El primer campamento de Varo, por lo dilatado de su
perímetro y las medidas de su cuartel general, evidenciaba la presencia de tres
legiones. Después, por una empalizada semiderruida y una fosa poco profunda, se
intuía que allí se había asentado sus restos, ya destrozados. Y en el
descampado había huesos que blanqueaban, diseminados o amontonados, según hubieran
caído huyendo o resistiendo. Junto a ellos se encontraban trozos de flechas,
patas de caballo y cabezas clavadas en los troncos de los árboles; en los
bosques sagrados cercanos, en los altares bárbaros e los que habían sacrificado
a los tribunos y a los centuriones de los primeros órdenes. Los supervivientes
de aquel desastre, los que habían logrado escapar de la lucha o ser apresados,
iban refiriendo cómo cayeron los legados aquí, o cómo fueron robadas las águilas
allá, dónde asestaron a Varo su primera herida, dónde encontró la muerte, víctima
infeliz del golpe de su propia mano, desde qué tribunal arengó Arminio, cuántos
fueron los patíbulos para los prisioneros, cuántas las fosas y cómo él se mofó
de su arrogancia de las enseñas y de las águilas.
Y así aquel ejército romano, que se presentaba a los seis
años del desastre, iba sepultando los huesos de las tres legiones, sin que
nadie supiera si los restos que estaba dando a la tierra eran ajenos o eran de
los suyos... y dejándose llevar por un odio creciente contra el enemigo,
tristes e irritados a un tiempo.
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