Supongo,
pensó César, que de niño me parecía mucho a éste. Incluso yo veo que es indiscutiblemente
mío, aunque lo reconozco sobre todo por el parecido con mi madre y mis hermanas.
Tiene la misma mirada de curiosidad que tenía Aurelia, y su expresión no es la
mía. Un niño precioso, robusto y bien alimentado, pero no gordo. Sí, es un auténtico
César. No engordará como los Tolomeos. De su madre sólo ha heredado los ojos,
pero no el color. Tiene las órbitas menos hundidas que las mías y los ojos de
un azul más oscuro. Sonrió.
Al
instante el niño tendió los brazos hacia él. César lo cogió, lo abrazó, lo besó
y le acarició el cabello espeso y dorado mientras Cesarión se acurrucaba contra
él como si conociera desde siempre a aquel extraño. Cuando Cleopatra fue a
tomarlo de los brazos de César, el niño se negó a volver con su madre. En su
mundo ha echado de menos a un hombre, pensó César, y necesita a un hombre. Olvidándose
de la cena, se sentó con su hijo en el regazo y descubrió que la criatura
hablaba mucho mejor el griego que el latín, no incurría en un lenguaje infantil
y construía las frases correctamente. Tenía sólo quince meses, y sin embargo
era ya un hombre.
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