jueves, 4 de diciembre de 2014

SEMBLANTE DE LUCIO CORNELIO SILA


 
A Lucio Cornelio Sila no había ningún pintor clandestino de muros que supiera representarle con igual exactitud. Sin la magia del color, Sila habría sido uno más de los miles de hombres bien parecidos. Su rostro bien formado y los uniformes rasgos le conferían una romanidad a la que nunca podría aspirar Cayo Mario. En cambio, con color, aquel rostro era único. Con sus cuarenta y dos años, no mostraba signo alguno de estar perdiendo el cabello ¡y qué cabello! No era rojo ni dorado. Era espeso y ondulado, aunque quizá lo llevara un poco largo. Los ojos parecían hielo de glaciar, de un azul sumamente pálido, circundado de otro azul oscuro como un nubarrón. Aquella noche, sus cejas delgadas y curvadas eran marrones, igual que sus largas y pobladas pestañas. Pero Publio Rutilio Rufo le había visto en circunstancias más apremiantes y sabía que aquella noche, como solía hacer a menudo, se las había pintado con stibium; en realidad, las cejas y las pestañas de Sila eran tan rubias, que sólo destacaban por la palidez de su piel, casi blanca.

 

Las mujeres perdían la cordura, la virtud y el juicio por Sila. Prescindían de la más elemental prudencia, ofendiendo a esposos, padres y hermanos con risitas y cuchicheos a poco que, al pasar por su lado, les dirigiera una mirada. ¡Un hombre capaz e inteligente! Y un soldado inmejorable, además de un hábil administrador, valiente como el que más y casi perfecto en asuntos de organización propia y ajena. Pero las mujeres eran su ruina. O eso pensaba Publio Rutilio Rufo, cuyo rostro agradable pero corriente y su tez pardusca de lo más corriente le hacían anodino entre millones de compatriotas. No es que Sila fuese un conquistador ni un ladrón de corazones, porque, por lo que a Rutilio Rufo le constaba, obraba con admirable rectitud, pero no cabía duda de que un hombre que ansiaba llegar a la cúspide de la política tenía mayores posibilidades de alcanzarla si no tenía un rostro como Apolo; porque los hombres que resultaban muy atractivos para las mujeres no inspiraban confianza a sus iguales, que los juzgaban de poco fuste, afeminados o mujeriegos.


( C. McC. )


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