domingo, 29 de octubre de 2017

LAS LOCURAS DE NERÓN


Agripina fue, ciertamente, una mujer nefasta. Pero los últimos episodios de su vida son de verdadera matrona de la antigua Roma. No vaciló en ponerse resueltamente en contra de su hijo cuando éste fue a pedirle su consentimiento para divorciarse de Octavia. Tácito dijo que llegó incluso a ofrecérsele.

 

Nerón, aun cuando la había confinado en una villa, aún le tenía miedo. Mas también temía a Popea, que se le rehusaba, mofándose de aquel su temor filial. Al final, logró hacerle creer que Agripina conjuraba contra él, por lo que Nerón, no atreviéndose a matarla, intentó suprimirla, una vez envenenándola y otra vez haciéndola caer al río. Agripina se lo esperaba. Tal vez era informada por algún servidor suyo que seguía en palacio de lo que se tramaba contra ella; así, la primera vez se salvó ingiriendo un medicamento que resolvió el envenenamiento con un cólico, y la segunda vez, nadando. Los guardias de Nerón tuvieron que hacer otro tanto para seguirla hasta la otra orilla. Y nos preguntamos cuáles debieron ser los sentimientos y los pensamientos de aquella mujer al verse acosada por los sicarios de un hijo al que había sacrificado toda su vida. Pero no los demostró cuando fue alcanzada por aquéllos. Dijo simplemente: «Heridme aquí», y señaló el regazo de donde Nerón había nacido. Éste, cuando le llevaron el cuerpo desnudo de su madre muerta, observó tan sólo: «¡Toma! Nunca me había dado cuenta de que tenía una mamá tan hermosa.» Y tal vez la única cosa que lamentó fue no haberla tomado cuando ella se le había ofrecido.

 

Como ya antes respecto a Calígula, no tenemos otra hipótesis que la locura para explicar semejantes reacciones. Tal vez en la sangre de los Claudios había un mal hereditario que atacaba el cerebro.

 

La Historia asegura que Séneca no tuvo parte en este horrendo delito. Pero nos obliga a comprobar también que lo aceptó, permaneciendo al lado del emperador. ¿Esperaba acaso pararle en la pendiente de perdición? Esa esperanza, si la tuvo, quedó pronto defraudada. Nerón rechazó sus consejos cuando trató de hacerle comprender que no es propio de un emperador competir en el Circo como auriga y exhibirse en el teatro como tenor. Al contrario, para demostrar cuan poco en consideración tenía ya a su maestro, ordenó a los senadores que compitieran con él en aquellas pruebas gimnásticas y musicales, diciendo que ésta era la tradición griega y que la tradición griega era mejor que la romana.

 

Los senadores, en conjunto, acaso no merecían mejor trato, pero en alguno de ellos aún brillaba un destello de dignidad. Trasea Peto y Elvidio Prisco hablaron abiertamente contra el emperador, cuyos espías les acusaron de complot. Nerón, que después del matricidio había mostrado cierta clemencia, se entregó a una orgía de sangre, y como el Tesoro, que Claudio había dejado floreciente, estaba exhausto por sus irregularidades, impuso a los condenados la entrega de sus bienes. Séneca criticó estas medidas. Pero la auténtica razón por la que perdió el puesto fue por haber criticado las poesías de su amo. Tal vez con un suspiro de alivio se retiró a su villa de la Campania, donde inmediatamente se puso a buscar, como escritor, un desquite a su fracaso como preceptor. Burro, que había muerto pocos meses antes, había sido remplazado por el desalmado Tigelino.

 

Sin frenos ya, Nerón se despeñaba. El retrato físico que nos han dejado de él nos lo demuestra, a los veincinco años, con el pelo amarillo peinado con trencitas, la mirada mortecina y una panza adiposa sobre dos piernas raquíticas. Popea, esposa suya ya, hacía de él lo que quería. No contenta con haberle exigido que repudiara a Octavia, le impelió a confinarla. Pero dado que los romanos desaprobaron tal conducta cubriendo de flores sus estatuas, le persuadió para que mandara asesinarla. Octavia, aterrada y suplicando clemencia, tuvo mal fin: contaba apenas veinte años y había nacido para ser buena esposa de un buen marido, no la heroína de una tragedia.

