Sejano era hijo de
Seyo Estrabón, un caballero de origen etrusco a quien se había confiado el mando
de la guardia pretoriana creada por Augusto, como cuerpo militar escogido
inmediato al emperador. Sejano había acompañado a Druso, el hijo de Tiberio, en
la sofocación de la revuelta del ejército del Danubio. Poco después fue
nombrado adjunto de la guardia pretoriana, al lado de su padre, y en 16 o 17 d.
C. prefecto único, cuando Seyo fue ascendido al más alto rango a que podía
aspirar un caballero, el gobierno de Egipto. La tradición considera, unánime, a
Sejano como una de las más siniestras figuras de la historia romana, y la
posterior investigación histórica no ha podido hacer mucho para reivindicarlo.
Su personalidad ha quedado como ejemplo de arribista ambicioso que, tras
ganarse la confianza sin reservas del soberano, logra un poder ilimitado e
irresponsable al servicio de su propio interés.
No conocemos los pormenores que elevaron a Sejano al
importante cargo de prefecto del pretorio, es decir, de responsable de la
seguridad del princeps y del mantenimiento de la ley y el orden en toda Italia.
Sin duda, sus dotes debían de ser estimables, y la confianza de Tiberio en su capacidad,
tan ciega que se dejó convencer para la concentración de las cohortes
pretorianas, creadas por Augusto y dispersas, en parte, fuera de Roma, en un
acuartelamiento dentro de la Urbe, los castra praetoria. Con ello, se hacía de
su comandante uno de los factores de poder más decisivos e imprevisibles del
principado. No es inverosímil que este poder, refrendado por continuas manifestaciones
de deferencia del emperador con su favorito, hicieran crecer en la mente de Sejano planes fantásticos que, aun en toda su
locura, fueron emprendidos con sistemática frialdad y determinación con la meta final del
trono.
Los planes de Sejano y su ejecución encuentran una fácil explicación
en la siempre débil edificación de la cuestión sucesoria, que ya antes había
procurado difíciles problemas a Augusto. Una vez muerto Germánico, hijo adoptivo
y presumible heredero de Tiberio por voluntad de Augusto, Druso, el propio hijo
del princeps, era el más cualificado aspirante al trono. Pero el destino
inferiría un fatal golpe a Tiberio cuando Druso, tras haber recibido la
potestad tribunicia, murió inesperadamente el año 22 d. C. Sólo ocho años más
tarde, se supo que Druso había muerto envenenado por su mujer, con la
complicidad de Sejano. Si bien Druso había dejado como descendencia dos
gemelos, de los que sólo sobrevivió uno, Tiberio Gemelo, su corta edad obligó
al emperador, en bien de la razón de estado, a volverse hacia los hijos de
Germánico, por más que conociera los sentimientos de animadversión de
Agripina, recomendando por ello a los dos mayores, Nerón y Druso, ante el
Senado. Las circunstancias no parecían tan desfavorables a los planes de Sejano
si lograba desembarazarse de los hijos de Agripina, siempre sospechosos a los
ojos de un emperador desconfiado, y fortificar su posición personal con su
inclusión en la familia imperial. El propio Tiberio había manifestado su
complacencia en dar por esposo a un miembro de su familia —el hijo del luego
emperador Claudio, sobrino de Tiberio— a la hija de Sejano, y el prefecto creyó
lograr para él mismo la mano de Livila, la viuda de Druso, el hijo de Tiberio,
a la que había convertido en su amante. Pero la meta más inmediata consistía en
profundizar al máximo el abismo entre el emperador y Agripina y su círculo.
Para ello, el omnipotente prefecto contaba con un arma de imprevisibles
posibilidades, la ley de maiestate y una tupida red de delatores o
informadores, susceptible de ser puesta en movimiento para sus propósitos. Y,
así, mientras involucraba en procesos de alta traición a los principales sostenedores
del partido de Agripina, provocaba los ánimos de sus hijos, Nerón y Druso, para
lanzarlos a actos irreparables que los pusieran en evidencia ante el emperador.
