Aurelia
estaba rebosante de orgullo por él, naturalmente. Todos aquellos años habían valido
la pena. Allí estaba él, cuando le faltaban siete meses para cumplir cuarenta y
un años, y era cónsul senior del Senado y el pueblo de Roma. La Res
Publica. El espectro de las deudas se había desvanecido cuando César regresó a
casa de Hispania Ulterior con suficiente dinero en la parte del botín que le correspondía como para llegar a un acuerdo con sus acreedores que lo absolvió
de la ruina futura. Aquel querido hombrecito, Balbo, había estado trotando de
un despacho a otro armado con cubos de papeles y había negociado hasta
conseguir sacar a César de su endeudamiento. Qué extraordinario. A Aurelia no
se le hubiera pasado por la cabeza ni por un momento que César no habría
de devolver hasta el último sestercio del interés compuesto acumulado durante
años, pero Balbo sabía cómo hacer un trato. No quedaba nada para estar en
guardia por si a César le daba otro ataque de derroche despilfarrador, pero por
lo menos no debía dinero de gastos pertenecientes al pasado. Y, desde luego,
tenía unos ingresos respetables procedentes del Estado, además de una casa maravillosa.
Aurelia
rara vez se acordaba de su marido, que llevaba muerto veinticinco años. Había sido
pretor, pero no había llegado a ser cónsul. Esa corona en la generación del
marido de Aurelia había caído sobre su hermano mayor y sobre la otra rama de la
familia. ¿Quién podía haber sabido el peligro que existiría en inclinarse para
atarse una bota? Ni la impresión que producía un mensajero en la puerta
poniéndole a ella en las manos un horrible tarrito: las cenizas de su marido. Y
ella ni siquiera lo había visto muerto. Pero quizás si él hubiera vivido le
habría puesto frenos a César, aunque Aurelia había sido siempre consciente de
que su hijo no tenía freno alguno en su carácter. Cayo Julio, amadísimo esposo,
nuestro hijo es hoy cónsul senior, y establecerá un hito para los Julios
Césares que ningún otro Julio César ha establecido nunca. Y Sila, ¿qué habría pensado
Sila? El otro hombre de su vida, aunque nunca se habían acercado a la indiscreción
más que por un beso por encima de un cuenco lleno de uvas. ¡Cómo sufrí por él,
pobre hombre atormentado! Los echo de menos a los dos. Pero qué buena ha sido
la vida conmigo. Dos hijas bien casadas, nietos, y este... este dios que tengo
por hijo.
Pero
qué solo está. En otro tiempo yo esperaba que Cayo Matio, que ocupaba el otro apartamento
de la planta baja de mi ínsula, sería el amigo y confidente que le falta. Pero
César llegó demasiado lejos y demasiado de prisa. ¿Siempre hará lo mismo? ¿No
hay nadie a quien él pueda acudir como a un igual? Cómo rezo para que algún día
encuentre un amigo verdadero. Pero no en una esposa, ay. Nosotras, las mujeres,
no tenemos la amplitud de visión ni las experiencias en la vida pública que él
necesita en un verdadero amigo. Sin embargo, esa calumnia que han levantado
sobre él y el rey Nicomedes ha hecho que no admita en su intimidad a ningún
hombre, es demasiado consciente de lo que diría la gente. En todos estos años
no ha habido ningún otro rumor. Cualquiera diría que eso es prueba suficiente
de que no es cierto lo del rey Nicomedes. Pero en el Foro siempre hay algún
Bíbulo. Y mi hijo tiene ahí a Sila como un aviso. ¡No deseo una vejez como la
de Sila para César!
( C.
McC. )
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