Efectivamente,
en un principio pareció una buena elección. Calígula, se mostró generoso con
los pobres, devolvió una apariencia de democracia restituyendo a la Asamblea
sus poderes y era ya conocido como soldado valeroso y concienzudo. Su
imprevista y rápida transformación no es explicable más que con la hipótesis de
alguna dolencia, que le trastornó el cerebro: un caso típico de esquizofrenia,
o de disociación de la personalidad. Comenzó á tener crisis nocturnas de
terror, especialmente cuando había tormenta, y a recorrer el palacio pidiendo
auxilio.
Alto
y grueso como era, atlético, deportivo, pasaba horas delante del espejo
haciéndose muecas, que le salían muy bien a causa de sus ojos saltones y de un
atisbo de calvicie que le hacía como una tonsura en la cabeza. En cierto
momento se enamoró de la civilización egipcia y pensó en introducir sus
costumbres en Roma. Pretendió de los senadores que le besasen los pies, que
peleasen en el Circo con gladiadores haciéndose matar regularmente, y que
eligiesen cónsul a su caballo, Incitato, al que hizo
construir una cuadra de mármol y un pesebre de marfil.
Siempre
por imitar a Egipto, tomó por amantes a sus hermanas. Es más, a una de ellas, Drusila,
la desposó francamente nombrándola heredera del trono y después la repudió para
casarse con Orestila el día que ésta iba a unirse en matrimonio con Cayo
Pisón. Se paró en la cuarta esposa, Cesonia, que estaba encinta
cuando la conoció y era más bien feúcha. A ésta le fue, a saber por qué, devoto
y fiel.
Puede
ser que Dión Casio y Suetonio, en su odio por la monarquía, hayan
cargado un poco la mano. Pero, loco, Calígula debía serlo de veras. Una buena
mañana despertó con alergia por los calvos, y todos los que lo eran los dio a
comer a las fieras del Circo, hambrientas por la escasez. Luego les tomó
ojeriza a los filósofos, y les condenó a todos a muerte o deportación.
Se
salvaron tan sólo su tío Claudio, porque era considerado como idiota, y
el joven Séneca, porque se hizo pasar por enfermo grave. No sabiendo ya
a quién perseguir, obligó al suicidio a su abuela Antonia sólo porque un día,
mirándola, encontró que su cabeza era hermosa, pero que no le sentaba bien a
los hombros. Al final la tomó con Júpiter. Dijo que era una pelota hinchada que
usurpaba el puesto del rey de los dioses, hizo cortar la cabeza de todas sus
estatuas y la remplazó con la propia.
Lástima,
pues en los raros momentos de lucidez era simpático, cordial, ingenioso y tenía
el sarcasmo fácil y la respuesta pronta. A un zapatero galo que le llamó
«fantoche» a la cara, contestó: «Es verdad, pero ¿crees que mis súbditos valen
más que yo?»
Efectivamente,
si hubiesen valido algo más, de un modo u otro se habrían desembarazado de él.
En cambio, le aplaudían y le besaban los pies, empezando por los senadores.
Fue
precisa la resolución del comandante de los pretorianos, Casio Querea,
para liberar a Roma de aquel azote. Calígula se divertía dándole, como
consignas, obscenos insultos. Casio era susceptible y una noche, mientras
acompañaba al emperador por el pasillo de un teatro, le apuñaló. A la ciudad le
costó creerlo.
Temía que se tratase de un truco de Calígula
para ver quiénes se alegraban de su muerte y castigarlos en consecuencia. Para
demostrar a todos que era verdad, los pretorianos mataron también a su mujer
Cesonia, y le rompieron la cabeza contra la pared a su hija pequeña.
Era
una conclusión a tono con los personajes y al hosco clima de terror y de
demencia en que habían vivido. Pero Roma ya era esto: la capital de un Imperio
donde al desenfrenado satrapismo no cabía más alternativa que el regicidio, y
para los regicidios hacían falta los mercenarios. Los romanos no sabían ya ni
matar a sus tiranos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario