Pensemos en esta Roma nuestra, Cicerón; en esta Roma de hoy
y no la de nuestros antepasados. Consideremos a los senadores, esos senadores
de sandalias rojas envueltos en sus majestuosas togas, los senadores de las
blancas literas, los blandos lechos y las blandas cortesanas, los senadores del
privilegio, el poder y el dinero de las ricas mansiones dentro de los muros de
Roma, las granjas en el campo, las villas en Capri y en Sicilia, los grandes
negocios aquí y en el extranjero, esos senadores que toman baños calientes
perfumados o duermen bajo los dedos aceitosos de los masajistas que cuidan de
sus cuerpos corrompidos, y que se cubren de joyas y enjoyan a sus queridas
antes de acudir a las orgías y banquetes, al teatro o a las exhibiciones
particulares de bailarinas desvergonzadas, cantantes, gladiadores, luchadores y
actores. ¡Sí, pensemos en ellos!.
Hubo un tiempo en que sus antepasados, de los que la mayoría
han heredado sus puestos, iban a pie a un tosco Senado construido de madera,
para indicar su humildad ante el poder del pueblo y sobre todo, su humildad
ante el poder de los dioses y de las leyes eternas. Y se sentaban, no en togas
bordadas o en cojines sobre asientos de mármol, sino en bancos de madera hechos
en casa y sus túnicas iban todavía manchadas por la inocente tierra o las
señales de sus laboriosos trabajos. El cónsul del pueblo no era más que ellos.
Cuando hablaban aquellos antiguos senadores, lo hacían con el acento de su
patria; hablaban con hombría, sabiduría, veracidad, justicia y orgullo. Eran
prudentes y desconfiaban de toda ley que no hubiera tenido su origen en las
leyes naturales del corazón de la nación.
¡Mira a sus herederos!. ¿Crees que ninguno de nuestros
modernos senadores cedería uno de sus pilares de su poder y la mitad de sus
fortunas para volver a llenar nuestro tesoro en bancarrota?. ¿Sus viles y
extravagantes queridas, las ambiciones de sus esposas, su aduladora clientela,
sus placeres ociosos y lascivos, su muchedumbre de esclavos y sus ricas
mansiones, una parte de sus negocios, para salvar a Roma y devolverle la talla
que tuvo en tiempo de sus padres?
Consideremos los censores, los tribunos del pueblo, los
políticos. ¿Hay hombres más vanos, brutales o criminales que los que gozan de
un poco de autoridad y pueden pavonearse ante los que los han elegido?. ¿Hay
nadie que pueda vanagloriarse de ser más ladrón que estos representantes del
pueblo, alguien que no venda su voto por el honor de sentarse a la mesa junto a
patricios o besar la mano de la fulana de un poderoso señor?. ¿Quién es más
traidor a un pueblo que quien jura que lo sirve?
¡Míralos!. ¿Crees que van a dejar de llenar sus arcas por
mucho que les grites que hay que salvar a Roma?. ¿Van a dejar sus cómodos
puestos de mando en nombre del pueblo y a servir a los ciudadanos que los
eligieron sin temor o favoritismo?. ¿Van a denunciar al Senado o van a exigir
que se respete la Constitución y se negarán a pasar ninguna ley que favorezca
sus intereses?. ¿Van a gritar antes ¡Libertad! que no ¡Privilegio!?. ¿Van a
exhortar al electorado a que practique de nuevo la virtud, la frugalidad y las
virtudes familiares y que no pidan a los tribunos más que cosas justas?. ¿Se
van a encarar con la plebe de Roma para decirle: "portaos como personas y
no como rebaño"?. ¿Encontrarías a uno sólo de éstos entre los
representantes del pueblo?.
Considera Cicerón a la clase media, esa clase a la que
representas. Los abogados, los médicos, los banqueros, los comerciantes, los
armadores y propietarios de buques, los inversionistas, los especuladores, los
hombres de negocios, los tenderos, los fabricantes, los importadores y los
proveedores. ¿Es que ellos, por propia voluntad, van a servir a Roma
gratuitamente durante un mes , cediendo sus beneficios e ingresos, de modo que
podamos ser de nuevo solventes?. ¿Van a atosigar a los senadores, patricios,
tribunos o al cónsul con peticiones de que se devuelva a Roma su antigua
grandeza y nobleza, y sobre todo, la paz?. ¿Van a renunciar a las ganancias
obtenidas durante la guerra?. ¿Es que alguno de nuestros abogados va a
encararse con nuestros legisladores censurándoles que lo que hacen es
anticonstitucional, una afrenta a un pueblo libre y que no deben hacer nada
ilegal?. ¿Es que alguno de tus colegas es capaz de alzar la vista de sus
librotes y basándose en las Doce Tablas de la Ley romana acusar a todos los que
las han violado y luchar para que sean expulsados del poder, aunque eso le
cueste la vida?. ¡Esos tipos obesos!. ¿Es que hay siquiera media docena, que
sin importarles la propia seguridad salgan de sus despachos y se vayan al Foro
para decir al pueblo el destino inevitable que aguarda a Roma, a menos que
vuelva a las antiguas virtudes y arroje del Senado a todos los individuos que
los han corrompido con el mismo poder que ellos les concedieron?