El poder de Sejano comenzó a aumentar sensiblemente desde
el año 24. Fue a partir de ese año cuando la demoníaca influencia del valido se
volcó en lograr la perdición de los más notorios partidarios de Germánico y
Agripina. Precedentemente habían tenido lugar algunos procesos de lesa
majestad, en los que Tiberio, en su papel de primus inter pares e impulsado por
su interés por las cuestiones jurídicas, había intervenido, las más de las
veces de forma desafortunada. El princeps protestaba de su actitud de no
injerencia una vez iniciado el proceso judicial, pero, de hecho, prodigaba
estas intervenciones, que, aunque en muchas ocasiones sólo buscaban un mayor
esclarecimiento de la verdad, resultaban arbitrarias al Senado. También ocurría
que, una vez cerrado y sentenciado el caso, concediese el perdón a los
acusados. Ello sólo podía redundar en una falta de entendimiento creciente
entre princeps y Senado, perjudicial para unas relaciones mutuas fluidas. En
todo caso, durante los primeros años de su reinado, no puede dudarse de la
rectitud de intenciones de Tiberio y una inclinación en los veredictos más del
lado de la clemencia que de la crueldad, incluso en los procesos de lesa majestad.
Pero, poco a poco, el emperador fue desinteresándose de la actividad judicial
del Senado, y con ello abrió la puerta a la nefasta influencia de su prefecto
del pretorio.
El primer y vergonzoso ejemplo de esta nueva línea procesal
trazada por Sejano fue el juicio contra un respetable senador, Cayo Silio. Como
comandante en jefe del ejército de Germanía Superior, Silio había colaborado
lealmente con Germánico y había ganado incluso los ornamenta triumphalia. Su
mujer, Sosia Gala, era también amiga de Agripina desde la época en que
Germánico mandaba los ejércitos del Rin. Sejano utilizó los oficios de uno de
sus incondicionales para acusar a Silio de extorsionar a los provinciales
durante su gobierno de la Galia y de haber sido cómplice de julio Sacrovir, uno
de los cabecillas de la revuelta que prendió en la provincia el año 21 d.C.
Como antes hiciera Pisón, y para sustraerse a la segura condena, Silio se dio
muerte. No obstante, su memoria fue condenada a la infamia, sus bienes
confiscados y su esposa conducida al exilio. A partir de esta condena, iban a
sucederse sin interrupción proceso tras proceso, en una cadena interminable, de
cuyo relato el propio Tácito pide disculpas a sus lectores:
"No ignoro que la mayor parte de los sucesos que he referido
y he de referir pueden parecer insignificantes y poco dignos de memoria; pero
es que nadie debe comparar nuestros Anales con la obra de quienes relataron la
antigua historia del pueblo romano… Mi tarea es angosta y sin gloria, porque la
paz se mantuvo inalterada o conoció leves perturbaciones, la vida política de
la Ciudad languidecía y el príncipe no tenía interés en dilatar el
imperio".
La acumulación de procesos a partir de esta fecha —Lucio
Calpurnio Pisón,Vibio Sereno, Cecilio Cornuto, Publio Suilio, Fonteyo Capitón,
Claudia Pulcra, y tantos otros—, tras los que podían adivinarse los manejos de
Sejano, era sólo uno de los aspectos de la sorda lucha por el poder a la que el
poderoso prefecto iba a dedicar todas sus energías, al margen de cualquier escrúpulo
o freno, por sagrado que fuera. Pero, al tiempo que iba haciendo desaparecer a
los personajes que podían estorbarle en sus ambiciosos propósitos, Sejano
trataba de arrancar de Tiberio su conformidad para el matrimonio con su amante,
Livila, una jugada maestra de la que esperaba conseguir pingües beneficios: un
fortalecimiento frente a su rival, Agripina, su propia inclusión en la familia
imperial y el control del hijo de Livila, Tiberio Gemelo. Si Tiberio pudo sospechar
las intenciones de su valido no es seguro; en todo caso, su respuesta fue negativa,
aunque adobada con amables palabras.
Es evidente que, para Sejano, la cercanía del princeps
resultaba un engorro en sus retorcidos planes. Y vino en su ayuda el propio carácter
de Tiberio, cuya reacción más inmediata ante la perplejidad producida en su
interior por circunstancias adversas había sido siempre replegarse sobre sí
mismo, aislándose del mundo exterior. Razones no le faltaban. Había fracasado
en su política de consenso con el Senado: si había creído poder ser el princeps
de una cámara de respetables representantes de la aristocracia, se encontraba
de hecho con un colectivo rastrero y servil, al que sólo cabía despreciar. El
emperador, ya de sesenta y siete años, se hallaba hastiado de un entorno que
repelía sus inclinaciones de misántropo. Además de amargado por la reciente pérdida
de su único hijo, Druso, en su círculo íntimo se veía obligado a soportar la
constante presencia de cuatro viudas: su madre y las esposas del hermano, del
hijo y del sobrino, Livia, Antonia, Livila y Agripina. A excepción de Antonia,
con quien mejor se entendía, las otras tres mujeres, ávidas de poder,
amenazaban con convertir en un infierno el palacio imperial, con sus rencillas
e intrigas en perpetua emulación. Eran razones más que suficientes para escapar
del asfixiante entorno, a las que Tácito añade un buen puñado más: el deseo de
quietud; la posibilidad de protegerse mejor de conjuras contra su vida; la
creciente intromisión de la madre, a la que quería evitar sin ofenderla; la
esperanza de que, en su ausencia, Agripina cediese en su odio, e incluso el
deseo de esconder a los demás su rostro, desfigurado por erupciones herpéticas.
