En
medio de aquella decreciente popularidad, César adquirió su tercera esposa, Calpurnia,
la hija de Lucio Calpurnio Pisón. Con sólo dieciocho años, resultó ser
exactamente la clase de esposa que él necesitaba en aquel momento de su
carrera. Igual que su padre, era alta y morena, una muchacha muy atractiva que
poseía una calma y dignidad innatas que a César le recordaban a su madre, la
cual era prima hermana de la abuela de Calpurnia, una Rutilia. Inteligente y
muy instruida, enormemente agradable, nunca exigente, encajó en la vida de la domus
publica con tanta facilidad como si hubiera estado allí siempre. De edad
muy parecida a la de Julia, fue una compensación por haber perdido a ésta. En
particular para César.
Éste,
desde luego, la había tratado con gran experiencia. Una de las grandes
desventajas de los matrimonios concertados, en particular de aquellos que se
concertaban de una manera rápida, era el efecto que causaban en la nueva
esposa. Calpurnia llegó a su marido como una desconocida, y como era una persona
reservada, la timidez y la vergüenza construyeron un muro. Al comprender esto
César se propuso demoler aquel muro. La trató de un modo muy parecido a como
había tratado a Julia, con la diferencia de que ella era su esposa, no su hija.
Le hacía el amor con ternura, con consideración y con alegría; los demás
contactos que tenía con ella también eran tiernos, considerados y alegres.
Cuando
su padre, que estaba encantado, le había dado la noticia de que iba a casarse
con el cónsul senior y pontífice máximo, Calpurnia se había amedrentado.
¿Cómo iba a arreglárselas? ¡Pero él era tan agradable, tan considerado! Cada
día le hacía un regalo de alguna clase, un brazalete o un pañuelo, unos
pendientes, unas sandalias bonitas que él hubiera visto brillar en un puesto
del mercado. Una vez, al pasar, le dejó caer en el regazo una cosa -aunque ella
no sabía cuánta práctica tenía César en hacer eso-. La cosa se movía y luego
emitió un pequeño maullido... ¡Oh, le había regalado un gatito! ¿Cómo sabía
César que ella adoraba los gatos? ¿Cómo sabía él que su madre, la de Calpurnia,
los odiaba y nunca le había permitido tener uno?
Calpurnia
se llevó aquella bolita de pelo color naranja a la cara y, con los ojos
brillando, sonrió radiante a su marido.
( C. McC. )
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