Harta
de guerras civiles, de crisis económica y del exceso de legiones que hollaban
la península de arriba abajo, la
Asamblea centuriada votó una ley nombrando dictador a Lucio Cornelio Sila por
un período de tiempo indeterminado. Expuesta en el contio el día seis de
noviembre, la lex Valeria dictator legibus scribundis et rei publicae constituendae
se aprobó el día veintitrés de ese mismo mes. No especificaba el tiempo del
cargo y concedía virtualmente poderes ilimitados a Sila, sin que tuviera que responder
de ninguno de sus actos. Sila podía legislar lo que le viniera en gana.
Muchos
en Roma esperaban de él una actividad febril nada más publicarse su nombramiento
de dictador, pero no hizo nada hasta que el cargo fue ratificado tres nundinae
más tarde de acuerdo con la lex Caecilia Didia.
Tras
tomar por residencia la casa que había pertenecido a Cneo Domicio Ahenobarbo
(exiliado en Africa), Sila no hizo otra cosa que pasear constantemente por la
ciudad. Su casa había quedado totalmente destruida por el fuego cuando Cayo
Mario y Cinna tomaron Roma; caminó por el Germalus del Palatino para ver las
ruinas, hurgó displicentemente entre ellas y miró por encima del circo Máximo
hacia los plácidos relieves del Aventino.
A cualquier hora del día, desde el
amanecer hasta que anochecía, se le veía solo en el Foro, mirando el Capitolio,
la estatua gigantesca de Cayo Mario junto a los rostra o alguna otra de las
numerosas estatuas de Mario, la sede del Senado o el templo de Saturno.
Paseaba
por la orilla del Tíber desde el inmenso mercado de los Emilios en el puerto de
Roma hasta el Trigarium, donde nadaban los jóvenes. Caminaba desde el Foro
hasta cada una de las dieciséis puertas de Roma, y recorría las calles de
arriba abajo.
En
ningún momento mostró temor alguno por su vida ni requirió a ningún amigo para que
le acompañase, y menos aún se le ocurrió ir con un guardaespaldas. A veces
vestía la toga, pero casi siempre iba envuelto en una enorme capa más cómoda,
porque el invierno se anticipaba y prometía ser tan crudo como el anterior.
Algún día esplendoroso y de calor excepcional salía con la simple túnica,
dejando ver lo demacrado que estaba a pesar de que había sido un hombre de
buena constitución y estatura mediana, como bien recordaba la gente; pero se
había encogido, estaba encorvado y andaba como un octogenario. Siempre llevaba
aquella ridícula peluca, y como ya estaba curado de la erupción del rostro, volvía
a pintarse con stibium las canosas cejas y pestañas.
Una
vez concluido el intervalo de mercado para la ratificación del nombramiento de dictador,
los que habían sido testigos de su espantosa furia en el Senado, y no habían
sido objeto de ella, como Lépido, comenzaron a sentirse lo bastante tranquilos
como para comentar los paseos de aquel viejo con cierto desdén. La memoria es
olvidadiza.
( C. McC. )
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