Mi querida, mi adoraba, mi
divina hermana Fabia se ha suicidado, al igual que Araneada, con un cordón de
seda. Pero ¡ay!, no es que ella hubiera incitado a Athena, sino a Eros. Con las
malas artes de éste profanó el sagrado fuego de Vesta y ya no fue digna de
vivir. ¿Quién ha sido su cómplice en tan abominable crimen? Aquel contra el que
tú siempre me estabas previniendo, querido esposo: ¡Lucio Sergio Catilina! Me
tiembla la mano y todo mi cuerpo se estremece. Tengo el corazón deshecho. Yo,
que era su hermana, no había sospechado tal horror y eso que me visitaba a
menudo y había visto su cara pálida, su expresión abstraída y que apretaba sus
labios descoloridos sin ganas de hablar. Pero ahora resulta que eso lo sabía
toda Roma desde hace meses. ¿Por qué no confió en mí? ¿Acaso no era yo para
ella como una madre? ¿Cómo iba a traicionarla? Murió porque comprendió que
había cometido el peor de los pecados.
Catilina fue detenido y
llevado ante los tribunales para ser juzgado. Tu amigo Julio César, ése del que
siempre has desconfiado, fue su abogado defensor en el proceso. Catilina fue
declarado inocente, gracias a la elocuencia de César, que juró que Catilina
jamás había puesto sus ojos en la vestal y gracias también al testimonio de
Aurelia, que juró que su esposo no había dejado de estar a su lado ni una sola
noche. Sin embargo, toda Roma sabe la verdad. ¿Quién vengará a Fabia, mi
paloma, mi dulce hermanita, que fue seducida por Catilina y ahora yace en una
sepultura desconocida y vergonzosa? Temo por su alma, ya que quebrantó el voto
de castidad y dejó que se apagara el fuego de Vesta. No puedo escribirte más,
porque las lágrimas velan mis ojos.
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