Así fue madurando en el ya viejo Tiberio el proyecto de retirarse a la isla de
Capri para tratar de obtener la paz interior. El retiro lo hacía aún más fácil
la plena confianza de Tiberio en Sejano, al que convertía en su brazo ejecutor en Roma. Naturalmente,
ello significaba para el valido acceder al control de todos los actos de
gobierno del princeps, cuya voluntad podía manipular a través de sus exclusivas
—y naturalmente interesadas y sesgadas, cuando no falsas— informaciones.
No es fácil, a pesar de todo, explicar la ceguera de
Tiberio —una personalidad recelosa y suspicaz por naturaleza— por Sejano, si no
se considera el absoluto convencimiento del princeps de su fidelidad, tanto más
apreciada por quien, como él, siempre había adolecido de dificultades en la
comunicación con los demás, y a quien el ejercicio del poder, especialmente en el
entorno del Senado, había hecho especialmente sensible a las adulaciones y al
feroz afán de emulación de su entorno. Recientemente, un accidente había venido
a reforzar en Tiberio esta opinión. En un viaje por Campana, mientras comía
dentro de una gruta natural, la cueva de Sperlonga, cerca de Nápoles, en compañía
de un grupo de invitados, un desprendimiento de tierra hizo caer una lluvia de
piedras sobre los comensales, que huyeron despavoridos. Sejano se abalanzó para
proteger con su cuerpo el del emperador, salvándole la vida.
En consecuencia, con un exiguo acompañamiento de amigos
—filósofos y hombres de letras griegos y un jurista, Marco Coceyo Nerva, el
abuelo del futuro emperador—, Tiberio se retiró a la isla de Capri en el año 27
d.C. para buscar la paz en la soledad. Si bien el retiro no significó el abandono
de sus deberes de gobierno, el alejamiento voluntario de Roma, que debía ser definitivo,
dio pábulo a todos los rumores y desmoronó todavía más la ya escasa popularidad
del emperador. El retiro significó también un alejamiento del organismo con el
que el princeps había proclamado su voluntad de compartir las tareas de
gobierno, el Senado, obligado a comunicarse con él a través de mensajes
escritos, cuyos imprevisibles contenidos sólo podían crear una atmósfera de
perpetua incertidumbre y de humillante dependencia ante la caprichosa voluntad de un déspota inaccesible, mientras su favorito
desplegaba su influencia sin limitaciones en la capital. La muerte en el año 29 d.C. de
la anciana Livia, cuya influencia en el Estado como esposa de Augusto y madre
de su sucesor, Tiberio, con todos sus problemas y puntos oscuros, había
significado un factor de estabilidad política, eliminaba otro elemento más de
los que podían oponerse a los planes de Sejano.
El ambicioso prefecto podía concentrar ahora su energía en
la perdición de la casa de Germánico. La imprudente e irascible Agripina le iba a proporcionar
razones suficientes para acabar con ella. Un año antes de la marcha de Tiberio
había tenido lugar un proceso por adulterio y prácticas mágicas de Claudia
Pulcra, una prima de Agripina. La airada dama lo consideró como una persecución
directa contra su persona y se desahogó en improperios contra Tiberio. El refinamiento
de las perversas artes de Sejano en su propósito de deteriorar al máximo las relaciones
entre Tiberio y Agripina queda patente en esta anécdota transmitida por Tácito:
"Por lo demás, Sejano aprovechó el dolor y la imprudencia
de Agripina para golpearla más profundamente, enviándole a quienes, con
apariencia de ser sus amigos, la advirtieron de que se pretendía envenenarla y
que debía evitar la mesa de su suegro. Ella, que no sabía fingir, estando un
día sentada a su lado, se mantuvo rígida en su expresión y modo de hablar y no
tocó ah mento alguno, hasta que se dio cuenta Tiberio, casualmente o tal vez
porque ya había oído algo al respecto; para probarla más a fondo ofreció a su
nuera, alabándolas, unas frutas que se acababan de servir. Con esto crecieron
las sospechas de Agripina, y sin llevárselas a la boca se las pasó a los
esclavos. Sin embargo, Tiberio no le dijo nada a la cara, sino que volviéndose hacia
su madre le advirtió que no era para extrañarse si tomaba medidas algo severas
con la que lo acusaba de envenenamiento. De ahí surgió el rumor de que se
proponía perderla, y que el emperador, no atreviéndose a hacerlo abiertamente,
buscaba el secreto para llevarlo a término".
