Ambos contendientes salieron maltrechos de aquel cuarto de
siglo de lucha, pero las consecuencias fueron más graves para Cartago que para
Roma. No sólo tuvo que ceder toda Sicilia, comprometerse al pago de una crecida
indemnización y aceptar la competencia del comercio romano en todo el
Mediterráneo, sino que cayó en la anarquía, por el desencadenamiento de los
conflictos internos.
Su Gobierno se negó a pagar los «atrasos» a los mercenarios
que habían servido bajo las banderas de Amílcar. Éstos se sublevaron bajo la
guía de Magón —un cabo que se las sabía todas—, encontraron en seguida apoyo en
los pueblos sometidos y especialmente en los libios, que se insurreccionaron, y
formaron un ejército bajo el mando de Espendio, que era un esclavo napolitano,
Y todos juntos pusieron sitio a la ciudad.
Los ricos mercaderes de Cartago se echaron a temblar y
solicitaron de Amílcar que les librase de aquella amenaza. Amílcar vaciló: le
disgustaba combatir contra sus antiguos soldados. Mas cuando éstos hubieron
cortado las manos y despedazado las piernas a su colega Cesco y enterrado vivos
a setecientos cartagineses, se decidió a actuar. Llamó a las armas a todos los
jóvenes que halló dentro de los muros de la ciudad asediada y les sometió a un
duro y sintético adiestramiento militar. Atacó con diez mil hombres al enemigo,
que contaba con cincuenta mil, rompió su asedio, lo alcanzó en un angosto valle,
cuyas dos salidas obstruyó, y se puso a aguardar su muerte por hambre.
Aquéllos se comieron primeramente los caballos; luego, los
prisioneros y después los esclavos. Y, finalmente, desesperados, mandaron a
Espendio en demanda de paz. Por toda respuesta, Amílcar le hizo crucificar. Los
mercenarios intentaron una salida y fueron degollados. Magón, hecho prisionero,
fue matado a lentos zurriagazos. Fue —dice Polibio— la más sangrienta
y despiadada guerra de la Historia. Duró más de tres años. Y cuando terminó,
Cartago supo que Roma había ocupado también Cerdeña. Protestó, y Roma, sabiendo
en qué condiciones se hallaba el adversario, respondió con una declaración de
guerra. Para evitarla, Cartago aceptó la pérdida de Cerdeña, añadió la de
Córcega y se resignó a pagar otros mil doscientos talentos. Es decir, que para
evitar la guerra aceptó, sin más, la derrota. Mas esa vez no protestó.
Mientras tanto, también Roma estaba lamiéndose las heridas.
El Ejército casi carecía de efectivos y la moneda había sido desvalorizada en
un ochenta y tres por ciento. La política unitaria inaugurada en la península
había dado, en conjunto, buenos frutos, porque ninguno de los pueblos sometidos
se había aprovechado de las desgracias de la Urbe para rebelarse. Pero la
frontera del Norte no estaba segura. Los ligures, incapaces de fundar un
Estado, habían sido, empero, capaces de hacer cabotaje con sus embarcaciones a
lo largo del mar Tirreno, impidiendo el tráfico en él y saqueando sus costas,
especialmente las toscanas. En el norte del Adriático, los ilirios, agazapados
en los arrecifes de la Dalmacia, hacían otro tanto. Y desde Bolonia a los
Alpes, en toda la llanura del Po, los galos se estaban reforzando ante la
llegada de improviso de sus hermanos de Francia que, no conociendo todavía a
los romanos, no les temían. De dejarles crecer, cabía el riesgo de que cayeran
otra vez encima, como ya había ocurrido cuando Brenno.
Rastrillada Sicilia de los restos de cartagineses y ocupada
con guarniciones y «colonias», menos el reino de Siracusa que fue dejado al
fiel Hierón, los romanos la proclamaron «provincia». Fue la primera de las
muchas que más tarde formaron el Imperio. La segunda consistió en Cerdeña y
Córcega unidas. Después, habiendo instaurado así un cierto orden administrativo,
la Urbe decidió extenderlo más allá de los Apeninos, que constituían su confín
septentrional
Comenzó con los ligures, que eran los más aislados y los
menos peligrosos. Y tal vez tampoco se trató de una guerra verdadera, sino de
una serie de operaciones «anfibias», es decir, llevadas a cabo simultáneamente
por tierra y por mar. Duraron cinco años, desde 238 a 233, y no tuvieron
necesidad de los habituales episodios heroicos. Cuando terminaron, los ligures
se habían convertido en vasallos y no disponían siquiera de una embarcación con
la que perturbar el tráfico entre Cerdeña y Córcega.
