Alteza
real, hay que inundar Roma, el Senado y las asambleas del pueblo con cartas.
Cartas vuestras... y de los habitantes de las villas, de los pastores,
mercaderes y comerciantes de toda la provincia romana de Africa, cartas
informando a Roma de la ineptitud, de la enorme incompetencia de Quinto Cecilio
Metelo en la dirección de esta guerra contra el enemigo númida, cartas
explicando que los pocos éxitos de la campaña se deben a mí y no a él. ¡Miles
de cartas, mi señor! Y no escritas una sola vez, sino repetidas hasta la
saciedad, hasta que Quinto Cecilio ceda y me permita marchar a Roma para
presentarme a las elecciones a cónsul.
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(...)
Naturalmente, Mario no se cruzó de brazos. Recorrió personalmente de arriba
abajo toda la provincia africana para ver a cuantos ciudadanos romanos, latinos
e itálicos había, pretextando necesidades de servicio por sus constantes
viajes. Era mensajero de un mandato secreto del príncipe Gauda, prometiendo
toda clase de mercedes una vez fuese rey de Numidia y asegurándose la propia
clientela de cuantos veía. Ni lluvia, ni fango, ni ríos desbordados fueron
obstáculo; era incansable acaparando clientes y cosechando promesas de cartas y
más cartas. Miles y miles de cartas. Cartas suficientes para echar a pique el
barco del Estado de Quinto Cecilio Metelo y lograr su extinción política.
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