A
Lucio Cornelio Sila no había ningún pintor clandestino de muros que supiera
representarle con igual exactitud. Sin la magia del color, Sila habría sido uno
más de los miles
de hombres bien parecidos. Su rostro bien formado y los uniformes rasgos le conferían
una romanidad a la que nunca podría aspirar Cayo Mario. En cambio, con color,
aquel rostro era único. Con sus cuarenta y dos años, no mostraba signo alguno
de estar perdiendo el cabello ¡y qué cabello! No era rojo ni dorado. Era espeso
y ondulado, aunque quizá lo llevara un poco largo. Los ojos parecían hielo de
glaciar, de un azul sumamente pálido, circundado de otro azul oscuro como un nubarrón.
Aquella noche, sus cejas delgadas y curvadas eran marrones, igual que sus
largas y pobladas pestañas. Pero Publio Rutilio Rufo le había visto en
circunstancias más apremiantes y sabía que aquella noche, como solía hacer a
menudo, se las había pintado con stibium; en realidad, las cejas y las
pestañas de Sila eran tan rubias, que sólo destacaban por la palidez de su piel,
casi blanca.
Las
mujeres perdían la cordura, la virtud y el juicio por Sila. Prescindían de la
más elemental prudencia, ofendiendo a esposos, padres y hermanos con risitas y
cuchicheos a poco que, al pasar por su lado, les dirigiera una mirada. ¡Un
hombre capaz e inteligente! Y un soldado inmejorable, además de un hábil
administrador, valiente como el que más y casi perfecto en asuntos de
organización propia y ajena. Pero las mujeres eran su ruina. O eso pensaba
Publio Rutilio Rufo, cuyo rostro agradable pero corriente y su tez pardusca de
lo más corriente le hacían anodino entre millones de compatriotas. No es que
Sila fuese un conquistador ni un ladrón de corazones, porque, por lo que a
Rutilio Rufo le constaba, obraba con admirable rectitud, pero no cabía duda de
que un hombre que ansiaba llegar a la cúspide de la política tenía mayores posibilidades
de alcanzarla si no tenía un rostro como Apolo; porque los hombres que
resultaban muy atractivos para las mujeres no inspiraban confianza a sus
iguales, que los juzgaban de poco fuste, afeminados o mujeriegos.
( C.
McC. )
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