Cicerón, pensemos por un momento en la plebe maloliente y
políglota de Roma. Esa gente que tienen manchados sus rostros con sus propios
excrementos. ¡La plebe de Roma!. ¡Esa gentuza con gritos de gato y voz de
chacal!. ¡Esos villanos de las cloacas y las callejuelas que pintarrajean en
las paredes!. ¿El populacho atrevido e insolente!. ¡Esa bazofia entusiasta,
incontrolada e incontrolable que constituye los bajos fondos de nuestra ciudad
y de todas las naciones!. Si un hombre honrado les rogara que fueran
trabajadores, austeros y sinceramente religiosos, ¿crees que le dejarían
vivir?. Si un hombre les pidiera que dejaran de depender del gobierno para
alimentarse, cobijarse, vestirse y divertirse, ¿crees que le escucharían?. Si
un héroe les reprochara su pereza y su codicia, ¿qué le harían?. Seguramente lo
asesinarían o le gritarían hasta silenciarlo con sus aullidos.
Y ahora consideremos a los romanos chapados a la antigua,
hombres como tú, que siguen viviendo en esta ciudad y en su país. Son los
verdaderos herederos de todo aquello por lo que nuestros padres murieron.
Blasonan de que tienen soldados en sus familias, guerreros que cayeron muertos sobre
sus escudos en el campo de batalla. Hablan con orgullo de Horacio y de todos
los héroes de Roma y se consideran como ellos. Sus hogares están adornados con
viejas armas y trofeos de guerra y sus hijos llevan nombres altisonantes de
hombres que ahora yacen entre el polvo. Encontrarás hombres de esta clase por
todas partes, en todas las categorías sociales.
Pues bien, ¿podrías reunirme una docena de estos hombres y
pedirles que defendieran contigo el puente como Horacio y que dijeran a la
plebe: "¡silencio!" y a los senadores: "¡honor, ley y
justicia!" y a los individuos voraces de las casas de banca o de
préstamos: "durante un cierto tiempo entregad vuestros beneficios en
provecho de Roma"?. ¿Les dirían a los tribunos: "representadnos bien
o abandonad vuestros cargos"?. ¿Se atreverían a decirme a mi o a mis
generales: "marchaos, de modo que recuperemos nuestra libertad y la
vigencia de nuestras leyes"?. ¿Queda todavía una docena de tales romanos
chapados a la antigua que sean capaces de decir esto en voz alta y sacrificar sus
vidas, sus fortunas y su sagrado honor para volver a crear Roma a su imagen y
semejanza?. No creo que lo hicieran ya que esos descendientes de héroes se han
vuelto pusilámines y temen alzar la voz.
Pensemos en los granjeros que viven extramuros cultivando
las tierras. Durante muchos años han vendido sus cereales a los graneros del
gobierno, por lo fueron bien pagados. Ellos mismos pidieron que se alimentara
gratuitamente a los holgazanes. Los granjeros están contentos. ¿Qué les importa
a ellos que nuestro tesoro esté en bancarrota?
Y si uno les dijera: "granjeros romanos, la nación está
arruinada y se halla en peligro. Os ruego que renunciéis a las subvenciones que
hasta ahora os ha venido concediendo el gobierno, por vuestra propia voluntad,
en honor a Roma". ¿Crees que alzarían las manos en señal de voto
afirmativo?. Yo estoy convencido de que no se mostrarían de acuerdo.
¡Miráme, Cicerón!. ¡Soy un soldado, el dictador de Roma!.
Recuerda que estoy aquí, en esta casa, con todo este poder, no porque yo lo
quisiera ni lo hubiese soñado en mis fantasías.
Con sólo con que cien hombres respetables hubieran salido a
mi encuentro a las puertas de la ciudad para decirme: "depón las armas,
Sila y entra en la ciudad a pie y sólo como ciudadano romano", les habría
obedecido dándoles las gracias. Por encima de todo, soy un soldado veterano y
un viejo soldado respeta el valor y las antiguas leyes establecidas. Sin
embargo, no salieron cien hombres a desafiarme a las puertas o para ofrendar sus
vidas o sus espadas por la patria. No hubo siquiera cincuenta, ni veinte, ni
diez, ni cinco. ¡Es que no hubo ni uno!.
Si me fuera posible, ahora mismo, aunque eso me costara la
vida, trataría de empezar a hacer de Roma todo lo que fue. Una Roma con sus leyes,
sus virtudes, su fe, honestidad, justicia, caridad, virilidad, espíritu de
trabajo y sencillez. ¡Pero ya sabes que moriría en el empeño en vano!. Una
nación que se ha hundido en el abismo en que ahora se encuentra Roma, por su
propia voluntad, su torpeza, ambición y codicia, jamás sale de ese abismo.
Jamás pueden quitarse las manchas y señales de la lepra y el ciego no puede
recuperar la vista; los muertos no vuelven a levantarse.
Piensan que soy malo, la imagen de la dictadura. Soy lo que
el pueblo se merece. Mañana, moriré como todos morimos. ¡Pero te digo que me
sucederán otros peores!. Hay una ley que es más inexorable que todas las leyes
hechas por el Hombre. Es la ley de la muerte para las naciones corrompidas y
los esbirros de esta ley ya se agitan en las entrañas de la historia. Muchos de
los que viven hoy, jóvenes lujuriosos e impíos, se saldrán con la suya. Y por
eso decae Roma.
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