"Doy gracias a Dios
—escribió Platón— por haber
nacido griego y no bárbaro, hombre
y no mujer, libre y no esclavo. Pero sobre todo le agradezco el
haber nacido en el siglo de Sócrates."
Sócrates es ante todo uno de los
rarísimos casos
de modestia premiada. Premiada
no por los contemporáneos,
que, al contrario, le condenaron a muerte, sino por la posteridad,
que ha reconocido la inmortalidad
de las obras que él no escribió porque fueron
sus discípulos
los que se tomaron ese trabajo. Los había, en torno suyo, de todas las
edades, condiciones e ideas:
desde el aristocrático y turbulento Alcibíades hasta el noble y compuesto
Platón; desde Critias el reaccionario
hasta Antístenes el
socialista, y por fin hasta
Arístipo el anarquista.
Cada uno de ellos vio y describió el maestro a su manera. Y Diógenes Laercio cuenta que, cuando leyó
la semblanza
que de él había escrito Platón, Sócrates exclamó:
«¡Caramba, cuántas mentiras ha contado sobre mí ese jovenzuelo»
Lo creemos, en
primer
lugar porque nadie —ni
el mismo Sócrates, que, sin embargo, fue el hombre que con más encarnizamiento
lo intentó— logra verse
a sí mismo, o por lo menos
verse como los demás le
ven; y, luego, porque cada retratista atribuye
a su personaje no sólo lo que ha dicho y
ha hecho sino también todo
lo que hubiese podido decir y
hacer, en coherencia consigo mismo. Breno, no pronunció seguramente la frase: Vae victis! entre otras
razones porque no sabía latín. Mas aquella frase, en
su boca, queda bien y le caracteriza. Las
buenas biografías están construidas
todas con anécdotas falsas
en su mayor parte. Lo
importante es que de tales frases
se deduzca un carácter verdadero.
Sócrates, que miraba mucho
dentro de sí, pero hablaba poco de ello, se definió como un «tábano».
Y lo fue, en un sentido
nobilísimo, pues con su manía de escrutar en
el fondo de
las almas y de las cosas
no dio paz a nadie, como se dice hoy. Su progeni-tor
había sido un modesto
escultor, acaso poco más
que
un picapedrero,
por bien que
después se le han
atribuido, no
sabemos con
qué
fundamento, las tres Gracias que se elevan junto a
la
entrada del Partenón. Aun cuando el hijo continuase a ratos perdidos el
oficio, volviendo de vez en cuando a
modelar el mármol o la piedra, sentíase
más próximo a la madre, que
había sido comadrona. «Pues
—decía medio en broma, medio
en serio— también yo
ayudo a parir a los demás: no hijos,
sino ideas.»
Ésta era de hecho su verdadera vocación y fue su única actividad
durante toda su vida. Nos es
fácil suponer que sus progenitores no estuvieron entusiasmados con
ello. Debieron confundir la repugnancia de
aquel chico para con la escuela y el trabajo
y su inagotable pasión de dar
vueltas por la plaza y
las calles escuchando lo que la gente decía, interrogándola,
aguijoneándola, con una forma de holgazanería
que no prometía nada bueno.
Y, ciertamente, no era éste el
mejor medio de labrarse una posición.
Pero el hecho es que Sócrates
no se inclinaba por una posición.
No era rico, pero tampoco pobre del todo,
pues a la muerte del padre heredó
de éste la casa y
setenta minas, algo así como cuatro millones de
liras, que confió a su amigo Critón para
que, las invir- tiese. Contaba vivir de la renta porque tenía escasas necesidades. Aristóseno
de
Tarento cuenta haber oído decir a su padre, que le conoció personalmente,
que
Sócrates era
un
ignorante borrachín cargado
de deudas y dado a los vicios. Efectivamente, la sola educación que había cuidado había
sido la militar y deportiva. Llamado a las armas cuando
la guerra del Peloponeso, se había mostrado
buen soldado, resistente, disciplinado
y valeroso. En la batalla de Potidea,
fue él quien salvó la vida
a Alcibíades, mas no lo dijo para no comprometer
la medalla al valor que había
sido concedida a su joven amigo. Y en
Delio, contra los espartanos, que además eran soldados no fáciles de domeñar,
fue el último de los atenienses que cedió
terreno. Debía de tener pasta de grognard y de alpino. Y
hasta
el busto que le representa, y
que
se halla en el museo de las
Termas en Roma, nos
sugiere la misma impresión.
