La democracia que Solón había introducido en Atenas se había articulado
en tres partidos, cuyas
luchas pronto demostraron cuan difícil es
practicarla. Había el de la «Llanura»,
conservador, o sea de derechas, donde iban a parar los latifundistas eupátridas,
o sea aristócratas. El de
la «Costa», porque estaba dominado por los ricos mercaderes y armadores y agrupaba la pequeña y alta burguesía.
Y por fin, había el partido de
la «Montaña», o
sea del proletariado urbano
y campesino. Un día el jefe de estos últimos se presentó en el Areópago, alzó un pico de
su toga, mostró una herida a los circunstantes diciendo que los
enemigos del pueblo se la habfan infligido con el propósito de asesinarle, y pidió que se le permitiera contratar
una banda de cincuenta hombres
armados para defenderse. La pretensión era revolucionaria, pues en aquella
ciudad sin ejército permanente ni
fuerzas de policía, la ley prohibía a todos tener una
guardia de corps privada,
con las que hubiera sido fácil a cualquiera imponerse sobre un pueblo inerme. Fue llamado Solón,
quien acudió. A pesar de ser viejo, comprendió
en seguida de lo que se trataba y previno a los circunstantes: «Escuchadme bien, atenienses: yo soy más sabio que muchos de vosotros, y más valeroso que muchos otros.
Soy más sabio que los
que no ven la malicia de este hombre y sus fines ocultos; y más valeroso que los que, aun viéndola, fingen no verla por evitarse líos y vivir en paz.» Y, notando que no le hacían caso, añadió, indignado: «Siempre sois iguales: cada uno de vosotros, individualmente, obra con la astucia de una zorra. Pero colectivamente sois una bandada de gansos.»
Al gran anciano, que veía en peligro toda su reforma le era
fácil comprender los planes de aquel tribuno, que se llamaba Pisístrato. Pues éste era primo suyo, y Solón había aprendido a medirle, desde pequeño, la sagacidad, la ambición y la falta de escrúpulos. Desgraciadamente, además de la «Montaña», Solón tenía también en
contra la «Llanura», dominada por aquellos aristócratas retrógrados y santurrones a los que él había suprimido el monopolio del poder. Apesadumbrado y desilusionado, se encerró en su casa, atrancando
la puerta en la que
colgó, como se usaba entonces,
las armas y el escudo, para significar que se retiraba de la política.
También
Pisístrato era aristócrata y
de familia rica. Pero había comprendido que la democracia, una vez instaurada, es irreversible y va siempre hacia la izquierda. Por lo que hacía tiempo que cifraba sus ambiciones en el proletariado, habiéndose
puesto al frente de él con ese espíritu demagógico
y ese cinismo que es lo que precisamente prefiere el proletariado. Su petición fue aprobada. Pisístrato,
en vez de cincuenta hombres, enroló y armó a cuatrocientos, se adueñó de la
Acrópolis, y proclamó
la dictadura. En nombre y para bien del pueblo, claro está,
como todas las dictaduras.
La «Costa», o sea las clases burguesas, que hasta aquel momento le habían apoyado, se asustaron, se coaligaron con la «Llanura», derribaron al tirano y le obligaron a huir. Pero Pisístrato volvió pronto al ataque. Heródoto cuenta
que un día del año 550, se pre- sentó a las puertas de
la capital un imponente carro con guirnaldas
de flores, en el cual sentábase majestilosamente una bellísima
mujer con las armas y el escudo
de Palas Atenea, protectora de la ciudad. Naturalmente,
la
acogieron con aplausos y hosannas. Y cuando los heraldos que precedían al vehículo anunciaron que la diosa había venido personalmente para restaurar a Pisístrato, el pueblo se inclinó. Y Pisístrato compareció al frente de sus hombres que habían permanecido ocultos entre el cortejo.
¿Fue la rabia de haberse dejado
engañar con una estratagema tan burda lo que impelió a los burgueses de la
«Costa», a coaligarse
con
los barones de la «Llanura» contra el dictador de ascendencia aristo- crática, pero de ideas progresistas?.
No se sabe. Sábese solamente
que la coalición se hizo y se llevó la mejor parte, volviendo a arrojar al exilio a Pisístrato. Pero éste no era hombre para aceptar la derrota. Tres años después del segundo derrocamiento, o sea en 546, hele aquí de nuevo con sus hombres a las puertas de una ciudad que, evidentemente, no había encontrado
de su gusto la restauración del antiguo régimen y que se
las abrió sin resistencia. Pisístrato
volvió a ser dictador, y siguió siéndolo, casi sin molestias, durante diecinueve años, o sea hasta su muerte.
Este
curioso y complejo personaje
parece creado aposta por la Historia para confundir las ideas a todos aquellos que creen tenerlas clarísimas y que, basándose
en ellas, han decidido que la democracia es siempre una fortuna, y que la dictadura
es siempre
una desgracia. Apenas se lo
volvieron a encontrar encima, todos sus enemigos —que seguían siendo muchos—
temblaron ante la idea de una purga. En cambio, Pisístrato, que durante la lucha había sabido dar la cara, en la victoria derrochó generosidad. Se desembarazó rápidamente,
confinándoles, tan sólo de aquellos
que se encarnizaban en
una aversión irreductible; mas para los demás hubo indulgencia plenaria. Todos esperaban que modificase la
Constitución de
Solón para dar una base jurídica al
propio poder personal; y, en cambio, los retoques fueron escasos y
superficiales. Nada de régimen policial, nada de denuncias, nada
de «leyes especiales», nada de «culto de la personalidad». Pisístrato quiso elecciones libres, aceptó a los arcontes que el voto popular designó y
se sometió al control del Senado y de la Asamblea.
