Craso tenía una mansión tan suntuosa y tan lujosa que la
nueva mansión de Julio César en las afueras de Roma era una choza en comparación,
y la casa de Cicerón una cueva.
Dentro de se veían esclavos y esclavas que habían sido
escogidos por su juventud y belleza y las cabelleras de unos y otros estaban
prendidas en redecillas de oro con piedras preciosas. Muchos, tanto muchachos
como jovencitas, iban desnudos para revelar sus formas encantadoras.
El palacio resonaba
con el murmullo de fuentes, música y risas suaves y tenía una fragancia de
perfumes, suaves ungüentos y flores. Por todas partes reinaba una atmósfera de
alegría, de amistad y de relajación. Craso llevaba puesta una guirnalda de
laurel y sus huéspedes collares de flores. Bellísimas esclavas nubias desnudas,
altas y de negros cuerpos relucientes iban de una habitación a otra con
abanicos de plumas, permaneciendo gentilmente detrás de los huéspedes para
abanicarlos, porque la tarde otoñal era calurosa.
En las lámparas de cristal de Alejandría titilaban las luces
y por todas partes se veían oro, plata y piedras preciosas en platos, bandejas,
fuentes, cuchillos y cucharas. Un mantel de la larga mesa era de paño de hilo
de oro y en su centro había flores y hojas de helecho. Las paredes eran de mármol
blanco adornadas con pinturas murales, de unos colores tan vivos, que parecían
tener vida.
Una orquesta de músicos tocaba bellas melodías, oculta por
una pantalla de marfil labrado. Y las doncellas cantaban al sol de aquel
acompañamiento. Sobre la mesa fueron colocadas grandes bandejas portadas por
orgullosos cocineros, con humeantes pescados regados con vino, gansos y patos
asados, lechones y corderillos.
Enormes cuencos contenían las frutas más selectas y
ensaladas suavemente aliñadas con vino, aceite, ajo y alcaparras. El pan era
blanco como la nieve. Allá se veían aceitunas de Judea, limones, blanquísimo
apio, trocitos de pescado y de cabeza de jabalí asado con hierbas.
Estaban presentes no
sólo los mejores vinos de todas las naciones, servidos en botellas que habían
estado guardadas entre nieve, sino licor sirio de cebada fermentada, de
tonalidad dorada y que tenía un sabor ácido y fuerte. Para los que tenían
gustos más plebeyos, y Craso confesaba que los tenía, había fresca y espumeante
cerveza de color ámbar.
En cada rincón del comedor se alzaba la estatua de un dios,
de tamaño natural, o aun más grande, ante las cuales había vasos persas llenos
de flores y hojas doradas por el otoño. La fragancia de las flores se mezclaba
con un ligero aroma a incienso, con la dulce música y el rico olor de las
exquisitas viandas.
Cuál es la fuente histórica...suena a holocuento.
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