César
había oído la tormenta, la primera de la estación equinoccial con sus fuertes vientos
y sus torrenciales lluvias, y salió al peristilo principal para contemplar el fantástico
zigzaguear de los rayos entre las nubes y escuchar el ruido de los truenos
mientras la tormenta se situaba justo sobre Roma. Cuando empezó a llover a
mares, se retiró a su habitación, se acostó y disfrutó de sus cuatro preciosas
horas de sueño tranquilo y profundo. Dos horas antes del amanecer, la tormenta
había pasado, estaba otra vez despierto y el primer turno de secretarios y
escribas llegaba para cumplir con sus obligaciones. Al alba Trogo le llevó
crujiente pan recién hecho, un poco de aceite de oliva y su habitual bebida
caliente (en esa época del año zumo de limón, mucho más agradable que el vinagre,
sobre todo ahora que Hapd'efan'e insistía en endulzarlo con miel).
Se
encontraba bien, renovado, contento de ver que su temporada en Roma por fin
llegaba a su final.
Cuando
terminaba el desayuno entró Calpurnia, con las negras ojeras propias de la fatiga.
César se levantó en el acto y fue a saludarla con un beso. Luego, poniéndole la
mano bajo la barbilla, la miró a la cara con semblante preocupado.
-¿Qué
ocurre, querida? ¿Te asustó la tormenta?
-No,
César, me asustó un sueño -contestó ella, y le agarró el brazo con inquietud.
-¿Un mal sueño?
-¡Un
sueño horrible! Vi que unos hombres te rodeaban y te mataban a puñaladas.
-Edepol!
-exclamó, sintiendo cierta impotencia. ¿Cómo calmaba uno a una esposa preocupada?-.
Era sólo un sueño, Calpurnia.
-¡Pero
tan real! -puntualizó ella-. En el Senado, pero no en la Curia Ostilia, sino en
la Curia de Pompeyo, porque ocurría cerca de su estatua. Por favor, César, no
vayas a la asamblea de hoy.
César
le separó las manos y se las cogió.
-Debo
ir, querida. Hoy abandono el cargo de cónsul; es el final de mi cometido
oficial en Roma.
-¡No!
Por favor, no vayas. ¡Ha sido un sueño tan vívido!
-En
ese caso te agradezco la advertencia, y procuraré no ser apuñalado en la Curia
de Pompeyo -dijo él con amabilidad pero con firmeza.
Entró
Trogo llevándole su toga trabea. Vestido ya con la túnica de rayas
carmesí y púrpura, con los altos coturnos rojos calzados, César permaneció
inmóvil mientras Trogo lo envolvía con la enorme prenda, disponiéndola en
pliegues sobre el hombro izquierdo de modo que no se le cayera al moverse.
¡Qué
magnífico aspecto!, pensó Calpurnia. El púrpura y el rojo le favorecen más que
el blanco.
-¿Qué
has de hacer en tu calidad de pontífice máximo? -preguntó-. ¿No puedes utilizar
eso como pretexto?
-No,
no puedo -dijo él, un tanto exasperado-. Son los idus, un breve sacrificio.
Y
salió rara unirse a la procesión que esperaba en la Sacra Via. Inspeccionó rápidamente
las ovejas y se fue cuesta abajo hacia la parte inferior del Foro y el Arx del
capitolio.
Al
cabo de una hora volvió para cambiarse, descubriendo con alivio que el salón de
recepción estaba abarrotado de asiduos, algunos de los cuales tendría que ver
antes de iniciar su ronda. Encontró a Décimo Bruto en su estudio, charlando con
Calpurnia.
-Espero
-dijo César, entrando con su toga orlada de púrpura que hayas convencido a mi esposa
de que hoy mi vida no corre peligro.
-Eso
he intentado, pero no sé si lo he conseguido -respondió Décimo que, sentado en
el borde
de la mesa de malaquita de César, apoyaba en ella las palmas de las manos y
tenía los tobillos cruzados en actitud informal.
-Debo
ver a unos cincuenta adeptos, pero a ninguno de ellos durante mucho rato y a ninguno
en privado. Lo digo por si deseas quedarte. ¿Qué te trae por aquí en un día tan
soleado y a hora tan temprana?
-He
pensado que quizá visitarías a Calvino camino del Senado, y me gustaría verlo
-dijo Décimo tranquilamente-. Si aparezco allí yo solo, es probable que me
rechace. Pero si aparezco contigo, no podrá rechazarme.
-Muy
astuto. -César se rió. Miró a Calpurnia enarcando las cejas-. Gracias, querida,
tengo trabajo.
-Décimo,
cuida de él -rogó ella desde la puerta.
Décimo
le dirigió una amplia sonrisa, una sonrisa reconfortante.
-No te preocupes, Calpurnia, te prometo que cuidaré de él.
( C. McC. )
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