Luego, fue la vez de los galos, que, en realidad, habían
tomado ya la iniciativa, organizando con la ayuda francesa un ejército de
cincuenta mil infantes y veinte mil jinetes. A los romanos nunca les habían
gustado aquellos soldados que Polibio nos describe como altos y bellos,
siempre deseosos de guerras que hacíandesnudos, salvo algún collar o amuleto.
El Senado se quedó tan aterrado ante el nuevo ataque que, volviendo a una
costumbre que ya estaba en desuso, decidió congraciarse a los dioses con un
sacrificio humano, enterrando vivas a dos víctimas. Pero las es' cogió entre
los galos. De todos modos, se ve que los dioses estuvieron contentos, pues, en
Telamón, las legiones lograron cercar al enemigo y prácticamente lo destruyeron
de una vez para siempre. Cuarenta mil galos se quedaron en el campo de batalla
y diez mil fueron hechos prisioneros. Toda Italia, hasta los Alpes, estaba a
merced de Roma. Ésta llamó Galia Cisalpina a la nueva y riquísima provincia,
ocupó la capital, Mediolanum, y fundó dos importantes colonias; Cremona y
Placencia.
Después, se volvió hacia el Este y en pocos años, con
expediciones similares a las que había organizado contra los ligures, redujo a pueblo
tributario a la I liria de la reina Teuta. Y con esto puso pie por primera vez
en la otra orilla del Adriático, la cual sirvió de trampolín para lanzarse a
sucesivas conquistas en Oriente.
Mientras Roma completaba así la ocupación de la península y
se ponía en seguridad al Este y al Norte, Amílcar sometía a sangre y fuego
Cartago para preparar el desquite. Inmediatamente después de haber dominado la
revuelta pidió a su Gobierno que le proporcionase un ejército para restablecer
al vacilante prestigio fenicio en España y construir allí una base de
operaciones contra Italia. Tuvo de su parte a las clases medias, que querían
reconquistar en el Mediterráneo un monopolio comercial del que dependía su
futuro, y en contra, a la aristocracia agraria, que no quería arriesgarse de
nuevo a perder sus privilegios en aventuras peligrosas.
Finalmente, se llegó a un compromiso; en vez de un cuerpo de
ejército, sólo se concedió a Amílcar una división. Pero le bastó. Amílcar era,
sin duda, un gran general y no sin motivo le habían dado el sobrenombre de
«Barca», que en lengua fenicia significa «fulgor». Antes de partir al frente de
aquellos pocos hombres, condujo al templo a sus «leoncillos», como llamaba a su
yerno Asdrúbal y a sus tres hijos: Aníbal, Asdrúbal y Magón. Y allí les hizo
jurar, ante el altar de Baal—Haman, que un día vengarían a Cartago. Después de
lo cual les embarcó con las tropas y se los llevó consigo.
En pocos meses redujo a la obediencia las ciudades españolas
que se le habían rebelado y se puso a redutar indígenas para formar un
verdadero ejército. La madre patria no movió ni un dedo para ayudarle, pero
Amílcar lo hizo todo solo. Excavó minas, extrajo el hierro, lo labró para
fabricar armas y monopolizó el comercio para obtener recursos. Desgraciadamente,
la muerte le sorprendió, todavía joven, durante un combate con las tribus
rebeldes. Al expirar, recomendó como sucesor a su yerno Asdrúbal, que ejerció
el mando durante ocho años sin que nadie echara de menos al suegro, y construyó
de nueva planta una ciudad nueva, la que hoy se llama Cartagena, en el distrito
minero. Cuando a su vez murió, bajo el puñal de un asesino, los soldados
aclamaron como general en jefe a Aníbal, el mayor de los tres hijos de Amílcar.
Contaba entonces veintisiete años y había pasado ya diecisiete bajo la tienda,
con los soldados. Pero recordaba muy bien el juramento que su padre le había
hecho prestar.
Aníbal fue, si no el más grande en sentido absoluto,
seguramente el más brillante caudillo de la Antigüedad. Muchos le sitúan al
mismo nivel que Napoleón. Antes de que su padre le llevase a España había
recibido una educación perfecta. Perfecta para aquellos tiempos, se entiende.