El eslabón más débil de la cadena parecía Nerón César.
Sejano le rodeó de espías y de falsos amigos que le exhortaban a verter
públicamente sus opiniones negativas sobre Tiberio para, a continuación,
comunicárselas al princeps. Una cadena de transmisión que partía de la mujer de
Nerón, Julia —hija de Druso y, por tanto, nieta de Tiberio—, hasta su madre,
Livila, alcanzaba de inmediato a Sejano, que, por otra parte, trataba de
dividir a la odiada familia, vertiendo infundios y sembrando la discordia y los
celos entre Nerón y su hermano, Druso César, también utilizado por el prefecto,
en su artero papel de amigo y consejero de la casa de Germánico, para espiar al
primogénito de éste.
En el año 28 d.C. le
tocó el turno, en un nuevo ataque indirecto, al caballero Ticio Sabino, contra
el que Sejano consiguió que fuera el propio Tiberio quien le inculpara por un
delito de conspiración contra su persona en beneficio de Nerón. Los detalles de
la preparación, en la que intervinieron cuatro senadores, que urdieron una
trampa al procesado para impulsarle a hablar, son dignos de una trama novelesca.
Los cuatro personajes aspiraban al consulado, y para lograrlo no tuvieron
escrúpulos en dejarse utilizar por Sejano. Uno de ellos, Latino Laciar, que
pasaba por amigo de Sabino, preparó el terreno provocando conversaciones en las
que vertía acusaciones contra Sejano e insultos contra Tiberio, que animaron a
Sabino, incautamente, a condescender con su interlocutor en las opiniones
expresadas contra los dos personajes. Y cuenta Tácito:
"Deliberaron los que ya nombré sobre el modo en que
tales declaraciones podrían hacerse audibles a varios. Pues al lugar en que se
reunían había que conservarle la apariencia de soledad, y si se colocaban
detrás de las puertas había posibilidad de temores, miradas, ruidos o de
sospechas fortuitas. Así que los tres senadores se metieron entre el techo y el
artesonado, escondrijo no menos torpe que detestable era su fraude, aplicando
sus orejas a los agujeros y rendijas. Entre tanto Laciar encontró en lugar público
a Sabino, y con el pretexto de contarle algo que acababa de saber, se lo llevó
a su casa y a su dormitorio, y le habló del pasado y del presente, de los que
tenía materia sobrada, acumulando sobre él nuevos terrores para el futuro. Lo
mismo hizo Sabino y durante más tiempo, porque las amarguras, una vez que salen
fuera, dificilmente se callan. Entonces se apresuraron a acusarlo y escribiendo
al César le contaron el desarrollo del fraude y su propio deshonor".
Sabino, tras el juicio, fue ejecutado. Y concluye Tácito:
"Los ciudadanos estaban más ansiosos y llenos de temor
que nunca, protegiéndose incluso de sus allegados; se evitaban los encuentros y
conversaciones, los oídos conocidos y los desconocidos; incluso se miraba
angustiado a las cosas mudas e inanimadas, a los techos y a las paredes".
El caso es también un ejemplo ilustrativo del desolador
panorama en que se debatía el colectivo senatorial. A lo largo de la república,
el canon de virtud de la aristocracia había sido el servicio al Estado a través
del cumplimiento de las correspondientes magistraturas y encargos públicos.
