Bien,
la lamentable historia va disipándose. Me gustaría poder deciros que Julilla ha
aprendido la lección, pero mucho lo dudo. Con los años, Cayo Mario, sabréis
también lo que son los tormentos y dilemas de la paternidad y ojalá pudiera
ofreceros el paliativo de deciros que aprenderéis por mis errores. Pero no es
así. Pues, del mismo modo que es distinto cada niño que nace en este mundo y
hay que tratarlo de forma distinta, también los padres son distintos. ¿En qué
nos equivocamos con Julilla? Sinceramente, no lo sé. Ni siquiera sé si nos equivocamos.
Quizá sea una falta innata, intrínseca. Estoy amargamente dolido, del mismo modo
que lo está la pobre Marcia, como se evidencia por su subsiguiente rechazo de
cuantos intentos de afecto y arrepentimiento muestra Júlilla. La niña sufre
profundamente, pero me he preguntado si debemos mostrarnos distantes de momento
y creo que sí. Nunca le faltó nuestro cariño pero nunca tuvimos ocasión de
someterla a disciplina y creo que para que escarmiente debe sufrir.
La
justicia me obligó a visitar a nuestro vecino Lucio Cornelio Sila y presentarle
una excusa colectiva, que es lo único que podemos hacer hasta que Julilla
mejore de aspecto y pueda pedirle perdón en persona. Aunque se negaba a ello,
insistí para que nos entregase las cartas de Julilla, y por una vez me valió mi
condición de paterfamilias. Luego hice que Julilla las quemase no sin antes
obligarla a que nos leyese a Marcia y a mí las necedades que había escrito.
¡Qué tremendo resulta tener que ser tan severo con alguien de la misma sangre
de uno! Pero mucho me temo que sólo con un escarmiento de esta índole podamos
llegar al corazón egoísta de Julilla.
Bien,
basta de Julilla. Cosas mucho más importantes están sucediendo. Quizá sea yo el
primero que envía las noticias a la provincia de Africa, pues me he prometido
que ésta salga mañana mismo en un barco rápido que zarpe de Puteoli. Marco
Junio Silano ha sufrido una desastrosa derrota frente a los germanos. Han
perecido treinta mil hombres y el resto se hallan tan desmoralizados, y sin un
mando firme, que se han desbandado en todas direcciones. Parece que a Silano no
le importe, o quizá sea más exacto decir que valora más su propia vida que
seguir al frente de sus tropas, pues fue él mismo quien trajo la noticia a
Roma, pero con una versión tan edulcorada, que evitó una manifestación pública
de indignación, y cuando se supo la verdad, el desastre ya había perdido
capacidad de impresionar a la gente. Naturalmente, lo que intenta es eludir la acusación
de traición, y creo que lo conseguirá. Si la comisión de Mamilio tuviera
poderes para juzgarle, se le podría declarar culpable, pero un juicio en la
Asamblea de las centurias, con sus reglamentos y procedimientos tan anticuados
y tantos jurados... La opinión que predomina es que no vale la pena iniciar el
proceso.
Bien,
es como si os oyera preguntar: ¿Qué hay de los germanos? ¿Invaden en tropel las
costas mediterráneas? ¿Huyen presa del pánico los habitantes de Massilia? No. ¿Querréis
creer que después de aniquilar al ejército de Silano no tardaron en volver
grupas y dirigirse al Norte? ¿Cómo se puede combatir con un enemigo tan
enigmático e imprevisible? Creedme, Cayo Mario, temblamos todos. Porque
volverán; más tarde o más temprano, pero parece que volverán. Y no disponemos
de mejores comandantes para hacerles frente, sólo hombres como Marco Junio
Silano. Como ya es habitual, las legiones de los aliados itálicos fueron las
que llevaron la peor parte, aunque también han perecido muchos soldados
romanos. El Senado tiene que atender una avalancha de quejas de los marsos y
los samnitas y de un sinnúmero de pueblos itálicos.
Concluiré
con algo más frívolo. En este momento sostenemos una hilarante pugna con
nuestro estimado censor Marco Emilio Escauro. El otro censor, Marco Livio
Druso, murió repentinamente hace tres semanas, lo cual puso abrupto fin al
lustrum de los censores y Escauro tendrá que abandonar el cargo. ¡Pero se
niega! Y ahí está lo gracioso. Nada más concluir el funeral de Druso, se reunió
el Senado e instó a Escauro a declinar sus tareas censoriales para cerrar
oficialmente el lustrum con la ceremonia habitual. Pero Escauro se negó,
diciendo que había sido elegido censor, que tenía en curso los contratos del
programa de obras públicas y que no podía dejarlo todo en tal coyuntura.