Sabía Historia, lenguas (griego y latín), y por los relatos de Amílcar se había
hecho una idea bastante clara de Roma, de su fuerza y de sus flaquezas. Estaba
convencido, por ejemplo, de que una derrota en Italia separaría de la Urbe a
sus aliados, porque esto había sucedido en tiempos de su padre. Ignoraba
totalmente que la política romana ya no era federalista. Aníbal era robusto,
frugal y de una astucia y un valor sin límites. Tito Livio cuenta que siempre
era el primero en entrar en combate y el último en salir de él. Pero acaso
tenía una confianza, excesiva en su propia capacidad de improvisación. Los
historiadores romanos incluyendo a Livio, han insistido mucho sobre su
avaricia, crueldad y falta de escrúpulos. En efecto, las trampas que tendió a
los romanos fueron muchas y diabólicas. Pero también por esto los soldados le
adoraban y creían ciegamente en él. No tenía necesidad de galones para afirmar
su prestigio. Vestía como sus soldados y compartía todas sus incomodidades.
Además de gran maestro de estrategia, se mostró excelente diplomático y campeón
de espionaje.
Desconocido como era de sus compatriotas, entre los cuales
no había vuelto a estar desde que tenía nueve años, Aníbal no podía ciertamente
aguardar su consentimiento para iniciar las hostilidades. La guerra, por lo
tanto, en vez de declararla había que hacérsela declarar. Por lo que, en 218,
asaltó Sagunto.
Sagunto era una ciudad aliada de Roma, pero que ya en
tiempos de Asdrúbal se había comprometido a reconocer como zona de influencia
cartaginesa toda la del sur del Ebro. Y dado que la ciudad se encontraba
precisamente en aquella zona, Aníbal pudo fácilmente rechazar la protesta que
en términos de ultimátum le llegó de Roma, convencida de que Cartago, seguía
siendo la ciudad asustada y trastornada de las revueltas mercenarias. Así
comenzó, con mucha habilidad de una parte y mucha ligereza de otra, la segunda
campaña.
Aníbal permaneció ocho meses rodeando las murallas de
Sagunto antes de expugnarlas. No se fiaba de dejar a las espaldas aquel
excelente puerto abierto a la flota romana. Después, dando a su hermano
Asdrúbal la orden de vigilar y preparar los refuerzos, cruzó el Ebro con
treinta elefantes, cincuenta mil infantes y nueve mil jinetes. Éstos, entre los
que no había ningún mercenario, eran casi todos españoles y libios.
Las dificultades comenzaron en seguida allende los Pirineos.
Las tribus gálicas aliadas de Marsella, que a su vez era aliada de Roma, le
opusieron resistencia, haciendo caso omiso de la suerte que Roma había
reservado a sus hermanas padanas. Y tres mil de sus hombres se negaron a seguir
a Aníbal cuando supieron que querían cruzar los Alpes. Barca no les obligó. Al
contrario, libró de su compromiso a otros siete mil que se mostraron
titubeantes y les mandó a sus casas. Aligerado así de la tropa asustada e
irresoluta, marchó hacia el Norte, sobre Vienne, e inició la escalada.
No se sabe con precisión por dónde pasó. Hay quien dice que
por el San Bernardo y quien por el Monginevro. Los más propenden por el
Monginevro. Sea como fuere, a primeros de setiembre de 218 llegó a las cumbres,
las halló cubiertas de nieve y concedió dos días de descanso a sus hombres.
Había perdido ya algunos miles de ellos, vencidos por el frío y la fatiga, los
precipicios y los guerrilleros célticos. Después, tras aquella pausa, emprendió
el descenso, que fue aún más difícil, especialmente para los elefantes. En el
ánimo de aquellos temerarios hubo horas de crisis y de desesperación. Aníbal
las superó, indicándoles, en lontananza, la hermosa llanura padana, y
prometiéndosela como presa. Los que llegaron por fin a las estribaciones eran
en total veintiséis mil hombres, menos de la mitad de los que partieron. En
compensación, los boyanos y demás galos les acogieron amistosamente, les
abastecieron de víveres y se aliaron con ellos, destrozando y poniendo en fuga
a los romanos de Cremona y Placencia.
Aterrorizado por tanta audacia, el Senado se dio cuenta,
súbitamente, de que aquella guerra se anunciaba mucho más peligrosa que la
primera. Llamó a las armas a trescientos mil hombres y catorce mil caballos y
confió una parte al primero de los muchos Escipiones que habían de hacer
célebre el nombre de la familia. Éste se enfrentó con Aníbal en el Tesino, no
logró mantener la formación de la caballería númida y perdió la batalla.
Gravemente herido, hubiera muerto en ella de no haberle salvado su hijo que,
dieciséis años después, habría de vengarle en Zama. Era en octubre de 218 antes
de Jesucristo.
Transcurrieron dos meses y otro ejército fue mandado a
enfrentarse con Aníbal en Trebia. Segunda batalla y segunda derrota.
