Llegó
el alba. Pompeyo, Sexto y Cornelia comieron pan rancio con esa falta de entusiasmo
que una dieta monótona hace inevitable y bebieron agua que tenía un sabor algo
salobre.
-Esperemos
que por lo menos podamos abastecer nuestros barcos en Pelusio -comentó Cornelia.
Felipe,
el esclavo liberto, apareció muy sonriente.
-¡Cneo
Pompeyo, ha llegado una carta del rey de Egipto! ¡Hermoso papel!
Pompeyo
rompió el sello, extendió la única hoja de caro papiro (sí, desde luego era un
papel hermoso) murmurando algo entre dientes mientras recorría el breve texto
en griego y luego levantó la vista.
-Bueno,
van a concederme audiencia. Un bote me recogerá dentro de una hora. -Pareció sobresaltado-.
¡Oh, dioses, necesito un afeitado y mi toga praetexta! Felipe, envíame a
mi criado, por favor.
Estaba
de pie, adecuadamente vestido con la túnica de procónsul del Senado y el pueblo
de Roma; Cornelia Metela y Sexto estaban uno a cada lado. Todos esperaban a que
alguna barca maravillosamente decorada con oro y con la vela de color púrpura
acudiera desde la costa.
-Sexto
-dijo Pompeyo de pronto.
-¿Sí,
padre?
-¿Y
si te buscas algo que hacer durante unos momentos?
-¿Qué?
-¡Vete
a orinar por la borda al otro lado, Sexto! ¡O a hurgarte la nariz! ¡Cualquier
cosa que me permita quedarme a solas con tu madrastra un rato!
-¡Ah!
-exclamó Sexto sonriendo-. Sí, padre, claro. Por supuesto, padre.
-Sexto
es un buen muchacho, aunque un poco espeso -observó Pompeyo.
Tres
meses atrás Cornelia hubiera encontrado aquella conversación pueril, pero aquel
día se echó a reír.
-Anoche me hiciste un hombre muy feliz,
Cornelia -le dijo Pompeyo mientras se acercaba a ella lo suficiente como para
tocarle el costado.
-Tú
me hiciste a mí una mujer muy feliz, Magno.
-Quizás,
amor mío, deberíamos hacer más viajes por mar juntos. No sé qué habría hecho
sin ti desde Mitilene.
-Y
sin Sexto -puntualizó ella rápidamente-. Es un muchacho maravilloso.
-¡Y
más de tu edad que yo! Mañana cumpliré cincuenta y ocho años.
-Lo
quiero mucho, pero Sexto es un muchacho. Me gustan los hombres mayores. En realidad
he llegado a la conclusión de que tú tienes exactamente la edad adecuada para
mí.
-¡En
Serica será maravilloso!
-Eso
creo.
Se
apoyaron el uno en el otro con afecto hasta que regresó Sexto con el ceño
fruncido.
-Ha
pasado ya más de una hora, padre, pero no veo ninguna barcaza real. Sólo ese
bote.
-Pues
se dirige hacia nosotros -indicó Cornelia Metela.
-Entonces,
a lo mejor es ésa -observó Pompeyo.
-¿Para recogerte a ti? ¡Ni hablar! -sentenció su esposa en
tono helado.
-Debes
recordar que ya no soy el primer hombre de Roma. Sólo un viejo procónsul romano
cansado.
-¡Pues
para mí no eres eso! -le aseguró Sexto hablando entre dientes.
La
barca de remos, en realidad poco mayor que un bote, estaba ya al lado del
barco; el hombre con coraza que iba en la popa levantó la cabeza.
-¡Busco
a Cneo Pompeyo Magno! -gritó.
-¿Quién
pregunta por él? -preguntó Sexto.
-El
general Achillas, comandante en jefe del ejército del rey de Egipto.
-¡Sube
a bordo! -gritó Pompeyo señalando hacia la escalera de cuerda.
Cornelia
Metela apretaba con ambas manos el antebrazo de Pompeyo. Éste la miró sorprendido.
-¿Qué
te pasa?
-¡Magno,
esto no me gusta! ¡Sea lo que sea lo que quiera ese hombre, dile que se vaya!
¡Por favor, levemos el ancla y vayámonos! ¡Prefiero vivir a base de pan rancio
todo el trayecto hasta Utica que quedarme aquí!
-Sssh,
no pasa nada -la tranquilizó Pompeyo desprendiéndose de las manos de su esposa mientras
Achillas subía fácilmente por la escala y saltaba por la barandilla. Se
adelantó hacia ellos con una sonrisa en los labios-. Bienvenido, general
Achillas. Soy Cneo Pompeyo Magno.
-Eso
veo. Un rostro que todo el mundo reconoce. ¡Tus estatuas y bustos están por
todo el mundo! Incluso en Ecbatana, según dicen los rumores.
-No
por mucho tiempo. Yo diría que ahora mismo estarán derribándome a mí y poniendo
a César.