 

Tampoco esa vez Nerón tuvo remordimientos, puesto que mientras tanto se había hecho consagrar dios, y los dioses no están obligados a exámenes de conciencia. Ahora sólo quería construirse un nuevo palacio de oro que se convirtiese en su propio templo, y como que lo proyectaba de dimensiones gigantescas, no hallaba en el superpoblado centro de Roma un solar edificable. Hacía tiempo que andaba murmurando que la ciudad estaba mal construida y que se debería rehacerla toda según un plano urbanístico más racional. En julio del año 64 estalló el famoso incendio.

 

¿Fue verdaderamente él quien lo hizo prender? Tal vez no. A la sazón se encontraba en Anzio y acudió inmediatamente, desplegando en los trabajos de socorro una energía que nadie sospechaba en él. Mas el hecho de que en seguida la voz popular le acusó demuestra que aunque el incendio no hubiese sido obra suya, la gente le consideraba capaz de un acto semejante. Cosa extraña, no reaccionó esa vez ante las acusaciones, ni siquiera persiguió a los autores de las hojas volantes y libelos que le señalaban al furor popular. Mas, como auténtico jefe de régimen totalitario, creyó que, dado el desastre, antes que en repararlo había que pensar en hallar alguien a quien atribuírselo. Y así fue, dice Tácito, como recurrió a una secta religiosa constituida por aquella época en Roma que derivaba su nombre del de un tal Cristo, un hebreo condenado a muerte por Poncio Pilato en Palestina, en tiempo de Tiberio.

 

Nada más sabía de ellos Nerón cuando mandó detener a todos los que se le pusieron a tiro y, tras un sumario proceso, les condenó a ser torturados. Algunos fueron entregados a las fieras, otros crucificados, otros embadurnados con resina y usados como antorchas. Roma no les había prestado mucha atención. Pero después de aquel martirio en masa empezó a mirarles con cierta curiosidad. Ahora, el emperador podía construir por fin una capital a su gusto. Y en esta tarea, que le absorbió por completo, mostró cierta competencia. Pero mientras levantaba la nueva Roma, más bella que la destruida, Popea murió a consecuencia de un aborto. Malas lenguas dijeron que el marido le dio una patada en el vientre durante una riña. Puede ser. Como fuere, el golpe fue terrible para él, que perdió a la par una esposa querida y el heredero que esperaba. Errando dolorido por las calles, encontró a un joven, un tal Sporo, cuyo rostro se asemejaba extrañamente al de la difunta. Se lo llevó a palacio, le hizo castrar y se desposó con él. Los romanos comentaron: «¡Ah, si su padre hubiese hecho lo mismo...!»

 

Estando atareado en los trabajos para la construcción de su gran palacio, sus espías descubrieron un complot para instalar en el trono a Calpumio Pisón. Hubo las acostumbradas detenciones, las acostumbradas torturas y las acostumbradas confesiones. En una de éstas se pronunciaron los nombres de varios intelectuales, entre ellos Séneca y Lucano.

 

Lucano era otro español de Córdoba, primo lejano de Séneca, que, venido a Roma para estudiar leyes, cometió el imperdonable error de ganar un premio de poesía en un concurso al que también se habla presentado Nerón, que perdió. El emperador le prohibió que continuase escribiendo. Lucano desobedeció componiendo un poema sobre la batalla de Farsalia, retórico y mediocre, pero de tono claramente republicano. No pudo publicarlo, pero lo leyó en los salones aristocráticos donde tuvo, naturalmente, gran éxito entre aquellos señores que ya no tenían fuerza para oponerse a la tiranía, pero que añoraban la libertad. ¿Participó él verdaderamente en el complot, o fue comprometido en él por los esbirros que conocían la antipatía de Nerón por aquel rival suyo? En los interrogatorios admitió su propia culpa y denunció a los demás cómplices, entre ellos, al parecer, incluso a su madre y a su primo Séneca. Condenado, invitó a sus amigos a una gran fiesta, comió y trincó con ellos, se cortó las venas y murió recitando algunos de sus versos contra el despotismo. Tenía veintiséis años.