Transcurrieron ocho más y al encuentro de Barca, dueño ya de toda la Galia
Cisalpina, marchó Cayo Flaminio, al frente de treinta mil hombres. Estaba tan
seguro de vencer que se había traído consigo un cargamento de cadenas para
poner en los pies de los prisioneros. Aníbal pareció eludir la batalla campal.
En realidad, con un hábil despliegue de patrullas y de escaramuzas, atrajo al
enemigo a una llanura a orillas del Trasimeno, rodeado de colinas y de bosques
donde había ocultado su caballería. Los romanos quedaron envueltos y casi nadie
salvó la vida, ni siquiera Flaminio.
Tito Livio cuenta que la noticia sumió a Roma en el pánico.
Sin embargo, el Senado afrontó la situación con viril firmeza. El pretor Marco
Pomponio no trató de quitarle dramatismo al leer, desde la rostra el comunicado que informaba del desastre.
«Hemos sido vencidos en una gran batalla —dijo—. El peligro es grave.»
Pero tampoco todo eran rosas para Aníbal. A medida que se
acercaba a Roma, se daba cuenta de que la esperanza de separarle de sus aliados
era infundada. En Toscana y en Umbría las ciudades se cerraron ante su
ejército, que no sabía cómo abastecerse. En vano mandó a sus casas, libres, a
los prisioneros, no romanos. Desde los Apeninos al Samnio, Italia formaba un
bloque con la Urbe.
Y a Aníbal no le cupo más que desviarse hacia el Adriático
en busca de tierras más hospitalarias. Después de tres batallas consecutivas
sus soldados estaban cansados y él mismo sufría un agudo tracoma. Los aliados
galos, que no veían más allá de las narices, ahora que él se alejaba de sus
regiones comenzaron a desertar. Aníbal mandó mensajes a Cartago pidiendo
refuerzos: se los negaron. Se los mandó a Asdrúbal; pero éste estaba clavado en
España por los romanos, que mientras tanto habían desembarcado allí. Reanudó su
marcha hacia el Sur, pero se encontró frente a un nuevo y embarazoso estratega.
Quinto Fabio Máximo había sido nombrado «dictador» e
inagurado aquella «magistral inacción» por la que pasó a la Historia con el
nombre de «Temporizador». Emprendía escaramuzas, tendía emboscadas, pero no se
dejaba atraer a una batalla. Esperaba que las dificultades, el hambre y el
cansancio cumpliesen su obra entre los soldados enemigos, que en efecto estaban
al borde de la desesperación. Desgraciadamente, antes que ellos se cansaron los
romanos, que querían una victoria rápida, y que prestaron oídos a las
malignidades de Minucio Rufo, lugarteniente y detractor de Fabio. Éste se vio
desposeído del cargo, y su mando repartido entre dos cónsules recién nombrados:
Terencio Varrón y Emilio Paulo. Éste era un aristócrata de mesurado juicio,
perfectamente consciente de que contra la estrategia de Aníbal la romana no
había elaborado aún criterios adecuados. Varrón era plebeyo, mejor patriota que
general, y quería lo que sus electores querían; un éxito inmediato. Hablando en
nombre del orgullo y del nacionalismo, tuvo, como de costumbre, razón. Y
condujo sus ochenta mil infantes y seis mil jinetes contra Aníbal que, pese a
contar tan sólo con veinte mil veteranos, quince mil dudosos y diez mil jinetes,
exhaló un suspiro de alivio. Él temía solamente a Fabio Máximo.
La batalla, que fue la más gigantesca de la Antigüedad, tuvo
lugar en Carinas, a orillas del Ofanto. Barca, como de costumbre, atrajo al
enemigo a un terreno llano, adecuado para la acción de la caballería. Luego
puso sus fuerzas en línea, colocando en el centro a los galos, pues estaba
seguro de que éstos cederían. Así lo hicieron, en efecto. Varrón se introdujo
en la brecha y las alas de Aníbal se cerraron sobre él. Emilio Paulo, que no había
querido el encuentro, combatió valerosamente y cayó con otros cuarenta mil
romanos, entre ellos ochenta senadores. Varrón logró salvarse en compañía de
Escipión que ya había salido bien librado en el Tesino, escapó a Chiusi y de
allí volvió a Roma.
El pueblo le aguardaba, enlutado, a las puertas de la
ciudad. Cuando le vieron aparecer, fueron todos a su encuentro, con los
magistrados en cabeza, y le dieron las gracias por no haber dudado de la
patria. Así respondió la Urbe a la catástrofe.
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