-No en
Egipto, Cneo Pompeyo. Tú eres el héroe de nuestro pequeño rey, él siempre sigue
tus andanzas con avidez. Está tan nervioso con la perspectiva de conocerte que
anoche no consiguió dormir.
-¿No
podías haber traído nada mejor que un bote? -le preguntó Sexto en tono de
sentirse
desairado.
-Ah,
bueno, eso se debe al caos que hay en el puerto -les informó Achillas con amabilidad-.
Hay barcos de guerra por todas partes. Uno de ellos chocó contra la barcaza del
rey por accidente y desgraciadamente la agujereó. ¿Y cuál ha sido el resultado?
Pues éste.
-No
me mojaré la toga, ¿verdad? No puedo reunirme con el rey de Egipto con pinta de harapiento
-le indicó Pompeyo, que comenzó a hablar con jovialidad.
-Llegarás
seco como un hueso viejo -le aseguró Achillas.
-¡Magno,
por favor, no! -le susurró Cornelia Metela.
-Yo
estoy de acuerdo con ella, padre. ¡No vayas en este insulto!
-Verdaderamente
han sido las circunstancias las que han dictado el medio de transporte, nada
más -les aseguró Achillas revelando al sonreír que había perdido dos de los
dientes delanteros- . Pero mira, he traído conmigo un rostro que te es familiar
para calmar así cualquier temor que puedas tener. ¿Ves a ese tipo de ahí
vestido de centurión?
Pompeyo
no tenía muy buena vista últimamente, pero había aprendido que si cerraba uno
de ellos en sus tres cuartas partes, el otro enfocaba debidamente. Llevó a cabo
ese truco y lanzó un enorme alarido picentino de júbilo; un alarido galo, lo
habría llamado César.
-¡Oh,
no me lo puedo creer! -Se dio la vuelta hacia Cornelia Metela y Sexto con el
rostro iluminado-. ¿Sabéis quién es ése que está ahí abajo en la barca? ¡Lucio
Septimio! ¡Un primus pilus fimbriano de los viejos tiempos de Ponto y
Armenia! Lo condecoré varias veces, y luego él y yo fuimos caminando hasta
llegar casi al mar Caspio. Pero nos volvimos porque no nos gustaron los reptiles.
¡Vaya! ¡Lucio Septimio!
Después
de aquello parecía una vergüenza echarle a perder el júbilo. Cornelia Metela se contentó
con advertirle que tuviera cuidado, mientras Sexto tenía una conversación con los
dos centuriones de la primera legión que habían insistido en ir con él cuando encontraron
a Pompeyo en Pafos.
-No
lo perdáis de vista -les susurró Sexto.
-¡Venga,
Felipe, date prisa! -le pidió Pompeyo mientras saltaba por la barandilla sin
hacerse un lío a pesar de la toga con los ribetes de púrpura.
Achillas,
que había bajado el primero, acompañó a Pompeyo al único asiento que había en la
proa.
-Es
el lugar más seco -le dijo.
-¡Septimio,
sinvergüenza, ven a sentarte aquí, justo detrás de mí! -le pidió Pompeyo mientras
se colocaba pulcramente-. ¡Oh, qué placer verte! Pero ¿qué haces tú en Pelusio?
Felipe
y el esclavo de Pompeyo se sentaron en la parte central del barco, entre dos de
los seis remeros, con los dos centuriones de Pompeyo detrás de ellos y Achillas
en la popa.
-Me
retiré aquí después de que Aulo Gabinio dejó una guarnición en Alejandría -le explicó
Septimio, un veterano muy canoso y ciego de un ojo-. Todo se hizo añicos después
de un roce con los hijos de Bíbulo... bueno, tú ya sabes eso. A los soldados
rasos los enviaron a Antioquía y a los cabecillas los ejecutaron a todos, pero
al general Achillas se le antojó quedarse con los centuriones. Así que aquí
estoy, de primus pilus en una legión llena de judíos.
Pompeyo
estuvo charlando con él durante un buen rato, pero la travesía era muy lenta y
estaba un poco preocupado con el discurso que
tenía que hacer; redactar un discurso florido en griego para pronunciarlo ante
un muchacho de doce años le había resultado bastante difícil. Se dio la vuelta
en el asiento que ocupaba en la proa y llamó a Felipe.
-Pásame
el discurso, ¿quieres?
Felipe
le pasó el discurso. Pompeyo lo desenrolló, se encorvó y empezó a repasarlo de nuevo.
La playa apareció de pronto; había estado tan absorto en el discurso que no se
percató de su proximidad.
-¡Espero
que alejemos esta cosa del agua lo bastante para que no me enfangue los
zapatos! - comentó, y se echó a reír mirando a Septimio mientras se sujetaba a
causa de la sacudida.
