domingo, 11 de noviembre de 2018

DISCURSO-ELOGIO DE OCTAVIO AUGUSTO A LOS ROMANOS CASADOS



Sois muy pocos, en comparación con la enorme población de la ciudad. Sois mucho menos numerosos que estos otros conciudadanos que no aceptan cumplir con ninguno de sus deberes sociales naturales. Pero por este motivo os alabo mucho más, y os estoy doblemente agradecido por haberos mostrado obedientes a mis deseos y por haber hecho lo posible para dar brazos al Estado. Al principio no éramos más que un puñado, pero cuando comenzamos a casarnos y engendramos hijos llegamos a competir con los Estados vecinos, no sólo en la virilidad de nuestros ciudadanos, sino también en las dimensiones de nuestra población. Esto tenemos que recordarlo siempre. Debemos consolar a la parte moral de nuestra naturaleza con una interminable sucesión de generaciones, como los portadores de antorchas en una carrera, a fin de que, los unos por medio de los otros, podamos inmortalizar el aspecto de nuestra naturaleza aunque no lleguemos a la dicha divina. Principalmente por este motivo el primero y gran dios que nos creó dividió a la raza humana en dos. A una mitad la hizo masculina y a la otra femenina, e implantó en estas mitades el deseo de la una por la otra, e hizo sus relaciones fructíferas, de modo que, por medio de la continua procreación, pudiese, en cierto sentido, hacerse inmortal incluso la mortalidad. En verdad, la tradición dice que algunos de los mismos dioses son masculinos y otros femeninos, y que todos están relacionados entre sí por vínculos sexuales y de parentesco. De forma que ya veis que aun entre los que en realidad no tienen necesidad de ese medio, el matrimonio y la procreación de hijos han sido aprobados como una noble costumbre.



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