Y cuando un particular le acusó de asesinato, se querelló simplemente ante un tribunal común. Ganó la causa
porque el adversario no se presentó. Pero la contumacia fue
sugerida
a ésta
por el conocimiento de sostener una tesis impopular. Pues la inmensa mayoría de atenienses, tras haberle hostigado y tenido por sospechoso
mucho tiempo, se habían vuelto sinceramente afectos a Pisístrato, que
poseía un arma formidable: la simpatía.
Le llamaban tirano, pero la palabra no tenía en aquellos tiempos el amenazador y peyorativo significado que
tiene en el nuestro.
Venía de tirra, que
quiere decir fortaleza, pero también era el nombre de la capital de Lidia, donde el rey Giges había establecido precisamente un
clásico régimen dictatorial.
El tirano Pisístrato era un hombre cordial que, eso sí, hacía lo que quería, pero después de haber convencido a
los demás de que lo que él quería era lo que ellos
que- rían también. Pocos eran los que lograban oponer argumentos a sus argumentos, y eso también porque él sabía exponerlos de la manera más persuasiva. Tenía eso que los franceses llaman charme, conocía el arte de aliñar los discursos sobre las materias más difíciles con anécdotas divertidas, de
atraerse a los oponentes sin
ofenderles, es más, fingiendo darles la razón, y exponía sus tesis con llaneza, sin engreimiento, haciéndolas comprensibles a todos. Y de estas cualidades se sirvió para llevar a cabo una obra fenomenal. Su reforma agraria fue tal, que el Ática no tuvo necesidad de otra durante siglos. El latifundio quedó destruido y en su lugar surgió una miríada de cultivadores directos que, sintiéndose propietarios, sentíanse también ciudadanos
y,
como tales, interesados en el destino de la patria. Su política fue «productivística» y de pleno empleo de la mano de obra, a través de grandes empresas de obras públicas
que absorbieron a los desocupados e hicieron de Atenas la verdadera capital de Grecia.
Hasta
aquel momento había sido de hecho una ciudad como muchas otras, de segundo plano con respecto a Mileto y Éfeso, mucho más desarrolladas desde el punto de vista comercial, cultural y arquitectónico, tanto,
que Homero apenas habla de ella. Pisístrato empezó por el puerto, fundando astilleros que pronto construyeron
las más modernas y poderosas naves de la época. Había comprendido
que el destino de
Atenas, circuida por áridas y pedregosas montañas por la parte de tierra, estaba
en el
mar. La iniciativa, además de conciliarle la burguesía de la «Costa», formada principalmente por armadores y mercaderes, le procuró el dinero para la reforma urbanística. Fueron sus geólogos
los que descubrieron,
en los
contornos, plata y mármol. Y fue con estos materiales que, en el lugar de las cabañas de adobe, se
elevaron los palacios, y en la Acrópolis, el viejo templo de Atenea fue embellecido con el famoso peristilo dórico. Pues Pisístrato, el hombre dé hierro, era además culto y de gustos refinados.
Y, en efecto una de las primeras
cosas que hizo apenas llegado al poder, fue instituir una comisión para la compilación y
ordenamiento de la Ilíada y de
la Odisea, que Homero había dejado desparramadas
en episodios fragmentarios confiados a la memoria oral del pueblo. Y hasta qué punto la comisión reuniera y
modificara también el texto, es difícil saberlo.
En
política exterior, Pisístrato no perdió de vista solamente
dos cosas: evitar la guerra, y dar a Atenas, sin que las demás ciudades se diesen cuenta, una posición de capital
moral sobre Grecia, en espera de convertirla en capital política. Lo consiguió,
a pesar de las molestias que causó a mucha gente con su flota omnipresente y entrometida y con las «colonias» que fundó un
poco en todas partes, en casa ajena, pero especialmente en los Dardanelos. Escultores, arquitectos y poetas acudieron a Atenas también porque reconocían en Pisístrato a un intelectual como ellos. Y los juegos «panhelénicos» que él instituyó en la ciudad se convirtieron
en motivo de encuentro no
sólo para los atletas, sino también para los hombres políticos de toda Grecia. Pero más lejos no se llegó. Celoso cada uno de la propia «patria chica»,
representada por una ciudad sola y sus aledaños, eran constitucionalmente
refractarios a concebir otra más grande.
Pisístrato
vio los inconvenientes, pero tuvo el buen sentido de no forzar con la
violencia una unidad antinatural. Como Renan, creía que una nación se funda por el deseo de sus habitantes de vivir juntos; y que cuando este deseo falta, no hay política que pueda sustituirlo. Fue un
gran hombre. Su dictadura, presentada como la negación de la Constitución de
Solón, le procuró
en cambio el medio de llevar a cabo su obra y de resistir a las pruebas posteriores. El tirano supo rehuir todas las tentaciones del poder absoluto, menos una: la de dejar el «cargo» en herencia a sus hijos Hipias e Hiparco. El amor paternal impidióle ver con su habitual claridad que los totalitarismos no tienen herederos
y que el suyo se justi- ficaba solamente como una excepción a la democracia, para
asegurar el orden y la estabilidad. Lástima.
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