Ello había favorecido rivalidades internas entre sus miembros en una lucha competitiva,
guiada por un espíritu de emulación. Ahora era el emperador el dispensador de magistraturas
y cargos y, en consecuencia, la competencia horizontal cambió su dirección, de abajo
arriba, con el objetivo de lograr el favor imperial. Así fue difundiéndose un
nuevo comportamiento aristocrático, en el que, para obtener tal favor, no se
dudaba en recurrir a comportamientos odiosos y rastreros, basados en la adulación,
el servilismo, la intriga y las denuncias recíprocas. De este modo, las
inculpaciones en el ámbito de ofensas al emperador, tipificado en las leyes de
maiestate, podían convertirse para el denunciante en un medio de promoción,
para atraer la atención del princeps y hacerse acreedor del favor imperial por supuestos
servicios prestados en pro de su seguridad. Era también un medio de poder
eliminar a un rival peligroso y, no en último lugar, una fuente de recursos,
puesto que, de prosperar la condena, el denunciante recibía como recompensa una
parte del patrimonio del condenado. No puede extrañar que hubiera senadores, en
especial los recientemente aceptados en el estamento, que, para promocionar sus
carreras, recurrieran a estos odiosos métodos, eligiendo como víctimas, como es
lógico, a miembros de las viejas familias, a las que envidiaban por prestigio y
patrimonio. La consecuencia que podía esperarse de este comportamiento sólo
podía ser un proceso de autodestrucción, en el que, como en tantas ocasiones,
la eliminación de la mejor sustancia se compensaba con el aumento de
arribistas, faltos de escrúpulos, que conducían al colectivo a una progresiva
degradación.
La muerte de Livia, la madre del emperador, en el año 29,
significó para Sejano la desaparición de otro impedimento más en su obsesivo
propósito de destrucción de Agripina y su prole. Ya no eran necesarios los
ataques indirectos. El siniestro valido arrancó del viejo Tiberio una carta,
dirigida al Senado, en la que acusaba de forma genérica a Agripina de
comportamiento arrogante y rebelde y a su hijo Nerón «de amores con muchachos y
de falta de pudor». El Senado, perplejo, evitó pronunciarse abiertamente,
porque, aunque la carta contenía términos violentos, estaba redactada con la
característica ambigüedad de su autor. Fue el clamor popular el que resolvió el
callejón sin salida:
Al mismo tiempo, el pueblo, llevando imágenes de Agripina y
de Nerón, rodea la Curia y con augurios prósperos para el César grita que la
carta es falsa y que contra la voluntad del príncipe se pretende acabar con su
casa.
Sejano, viendo que la presa se escapaba, actuó de forma
todavía más expeditiva, volviendo contra las víctimas la protección popular de
la que habían sido objeto.
De ahí sacó Sejano una ira más violenta y ocasión para
inculpaciones: se había despreciado por el Senado el dolor del príncipe, el
pueblo se había dado a la sedición, ya se escuchaban y se leían arengas
revolucionarias y decretos del senado revolucionarios; ¿qué quedaba —decía— sino
que tomaran las armas y eligieran jefes y generales a aquellos cuyas imágenes
habían seguido como estandartes?
Tiberio, en consecuencia, repitió, ahora explícitamente, la
acusación —en este punto se interrumpe el relato de Tácito, del que se ha
perdido el resto del libro V, donde se narran estos hechos— y el Senado declaró
a Agripina y Nerón enemigos públicos.Agripina fue desterrada a la isla de
Pandataria; Nerón, a la de Ponza, donde terminaría suicidándose en el año 31
d.C. Tampoco Druso, el segundo hijo de Agripina, pudo escapar a las redes de
Sejano y, acusado de complot, fue retenido prisionero en los sótanos del
palacio imperial.
Sejano había logrado sus propósitos: eliminados los que
consideraba sus más peligrosos rivales, el mando de las cohortes pretorianas le
daba prácticamente el dominio de la Ciudad y la ilimitada confianza que Tiberio
le profesaba le permitía manipular cualquier información que llegara a sus
oídos para volverla de acuerdo con sus propios intereses. El propio Tiberio
había autorizado para su prefecto del pretorio honores extraordinarios —la
celebración pública de su natalicio, la veneración de estatuas de oro con sus
rasgos—, pero la culminación pareció llegar cuando el princeps anunció que
investiría, con él como colega, el consulado del año 31, con la promesa de
autorizar su matrimonio con Livila, la viuda de Druso, y de conferirle la
potestad tribunicia, lo que equivalia a una especie de corregencia. Y fue
entonces cuando llegó, de improviso y terrible, la caída.
