punto de desprenderse del árbol. Ella
le contempló despojarse de la túnica de matrimonio y quitarse la corona de flores,
tan fascinada como excitada, y ella misma se despojó de todas las prendas sin
que él se lo dijera, del maquillaje nupcial de crema y azafrán, de la tiara de
lana de siete tiras de la cabeza y de los nudos y ceñidores especiales.
Una
vez desnudos, se miraron uno a otro con entera satisfacción: Sila
magníficamente bien formado y Julilla demasiado delgada, pero con aquella
gracia cimbreante que tanto aminoraba lo que en otra habría resultado anguloso
y feo. Y fue ella quien se acercó a él, le puso las manos en los hombros y con
exquisita y natural voluptuosidad unió su cuerpo al suyo, suspirando de deleite
cuando él la rodeó con sus brazos y comenzó a acariciarle la espalda
recorriéndosela con ambas manos.
A él
le encantaba su levedad, la ligereza acrobática con que podía alzarla en
volandas por encima de su cabeza y con que ella se retorcía sobre su cuerpo.
Nada de lo que le hacía la asustaba o la ofendía y toda maniobra la repetía
ella dentro de sus posibilidades. Enseñarla a besar fue cuestión de segundos y,
pese a ello, durante los años que vivieron juntos, ella jamás dejaría de
aprender a besar. Era una mujer preciosa y ardiente, deseosa de complacerle y
ansiosa porque él la complaciera. Toda suya; para él sólo. ¿Y quién de los dos
podía imaginar, aquella noche, que las cosas cambiarían para ser menos
perfectas, menos deseables?
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