 

Séneca se enteró seguramente de haber participado en la conjuración de Pisón por los mensajeros del emperador que fueron a Campania para notificarle la condena. Estaba escribiendo una carta a su amigo Lucilio que terminaba así: «En lo que me atañe, he vivido lo bastante y me parece haber tenido todo lo que me correspondía. Ahora espero la muerte.» Mas cuando la muerte se le presentó en forma de aquel embajador, objetó que no tenía razón para infligírsela, visto que ya no hacía política y se preocupaba solamente de cuidar su salud, cuyo colapso anunció como inminente. Era la excusa que también había invocado con Calígula y que le permitió llegar casi a los setenta años. El embajador volvió a Roma, pero Nerón se mantuvo firme. Entonces, Séneca, con mucha calma, abrazó a su mujer Paulina, redactó una carta de adiós a los romanos, bebió la cicuta, se abrió las venas y murió según los preceptos del estoicismo mejor de lo que había sabido vivir. Paulina intentó imitarle, pero el emperador le hizo suturar las venas. El paso de los siglos ha borrado las contradicciones del hombre Séneca y ha conservado tan sólo las obras del escritor, que alcanzó su grandeza. Enseñó cómo se compone un «ensayo» y cómo se concilia la prédica de la renuncia con la práctica de las propias comodidades. A un maestro semejante no le podían faltar discípulos.

 

Hecho el vacío a su alrededor, Nerón partió para una tournée por Grecia, donde la gente, dijo, entendía de arte más que en Roma. Tomó parte como jinete en las carreras de Olimpia, se cayó y llegó el último; pero los griegos le proclamaron igualmente vencedor y Nerón les recompensó eximiéndoles del tributo a Roma. Los griegos comprendieron la alusión, le hicieron ganar todos los demás torneos, organizaron una clamorosa claque en los teatros donde cantaba el emperador (estaba absolutamente prohibido salir durante el espectáculo y hubo mujeres que parieron en ellos), y obtuvieron a cambio la plena ciudadanía.

 

De regreso a Roma, Nerón decretóse a sí mismo un triunfo en el cual, no pudiendo exhibir los despojos de ningún enemigo, exhibió las copas que había ganado como tenor y como auriga. Al recabar la admiración de sus conciudadanos, obraba de buena fe. Creía, en efecto, que tal admiración era sincera y, por lo tanto, quedó más atónito que preocupado cuando supo que Julio Vindice llamaba a las armas la Galia contra él. Al organizar el Ejército que había de combatir al rebelde, su primera medida consistió en que gran número de carros fuesen expresamente construidos para el transporte de tablones para montar un escenario. Porque, entre batalla y batalla, se proponía seguir recitando, tocando y cantando para hacerse aplaudir por los soldados. Pero durante estos preparativos llegó la noticia de que Galba, gobernador de España, se había unido a Vindice y que marchaba con éste sobre Roma.

 

El Senado, que hacía tiempo estaba acechando la ocasión, tras haberse asegurado la benévola neutralidad de los pretorianos, proclamó emperador al procónsul rebelde y Nerón diose cuenta de improviso de que estaba solo. Un oficial de la guardia, a quien pidió que le acompañase en la huida, le respondió con un verso de Virgilio; «¿Tan difícil es, pues, morir?»

 

Sí, era muy difícil para él. Se procuró un poco de veneno, pero no tuvo el valor de ingerirlo. Pensó arrojarse al Tíber, pero no tuvo fuerzas para ello. Se escondió en la villa de un amigo en la Vía Salaria, a diez kilómetros de la ciudad. Allí supo que le habían condenado a muerte «a la antigua usanza», o sea azotándolo. Aterrado, cogió un puñal para clavárselo en el pecho, pero primero probó la punta y encontró que «hacía daño». Cuando hubo resuelto cortarse la garganta oyó ruido de cascos de caballo cerca de la puerta. Entonces le tembló la mano, y fue su secretario, Epafrodito, quien se lo clavó en la carótida. «¡Ah, qué artista muere conmigo!», susurró en un estertor. Los guardias de Galba respetaron el cadáver, que fue piadosamente sepultado por su vieja nodriza y por la primera amante, Acté. Cosa extraña, su tumba estuvo durante mucho tiempo cubierta de flores frescas, y muchos en Roma siguieron creyendo que no había muerto y que pronto volvería. En general, son ideas que germinan solamente en la tierra fecundada por las lágrimas y por la esperanza.

 

¿Y si, al fin y al cabo, Nerón hubiese sido mejor de como la Historia nos lo ha descrito?



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