No era ciertamente guapo, al menos en
el sentido griego de la palabra. La gruesa y larga nariz, los labios
carnosos, la frente pesada,
la mandíbula maciza nos hacen pensar
en ascendencias campesinas. Alcibíades, el descarado, le decía riendo: «No puedes negar,
Sócrates, que tu facha semeja
la de un sátiro.»
«Llevas razón, y además tengo
también la panza. Tendré
que ponerme a danzar para reducir sus proporciones.»
Es muy posible que el padre de Aristóseno hubiese inducido la gandulería de Sócrates de
su aspecto chabacano y del desaliño de
su persona. Iba siempre vestido, en invierno como en verano, con
el mismo quitón manchado y remendado.
Empinaba el codo a menudo y gustosamente. Y Xantipa, su mujer, decía
que no se lavaba.
Esta Xantipa ha pasado luego a la posteridad como la personificación
de la esposa quejicosa y murmuradora, exigente y asfixiante. Y es natural que así sea,
pues la biografía, es más, las biografías de Sócrates las escribieron
sus amigos y discípulos que la detestaban, y a quienes ella
detestaba porque se le llevaban al
marido. Efectivamente, Sócrates no se preocupaba mucho de la familia. No
entregaba un real
porque no lo ganaba, y estaba ausente de casa días y
noches. La pobre mujer llegó a tal extremo de exasperación, que presentó una denuncia contra él
por negligencia en sus deberes y le arrastró ante el tribunal. Sócrates,
en vez de defenderse a
sí mismo, la defendió a ella. Y
no sólo delante de los jueces, sino
también delante de sus indignados discípulos. Dijo
que, como esposa, tenía perfecta
razón, y que era una buena mujer, que hubiera merecido
un marido mejor que él. Pero,
una vez absuelto, reanudó sus
hábitos extradomésticos y
no siempre inocentes del todo.
Pues no se limitaba a frecuentar el
salón
intelectual de Aspasia,
sino también la casa de
Teodata, que era la más célebre prostituta
de Atenas. Todos le apreciaban
porque siempre estaba de
buen humor, no se ofendía
por nada, y decía las cosas más
abstrusas con las palabras
más sencillas. Tenderos y comerciantes le saludaban familiarmente cuando pasaba por
la calle, seguido por el cortejo
de sus discípulos. Se paraba ante los escaparates
y decía, maravillado:
«¡Fíjate cuántas cosas necesita
hoy día la Humanidad!» Hasta en las casas más
empingorotadas donde le invitaban
a comer, estaban habituados a sus
pies descalzos, pues entre las
cosas que él no necesitaba figuraban también
los zapatos.
No se sabe qué
escuelas había frecuentado:
tal vez ninguna.
Y si se llegase a descubrir que ni
siquiera aprendió a leer,
no me asombraría. Puesto
que, siendo de naturaleza
sedentaria, no había siquiera viajado, y su cultura
debió de ser exclusivamente
el fruto de meditaciones y de conversaciones con los intelectuales de su tiempo. Platón ha
descrito sus encuentros
con Hipias, con
Parménides, con
Protágoras y con muchos
otros filósofos de aquella época.
Probablemente no tuvieron jamás lugar.
Parece ser que, personalmente,
Sócrates solamente conoció a Zenón, en cuya dialéctica se apoyó algo. En
cuanto a Anaxágoras,
que con seguridad le influyó, tuvo contactos indirectos
con él a través de Arquelao
de Mileto, que fue discípulo
de Anaxágoras y maestro de Sócrates.
