sábado, 14 de octubre de 2017

CALÍGULA, SUCESOR DE TIBERIO


Efectivamente, en un principio pareció una buena elección. Calígula, se mostró generoso con los pobres, devolvió una apariencia de democracia restituyendo a la Asamblea sus poderes y era ya conocido como soldado valeroso y concienzudo. Su imprevista y rápida transformación no es explicable más que con la hipótesis de alguna dolencia, que le trastornó el cerebro: un caso típico de esquizofrenia, o de disociación de la personalidad. Comenzó á tener crisis nocturnas de terror, especialmente cuando había tormenta, y a recorrer el palacio pidiendo auxilio.

 

Alto y grueso como era, atlético, deportivo, pasaba horas delante del espejo haciéndose muecas, que le salían muy bien a causa de sus ojos saltones y de un atisbo de calvicie que le hacía como una tonsura en la cabeza. En cierto momento se enamoró de la civilización egipcia y pensó en introducir sus costumbres en Roma. Pretendió de los senadores que le besasen los pies, que peleasen en el Circo con gladiadores haciéndose matar regularmente, y que eligiesen cónsul a su caballo, Incitato, al que hizo construir una cuadra de mármol y un pesebre de marfil.

 

Siempre por imitar a Egipto, tomó por amantes a sus hermanas. Es más, a una de ellas, Drusila, la desposó francamente nombrándola heredera del trono y después la repudió para casarse con Orestila el día que ésta iba a unirse en matrimonio con Cayo Pisón. Se paró en la cuarta esposa, Cesonia, que estaba encinta cuando la conoció y era más bien feúcha. A ésta le fue, a saber por qué, devoto y fiel.

 

Puede ser que Dión Casio y Suetonio, en su odio por la monarquía, hayan cargado un poco la mano. Pero, loco, Calígula debía serlo de veras. Una buena mañana despertó con alergia por los calvos, y todos los que lo eran los dio a comer a las fieras del Circo, hambrientas por la escasez. Luego les tomó ojeriza a los filósofos, y les condenó a todos a muerte o deportación.

 

Se salvaron tan sólo su tío Claudio, porque era considerado como idiota, y el joven Séneca, porque se hizo pasar por enfermo grave. No sabiendo ya a quién perseguir, obligó al suicidio a su abuela Antonia sólo porque un día, mirándola, encontró que su cabeza era hermosa, pero que no le sentaba bien a los hombros. Al final la tomó con Júpiter. Dijo que era una pelota hinchada que usurpaba el puesto del rey de los dioses, hizo cortar la cabeza de todas sus estatuas y la remplazó con la propia.

 

Lástima, pues en los raros momentos de lucidez era simpático, cordial, ingenioso y tenía el sarcasmo fácil y la respuesta pronta. A un zapatero galo que le llamó «fantoche» a la cara, contestó: «Es verdad, pero ¿crees que mis súbditos valen más que yo?»

 

Efectivamente, si hubiesen valido algo más, de un modo u otro se habrían desembarazado de él. En cambio, le aplaudían y le besaban los pies, empezando por los senadores.

 

Fue precisa la resolución del comandante de los pretorianos, Casio Querea, para liberar a Roma de aquel azote. Calígula se divertía dándole, como consignas, obscenos insultos. Casio era susceptible y una noche, mientras acompañaba al emperador por el pasillo de un teatro, le apuñaló. A la ciudad le costó creerlo.

 

 Temía que se tratase de un truco de Calígula para ver quiénes se alegraban de su muerte y castigarlos en consecuencia. Para demostrar a todos que era verdad, los pretorianos mataron también a su mujer Cesonia, y le rompieron la cabeza contra la pared a su hija pequeña.

 

Era una conclusión a tono con los personajes y al hosco clima de terror y de demencia en que habían vivido. Pero Roma ya era esto: la capital de un Imperio donde al desenfrenado satrapismo no cabía más alternativa que el regicidio, y para los regicidios hacían falta los mercenarios. Los romanos no sabían ya ni matar a sus tiranos.

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