Los
remeros lo hicieron bien, la barca subió por la playa sucia y enfangada más
allá de la línea del agua y se detuvo en terreno llano. ¡Arriba!, se dijo
Pompeyo a si mismo, curiosamente feliz. La noche con Cornelia había sido sensual,
seguro que vendrían más noches sensuales y tenía ilusión por llegar a Serica y
empezar una nueva vida en un lugar donde un viejo soldado podía enseñar a un
pueblo exótico los trucos romanos. Decían que allí había hombres a quienes la
cabeza les crecía en el pecho, hombres con dos
cabezas, hombres con un ojo, serpientes marinas... Oh, ¿qué no podría encontrar
él más allá del sol naciente? ¡Puedes quedarte con el Oeste, César! ¡Yo me voy
al Este! ¡A Serica y a la libertad! ¿Qué saben o qué les importa a los de
Serica el Piceno, qué saben o qué les importa Roma? ¡A los habitantes de Serica
un advenedizo picentino como yo les parecerá lo mismo que cualquiera de los julios
o de los cornelios!
Entonces
algo se rasgó, crujió y se rompió. Pompeyo, que ya tenía medio cuerpo fuera del
bote, volvió la cabeza y vio a Lucio Septimio justo detrás de él. Un líquido
caliente le chorreaba por las piernas y, durante unos instantes, Pompeyo pensó
que debía de haberse orinado, pero luego el olor inconfundible le llegó a la
nariz. Era sangre. ¿Suya? ¡Pero no sentía dolor alguno! Las piernas le cedieron
y cayó cuan largo era en el barro sucio y seco. ¿Qué es esto? ¿Qué me está pasando?
Más que verlo, sintió que Septimio le daba la vuelta, notó una espada que se
alzaba por encima de su pecho. Soy un noble romano. No deben verme la cara
mientras muero. ¡Debo morir como un noble romano!
Pompeyo
hizo un último esfuerzo convulsivo. Con una mano se tiró de la toga púdicamente
hacia abajo para cubrirse los muslos, con la otra se tapó la cara con uno de
los pliegues. La punta de la espada penetró en su pecho con fuerza y destreza.
Pompeyo no se movió más.
Achillas
intentó apuñalar a los dos centuriones por la espalda, pero es difícil matar a
dos hombres
a la vez. Comenzaron a pelear y los remeros de la parte posterior se acercaron
para ayudar.
Todavía
pegados a sus asientos, Felipe y el esclavo se dieron cuenta de pronto de que
iban a morir. Se levantaron de un salto, salieron del bote y huyeron.
-Yo
iré tras ellos -dijo Septimio con un gruñido.
-¿Por
dos griegos tontos? -le preguntó Achillas-. ¿Qué pueden hacer?
Un
pequeño grupo de esclavos esperaba cerca de allí con una gran vasija de barro a
los pies. Achillas levantó la mano y los esclavos cogieron la vasija, que
parecía muy pesada, y se acercaron.
Mientras
tanto Septimio apartó la toga del rostro de Pompeyo y dejó al descubierto sus facciones:
pacíficas, sin estropear. Puso la punta de la espada ensangrentada debajo del
cuello de la túnica con la ancha franja granate en el hombro derecho y la rasgó
hasta la cintura. El segundo golpe había sido certero, la herida estaba en el
corazón.
-Es
un poco difícil cortar una cabeza si tiene el cuerpo asi -observó Septimio- Que
alguien se encargue de traerme un tajo de madera.
Encontraron
el tajo de madera. Septimio lo colocó bajo el cuello de Pompeyo, levantó la espada
y dio un tajo. Pulcro y limpio. La cabeza rodó un poco y el cuerpo cayó en el
barro.
-Nunca
pensé que sería yo quien lo matara. Es extraño, eso... un buen general, tal
como están los generales... pero vivo no me sirve de nada. ¿Queréis la cabeza
en esa tinaja?
Achillas
asintió, más conmovido que aquel centurión romano. Cuando Septimio levantó la cabeza
sujetándola por el abundante cabello plateado, Achillas notó que los ojos se le
iban hacia ella. Soñando... pero ¿con qué?
La
vasija estaba llena casi hasta el borde de carbonato sódico, el líquido en el
que los embalsamadores
sumergían los cuerpos sin vísceras durante meses como parte del proceso de momificación.
Uno de los esclavos le quitó el tapón de madera; Septimío dejó caer la cabeza
dentro y se echó hacia atrás rápidamente para evitar el súbito desbordamiento.
Achillas
asintió. Los esclavos levantaron la tinaja por las asas de cuerda y comenzaron
a caminar
delante de su amo llevándola a cuestas. Los remeros habían empujado el bote al
agua y estaban muy atareados remando para alejarlo de allí, Lucio Septimio
clavó la espada en el barro seco para limpiarla, volvió a meterla en la vaina y
echó a andar detrás de los demás.
( Relato de Colleen McCullough, en su libro
"César" )
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