viernes, 6 de marzo de 2015

CALPURNIA PISONIS, LA TERCERA ESPOSA DE CÉSAR


En medio de aquella decreciente popularidad, César adquirió su tercera esposa, Calpurnia, la hija de Lucio Calpurnio Pisón. Con sólo dieciocho años, resultó ser exactamente la clase de esposa que él necesitaba en aquel momento de su carrera. Igual que su padre, era alta y morena, una muchacha muy atractiva que poseía una calma y dignidad innatas que a César le recordaban a su madre, la cual era prima hermana de la abuela de Calpurnia, una Rutilia. Inteligente y muy instruida, enormemente agradable, nunca exigente, encajó en la vida de la domus publica con tanta facilidad como si hubiera estado allí siempre. De edad muy parecida a la de Julia, fue una compensación por haber perdido a ésta. En particular para César.

 

Éste, desde luego, la había tratado con gran experiencia. Una de las grandes desventajas de los matrimonios concertados, en particular de aquellos que se concertaban de una manera rápida, era el efecto que causaban en la nueva esposa. Calpurnia llegó a su marido como una desconocida, y como era una persona reservada, la timidez y la vergüenza construyeron un muro. Al comprender esto César se propuso demoler aquel muro. La trató de un modo muy parecido a como había tratado a Julia, con la diferencia de que ella era su esposa, no su hija. Le hacía el amor con ternura, con consideración y con alegría; los demás contactos que tenía con ella también eran tiernos, considerados y alegres.

 

Cuando su padre, que estaba encantado, le había dado la noticia de que iba a casarse con el cónsul senior y pontífice máximo, Calpurnia se había amedrentado. ¿Cómo iba a arreglárselas? ¡Pero él era tan agradable, tan considerado! Cada día le hacía un regalo de alguna clase, un brazalete o un pañuelo, unos pendientes, unas sandalias bonitas que él hubiera visto brillar en un puesto del mercado. Una vez, al pasar, le dejó caer en el regazo una cosa -aunque ella no sabía cuánta práctica tenía César en hacer eso-. La cosa se movía y luego emitió un pequeño maullido... ¡Oh, le había regalado un gatito! ¿Cómo sabía César que ella adoraba los gatos? ¿Cómo sabía él que su madre, la de Calpurnia, los odiaba y nunca le había permitido tener uno?

 

Calpurnia se llevó aquella bolita de pelo color naranja a la cara y, con los ojos brillando, sonrió radiante a su marido.

( C. McC. )


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