-¡Marco
Emilio, Marco Emilio, eso no te compete a ti! -le dijo Metelo Dalmático, pontífice
máximo-. La ley estipula que cuando muere el censor durante el desempeño de su cargo,
el lustrum ha acabado y su colega censor debe dimitir inmediatamente.
-No
me importa lo que diga la ley -replicó Escauro-. No puedo dimitir
inmediatamente y no voy a dimitir inmediatamente.
Le
ruegan y le imploran, le gritan y le razonan en vano. Escauro está decidido a
crear un precedente pisoteando la tradición y seguir siendo censor. Vuelven a
rogarle y a suplicarle, a gritarle y a razonarle, hasta que él pierde la
paciencia y estalló:
-¡Me meo en todos
vosotros! -les gritó, y siguió con sus contratos y proyectos.
Así
que el pontífice máximo Dalmático convocó otra reunión del Senado y le obligó a
dictar un consultum formal conminando a Escauro a la dimisión inmediata. Acudió
una comisión al Campo de Marte y allí dio con Escauro, sentado en el podio del
templo de Júpiter Stator, edificio que había elegido como despacho por hallarse
junto al Porticus Metelli, en donde tienen su sede casi todos los contratistas
de obras.
Bien,
como sabéis, yo no soy partidario de Escauro. Es tan astuto como Ulises y tan mentiroso
como Paris, pero me habría gustado que le hubierais visto apabullarlos. No sé
cómo un personaje tan feo, bajito y delgaducho como Escauro ha sido capaz de
eso. ¡Si ni si quiera le queda un pelo en la cabeza! Marcia dice que es por sus
hermosos ojos verdes, su voz, aún más hermosa, y su sentido del humor. Bien, lo
del sentido del humor lo admito, pero los encantos de su aparato visual y bucal
se me escapan. Marcia alega que soy un hombre típico, aunque no sé qué quiere
decir con esto; mi experiencia me dice que las mujeres siempre acaban
escudándose en comentarios así cuando se ven acorraladas por la lógica. Pero
debe también haber alguna extraña lógica a tal éxito. ¿Quién sabe?, a lo mejor
Marcia tiene razón.
Pues allí estaba aquel farsante,
en medio de la magnificencia del mejor templo de mármol de Roma y de las
espléndidas estatuas ecuestres de los generales de Alejandro Magno,
que Metelo Macedónico trajo como pillaje de la antigua capital macedónica de
Pela. Allí estaba él dominando el conjunto. ¿Cómo es posible que un enano
romano calvo haga sombra a los magníficos caballos de tamaño natural de Lisipo?
Os juro que siempre que veo a los generales de Alejandro de esas estatuas
espero que bajen del pedestal y echen a correr en esos corceles tan distintos
como lo era Tolomeo de Parménides.
Me
dejo llevar por la digresión. Volvamos a lo que decía. Cuando Escauro vio a la comisión,
hizo que se apartara aquella masa de contratistas y permaneció sentado como un palo
en su silla curul, con la toga perfectamente plisada y un pie adelantado en la
postura clásica.
-¿Y
bien? -dijo, dirigiéndose al pontífice máximo Dalmático, que había sido designado
portavoz.
-Marco
Emilio, el Senado ha dictado oficialmente un consultum ordenando la inmediata
dimisión de vuestra censoría -dijo éste, anonadado.
-No lo haré -contestó
Escauro.
-¡Debéis hacerlo!
-protestó Dalmático.
-¡No
debo hacer nada! -replicó Escauro, volviéndoles el hombro y atendiendo de nuevo
a los contratistas-. ¿Dónde estábamos antes de que se me interrumpiera tan groseramente?
-¡Por favor, Marco
Emilio! -insistió Dalmático.
-¡Me
meo en todos vosotros! ¡Me meo, me meo, me meo! -fue la única respuesta a sus
pontificales requerimientos.
Una
vez que el Senado hizo cuanto podía, el asunto pasó a la Asamblea del pueblo, con
lo que revertía a la plebe algo que no se debía a su iniciativa, dado que quien
elige a los censores es la Asamblea de las centurias. Así, la Asamblea de la
plebe no celebró reunión alguna para tratar de la actitud de Escauro, sino que
remitió el asunto al Colegio de Tribunos como última encomienda de su año en el
cargo, instándole a que cesaran del cargo como fuese a Marco Emilio Escauro.
Así
pues, ayer, noveno día de diciembre, los tribunos de la plebe se dirigieron al templo
de Júpiter Stator encabezados por Cayo Mamilio Limetano.
