Al carecer de agentes militares
o civiles para hacer respetar la ley, Roma solía obligar al colegio de lictores
a aportar miembros del mismo para todo tipo de extrañas tareas. Contaría el
organismo con unos trescientos, todos de gran estatura, mal pagados por el Senado
y, por consiguiente, dependientes de la generosidad de aquellos a quienes servían.
Residían en un edificio con un reducido terreno detrás del templo de los Lares
Praestites en la Vía Sacra, residencia que ellos encontraban agradable por el
solo hecho de estar situada detrás de la estructura alargada de la mejor posada
de Roma, a la que siempre podían llegarse a echar un trago.
Los lictores escoltaban a los magistrados con imperium
y se disputaban la suerte de servir en el séquito de un gobernador destinado al
extranjero, porque así compartían los botines y confiscaciones propios del
cargo. Los lictores representaban a las trece divisiones de Roma, llamadas
curiae, y estaban obligados a prestar servicio de guardia en la Lautumiae o en
el cercano Tullianum, en el que los condenados a muerte pasaban las últimas
horas antes de ser estrangulados. Aquel servicio de guardia era la tarea más
denigrante que asignaba a los lictores el jefe de un grupo de diez; era un
servicio que no les reportaba propinas, sobornos ni nada. La hoja de servicio
estipulaba que tenían que vigilar la puerta, y, ¡por Júpiter!, que más no
pensaban hacer, ni mucho menos tenían interés alguno en perseguir delincuentes.
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