martes, 9 de diciembre de 2014

LA TERRIBLE PESADILLA DE CALPURNIA PISONIS, ESPOSA DEL DICTADOR CAYO JULIO CÉSAR


 

César había oído la tormenta, la primera de la estación equinoccial con sus fuertes vientos y sus torrenciales lluvias, y salió al peristilo principal para contemplar el fantástico zigzaguear de los rayos entre las nubes y escuchar el ruido de los truenos mientras la tormenta se situaba justo sobre Roma. Cuando empezó a llover a mares, se retiró a su habitación, se acostó y disfrutó de sus cuatro preciosas horas de sueño tranquilo y profundo. Dos horas antes del amanecer, la tormenta había pasado, estaba otra vez despierto y el primer turno de secretarios y escribas llegaba para cumplir con sus obligaciones. Al alba Trogo le llevó crujiente pan recién hecho, un poco de aceite de oliva y su habitual bebida caliente (en esa época del año zumo de limón, mucho más agradable que el vinagre, sobre todo ahora que Hapd'efan'e insistía en endulzarlo con miel).

Se encontraba bien, renovado, contento de ver que su temporada en Roma por fin llegaba a su final.

Cuando terminaba el desayuno entró Calpurnia, con las negras ojeras propias de la fatiga. César se levantó en el acto y fue a saludarla con un beso. Luego, poniéndole la mano bajo la barbilla, la miró a la cara con semblante preocupado.

-¿Qué ocurre, querida? ¿Te asustó la tormenta?

-No, César, me asustó un sueño -contestó ella, y le agarró el brazo con inquietud.

-¿Un mal sueño?

 Ella se estremeció.

-¡Un sueño horrible! Vi que unos hombres te rodeaban y te mataban a puñaladas.

 

-Edepol! -exclamó, sintiendo cierta impotencia. ¿Cómo calmaba uno a una esposa preocupada?-. Era sólo un sueño, Calpurnia.

-¡Pero tan real! -puntualizó ella-. En el Senado, pero no en la Curia Ostilia, sino en la Curia de Pompeyo, porque ocurría cerca de su estatua. Por favor, César, no vayas a la asamblea de hoy.

César le separó las manos y se las cogió.

-Debo ir, querida. Hoy abandono el cargo de cónsul; es el final de mi cometido oficial en Roma.

-¡No! Por favor, no vayas. ¡Ha sido un sueño tan vívido!

 

-En ese caso te agradezco la advertencia, y procuraré no ser apuñalado en la Curia de Pompeyo -dijo él con amabilidad pero con firmeza.

Entró Trogo llevándole su toga trabea. Vestido ya con la túnica de rayas carmesí y púrpura, con los altos coturnos rojos calzados, César permaneció inmóvil mientras Trogo lo envolvía con la enorme prenda, disponiéndola en pliegues sobre el hombro izquierdo de modo que no se le cayera al moverse.

¡Qué magnífico aspecto!, pensó Calpurnia. El púrpura y el rojo le favorecen más que el blanco.

-¿Qué has de hacer en tu calidad de pontífice máximo? -preguntó-. ¿No puedes utilizar eso como pretexto?

-No, no puedo -dijo él, un tanto exasperado-. Son los idus, un breve sacrificio.

 

Y salió rara unirse a la procesión que esperaba en la Sacra Via. Inspeccionó rápidamente las ovejas y se fue cuesta abajo hacia la parte inferior del Foro y el Arx del capitolio.

Al cabo de una hora volvió para cambiarse, descubriendo con alivio que el salón de recepción estaba abarrotado de asiduos, algunos de los cuales tendría que ver antes de iniciar su ronda. Encontró a Décimo Bruto en su estudio, charlando con Calpurnia.

-Espero -dijo César, entrando con su toga orlada de púrpura que hayas convencido a mi esposa de que hoy mi vida no corre peligro.

-Eso he intentado, pero no sé si lo he conseguido -respondió Décimo que, sentado en el borde de la mesa de malaquita de César, apoyaba en ella las palmas de las manos y tenía los tobillos cruzados en actitud informal.

 

-Debo ver a unos cincuenta adeptos, pero a ninguno de ellos durante mucho rato y a ninguno en privado. Lo digo por si deseas quedarte. ¿Qué te trae por aquí en un día tan soleado y a hora tan temprana?

-He pensado que quizá visitarías a Calvino camino del Senado, y me gustaría verlo -dijo Décimo tranquilamente-. Si aparezco allí yo solo, es probable que me rechace. Pero si aparezco contigo, no podrá rechazarme.

-Muy astuto. -César se rió. Miró a Calpurnia enarcando las cejas-. Gracias, querida, tengo trabajo.

-Décimo, cuida de él -rogó ella desde la puerta.

Décimo le dirigió una amplia sonrisa, una sonrisa reconfortante.
-No te preocupes, Calpurnia, te prometo que cuidaré de él.


( C. McC. )


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