-Me
envía el pueblo de Roma, Marco Emilio, para cesaros en vuestro cargo de censor
-dijo Mamilio.
-Cayo
Mamilio, como no he sido elegido por el pueblo, el pueblo no puede cesarme - replicó
Escauro con su brillante cráneo reluciendo al sol como una manzana invernal.
-No
obstante, Marco Emilio, el pueblo es soberano y el pueblo dice que cedáis - insistió
Mamilio.
-¡No voy a ceder! -le
contestó Escauro.
-En
ese caso, Marco Emilio, estoy autorizado por el pueblo para arrestaros y encarcelaros
hasta que dimitáis oficialmente -le replicó Mamilio.
-¡Ponedme
la mano encima, Cayo Mamilio, y chillaréis con la voz de soprano que teníais de
jovencito! -le dijo Escauro.
Ante
lo cual, Mamilio se volvió hacia la multitud que, como es natural, se había apiñado
para ver el espectáculo, y gritó:
-¡Pueblo
de Roma, os pongo por testigo de que doy mi veto a toda actividad censorial de
Marco Emilio Escauro!
Y ahí
acabó la cosa, por supuesto. Escauro enrolló sus contratos, entregó las cosas a
sus escribas, su esclavo plegó la silla de marfil y él dirigió varias
reverencias ante los aplausos de la multitud, a quien no hay nada que más le
encante que un enfrentamiento entre magistrados, y además adora profundamente a
Escauro por tener esa clase de coraje que todo romano admira en sus
magistrados. Luego descendió la escalinata del templo, propinó de pasada una
palmadita al caballo de Perdica, dio el brazo a Mamilio y salió de escena con
los laureles.
Pronto
sabréis, si es que no os ha llegado la noticia, que el Senado ha prorrogado el mando
de Quinto Cecilio en la provincia africana y al frente de la guerra contra
Yugurta. Estoy seguro de que no os sorprenderá lo más mínimo. Y espero que, una
vez sorteado ese gran obstáculo, Quinto Cecilio incrementará la actividad
bélica, ya que una vez que el Senado prorroga el mando de un gobernador, éste
puede estar seguro de que lo conservará hasta que él mismo considere concluso
el peligro de su provincia. Es una artera táctica para no hacer nada hasta que
vence el año del consulado y se concede el imperium proconsular.
Aunque,
ciertamente, coincido con lo que decís de que vuestro general se ha mostrado
enormemente tardo en no iniciar la campaña hasta casi finales de verano,
teniendo en cuenta que llegó a principios de primavera. Sus despachos decían
que el ejército necesitaba un buen entrenamiento y el Senado los dio por
buenos. Y es cierto; no acabo de entender porqué os encomendó el mando de la
caballería, siendo vos de infanteria; del mismo modo que me parece que malgasta
la valía de Publio Rutilio utilizándolo de praefectus fabrum, cuando estaría
mejor en el campo de batalla que yendo de un lado para otro ocupándose de las columnas
de abastecimiento y de la artillería. Pero es prerrogativa del general emplear
a sus hombres como desee, desde los legados mayores hasta los soldados
auxiliares.
Roma recibió encantada la
noticia de la toma de Vaga, aunque veo que en vuestra carta decís que la ciudad
se rindió. Ah, os ruego me perdonéis por salir en defensa de Quinto Cecilio.
No sé por qué os indigna tanto que haya nombrado a su amigo Turpilio comandante
de la guarnición de Vaga. ¿Qué importancia tiene?
Me ha
causado mucha más impresión vuestra versión de la batalla del río Mutul que el
informe del despacho de Quinto Cecilio, lo que algo os consolará por mi
escepticismo y os servirá de testimonio de que sigo estando de vuestro lado.
Estoy convencido de que tenéis razón en decirle a Quinto Cecilio que el mejor método
para ganar la guerra contra Numidia es capturar a Yugurta, pues, igual que vos,
yo le considero el crisol de la resistencia.
Acabaré
con otra noticia del Foro. Debido a la derrota del ejército de Silano en la Galia
Transalpina, el Senado ha anulado una de las últimas leyes de Cayo Graco, la
que limitaba el número de veces que uno puede alistarse. Ahora ya no se
requiere tener diecisiete años, estar diez años en filas para quedar exento de
levas, ni haber hecho seis campañas para estar totalmente exento. Signo de los
tiempos. Tanto Roma como Italia se van quedando sin tropas para las legiones.
Cuidaos
y escribid tan pronto como mis leves intentos como valedor de Quinto Cecilio se
hayan disipado y os permitan pensar en mi con afecto. Sigo siendo vuestro
suegro y sigo apreciándoos mucho.
( C. McC. )
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