Desgraciadamente, la pérdida de los pasajes
correspondientes de la narración de Tácito no permiten establecer la sucesión
cronológica de una serie de acontecimientos que iban a intervenir en esta
caída. Uno de ellos fue la muerte de Nerón César, precipitada por el siniestro
Sejano. Si, aún no satisfecho con las desgracias que ya había acarreado a la
casa de Germánico, pretendía todavía eliminar a Cayo, el último de los varones
que había escapado a su persecución, su plan iba a fallar. Al parecer, por
consejo de su abuela Antonia, la madre de Claudio y Germánico, con quien vivía,
Tiberio le llamó a su lado —para protegerlo de Sejano, contra el que ya se encontraba
advertido, o, simplemente, para intentar un acercamiento a su resobrino—, y
allí celebró con él la ceremonia de imposición de la toga virilis, que, según
la costumbre romana, señalaba el paso a la edad adulta. Si las advertencias de
Antonia habían hecho mella en el ánimo de Tiberio no lo sabemos, pero en la correspondencia con el
Senado se echaba de ver una velada animadversión contra el valido, en la
conocida línea de hacer imposible para los lectores adivinar sus verdaderos
sentimientos.
De acuerdo con lo prometido, Tiberio y Sejano iniciaron el
año 31 como cónsules, pero en mayo Tiberio renunció a la magistratura en favor
de un suffectus o suplente —un medio para que, al menos durante cierto tiempo
del año, otros senadores pudieran verse honrados con la máxima magistratura—,
lo que obligó a Sejano a dimitir también. Con frío cálculo, el princeps fue
preparando la trampa, mientras tomaba medidas contra cualquier contingencia
imprevista. Al parecer, no del todo seguro de lograr su propósito, había
dispuesto naves en el puerto para, en caso de fracaso y ante la previsible
reacción violenta del valido, marchar a pedir refugio entre los ejércitos
provinciales, en cuyo caso Druso, encarcelado en los sótanos de palacio, debía
ser liberado y presentado ante el pueblo. El plan era compartido por Nevio
Sertorio Macrón, nombrado secretamente nuevo prefecto del pretorio, y un grupo de
confidentes, y su puesta en escena estuvo en correspondencia con el carácter
tortuoso de Tiberio. El 18 de octubre del año 31 d.C. se leyó ante el Senado
una larga carta del princeps en la que, tras las confusas fórmulas de su
inicio, acusaba abiertamente a Sejano de planear un golpe contra su persona. El
prefecto, que esperaba escuchar la recomendación del princeps para la ansiada
potestad tribunicia, fue completamente cogido por sorpresa. Ese mismo día era
ejecutado, y su cadáver, arrastrado por las calles de Roma, fue arrojado al
Tíber. Todos sus hijos corrieron su misma suerte.
El trágico fin del favorito no iba a significar para
Tiberio sólo la amargura de un desengaño, sino un terrible impacto para su
quebrantado espíritu, cuando la esposa de Sejano, Apicata, de la que se había
divorciado, hizo llegar a manos de Tiberio, antes de suicidarse, un documento
en el que se descubría que Druso, el hijo del princeps, no había muerto de
muerte natural, sino envenenado por su propia esposa, Livila, amante de Sejano
e instigada por él. Fue su propia madre, Antonia, la encargada de castigar a la
adúltera, a la que dejó morir de hambre.
Como era de esperar, la muerte de Sejano desató en Roma una
auténtica caza de brujas contra verdaderos o supuestos colaboradores y amigos
del caído en desgracia. Según Tácito, Tiberio…
"[…] mandó que todos los que estaban en la cárcel
acusados de complicidad con Sejano fueran ejecutados. Podía verse por tierra
una inmensa carnicería: personas de ambos sexos, de toda edad, ilustres y
desconocidos, dispersos o amontonados. No se permitió a los parientes o amigos
acercarse ni llorarlos, y ni siquiera contemplarlos durante mucho tiempo, antes
bien se dispuso alrededor una guardia que, atenta al dolor de cada cual, seguía
a los cuerpos putrefactos mientras se los arrastraba al Tíber, donde si
flotaban o eran arrojados a la orilla no se dejaba a nadie quemarlos ni
tocarlos siquiera. La solidaridad de la condición humana había quedado cortada
por la fuerza del miedo y cuanto más crecía la saña, tanto más se ahuyentaba la
piedad".
El paso de Sejano por el poder dejó un rastro de desolación
imposible de remontar: la casa imperial mutilada; una aristocracia envilecida,
atenta a humillarse para sustraerse a cualquier sospecha; un princeps golpeado
en las fibras más íntimas de su ser, que incapaz de volver a confiarse a nadie,
acrecentó sus rasgos de misantropía; en fin, un nuevo prefecto del pretorio, Macrón,
todavía más corrupto y sanguinario que su predecesor.
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