Por lo demás, el método que
Sócrates siguió excluye la consulta libresca.
Él se había propuesto dos
problemas fundamentales que ninguna
biblioteca ayuda a resolver; ¿Qué es el bien?. ¿Y cuál
es el régimen político
más adecuado para alcanzarlo?.
La fascinación de su enseñanza consistía en
esto:
que, en vez
de subir a la cátedra para
comunicar a
los
demás sus ideas,
declaraba no tenerlas
y rogaba a todos que le
ayudasen a
buscarlas. «Yo -decía- me
considero el más sabio
de los hombres porque
sé que no sé nada.».
Y de esta premisa,
que era a la par modesta e inmodesta,
partía todos los días a
la conquista de alguna verdad, haciendo preguntas en
vez de dar respuestas. Escuchaba
pacientemente las de sus alumnos y
luego comenzaba a poner objeciones: «Tú, Critón, que hablas
de virtud, ¿qué entiendes por
esta palabra?»
Sócrates no se cansaba nunca de
exigir conceptos precisos, formulaciones
claras. «¿Qué es esto?»,
era
su pregunta preferida, se hablase de lo
que fuere. Y
cada
definición la pasaba por la
criba de su ironía para mostrar su
falacia o que no era adecuada.
Era propiamente un incorregible «tábano»,
nacido para sacudir todas las
certidumbres de sus auditores
que
a menudo montaban en cólera y
se le rebelaban. «¡Por los dioses! —gritaba
Hipias—. Es muy fácil ironizar sobre las
respuestas ajenas sin
dar las propias. ¡Yo me
niego a decirte lo que entiendo por justicia, si no me dices antes qué entiendes tú!».
Aristófanes, más tarde, satirizó
en una comedia "Las
nubes", lo que él llamaba «la tienda del pensamiento», donde,
según él, se aprendía tan sólo
el arte de la paradoja, presentando a
un
discípulo de Sócrates
que
pega a su padre y después sostiene la legitimidad de su acto diciendo que
lo ha realizado para pagar
la deuda contraída cuando su
padre le había pegado a él.
«Deudas son deudas. Hay que devolver todo lo que se ha recibido.»
Platón cuenta que Sócrates resolvió, un día, invertir
los papeles
y ser él quien respondiera,
en vez de interrogar. Mas luego desistió, diciendo: «Tenéis razón al acusarme de suscitar dudas en vez de ofrecer certezas.
Pero, ¿qué queréis hacerle?. Soy
hijo
de una comadrona: habituado a hacer parir, no a procrear.».
Contaremos más adelante cómo y por qué le condenaron a muerte.
Dícese que, en parte, el responsable
fue Aristófanes por aquella comedia satírica suya.
Nos parece difícil porque la condena
fue dictada veinticuatro
años después de la primera
representación.
Sin embargo,
los motivos aducidos en el veredicto fueron
los que habían inspirado la comedia a Aristófanes. Sócrates,
para
inventar la
Filosofía, de la cual ha
sido el verdadero padre, tuvo necesidad
de afirmar el derecho a la duda, o sea
de sacudir toda
clase de fe. No creemos en absoluto que hubiese tenido como finalidad únicamente o, sobre todo, la democracia.
Creemos que también sometió la democracia a la crítica que le era habitual. De
su
«tienda»
salió de todo: un idealista como Platón, un lógico
como Aristóteles, un
escéptico como Euclides, un epicúreo
anticipado como Arístipo, un aventurero
de la política como
Alcibíades, y hasta un
general y profesor de historia
como Jenofonte. Es natural
que en un laboratorio
tan vasto se hubieran producido
venenos contra el régimen
democrático que hizo
posible su creación y su funcionamiento.
Sócrates, reconociendo en trance de
morir que la democracia tenía razón
al darle muerte, pronunció
un acto de fe democrático. Mas por ahora dejémosle
vivir, pasear y hablar por las calles y en la plaza
de su Atenas.
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