Allí vio a aquella joven romana
que tanto le gustaba; parecía más delgada y más pálida. Al verle, un salvaje
destello de alegría brotó de sus ojos. ¡Preciosa!, ¡bella!, ¡atractiva! ¡Ah,
nunca había habido una mortal tan hermosa! Provocado por aquella visión, el
hombre se detuvo, embargado por un temor próximo al pánico. ¿Venus?. Era Venus.
Dueña de la vida y la muerte.
Porque, ¿qué era la vida sino el principio procreador, y la muerte sino su extinción? Todo lo demás eran cosas superfluas que los fatuos hombres inventaban para convencerse de que la vida y la muerte debían significar algo más. Era Venus. ¿Le convertía eso a él en Marte, su igual en divinidad, o era un simple Anquises, un hombre mortal a quien ella se entregaba para divertirse en el espacio de un abrir y cerrar de ojos olímpico?
Porque, ¿qué era la vida sino el principio procreador, y la muerte sino su extinción? Todo lo demás eran cosas superfluas que los fatuos hombres inventaban para convencerse de que la vida y la muerte debían significar algo más. Era Venus. ¿Le convertía eso a él en Marte, su igual en divinidad, o era un simple Anquises, un hombre mortal a quien ella se entregaba para divertirse en el espacio de un abrir y cerrar de ojos olímpico?
No, no era Marte. El destino le
había dado una existencia de puro adorno, e incluso de cachivache sin el menor
valor. No podía ser más que Anquises, el hombre cuya única fama residía en el
hecho de que Venus le había amado para divertirse. Temblando de rabia, dirigió
a la muchacha su amarga decepción y el veneno llenó sus venas, provocándole la imperiosa
necesidad de tomarla y transformarla aquella Venus que él tanto necesitaba.
Diriase que Cúpido le había atravesado el corazón, e inevitablemente se había
enamorado de aquella preciosa muchacha.
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