El año 7 fue un mal año para
Roma. Hubo una serie de terremotos en el sur de Italia, que destruyeron varias
ciudades.
En primavera cayeron pocas lluvias y las cosechas tenían un
aspecto desastroso en todo el país. Luego, poco antes de la siega cayeron
lluvias torrenciales que destruyeron y arruinaron el poco trigo que había
granado.
Las lluvias fueron tan
violentas, que el Tíber se llevó el puente e hizo que la parte baja de la ciudad
resultase navegable, durante siete días, para los botes.
Parecía inminente una hambruna, y Augusto envió comisionados a Egipto
y otras partes para comprar enormes cantidades de grano.
Los graneros públicos habían quedado vacíos debido a la mala
cosecha del año anterior, aunque no fue tan mala como la de ese año. Los comisionados
lograron comprar cierta cantidad de cereales, pero a un precio muy elevado y no
lo suficiente.
Ese invierno hubo grandes penurias, tanto más cuanto que Roma estaba
repleta: su población se había duplicado en los últimos veinte años, y Ostia,
el puerto de la ciudad, era inseguro en invierno, de modo que los convoyes que
transportaban los granos de Oriente pasaban varias semanas sin poder descargar.
Augusto hizo lo que pudo para mitigar el hambre.
Desterró temporalmente a todos los que no eran dueños de casa a distritos
de campo situados a no menos de ciento cincuenta kilómetros de la ciudad;
nombró una junta de racionamiento compuesta de ex cónsules, y prohibió los
banquetes públicos, incluso en su cumpleaños.
Gran parte de los cereales los importó a su propia costa y los
distribuyó gratuitamente a los necesitados.
Como de costumbre, el hambre trajo motines, y los motines trajeron
incendios. Calles enteras de tiendas fueron incendiadas de noche por saqueadores
casi muertos de hambre de los barrios obreros.
Augusto organizó una brigada
de guardianes nocturnos, en siete divisiones, para impedir esas cosas; estas brigadas
resultaron tan útiles que posteriormente no se las disolvió. Pero los
amotinados habían causado enormes daños.
Por esa época se implantó un nuevo impuesto para conseguir dinero
para las guerras germanas, y entre el hambre, los incendios y los impuestos,
los hombres del común comenzaron a mostrarse inquietos y a hablar abiertamente
de revolución. De noche aparecían amenazadores manifiestos en las puertas de
los edificios públicos.
El Senado ofreció una recompensa por toda información que
condujese al arresto de los dirigentes de los amotinados, y muchos hombres se
presentaron a reclamarla, delatando a sus vecinos.
Pero esto no hizo otra cosa
que aumentar la confusión. En apariencia no existía una verdadera conspiración;
sólo se trataba de esperanzadas conversaciones acerca de conspiraciones.
Por fin comenzó a llegar el trigo de Egipto, donde la cosecha es
mucho más temprana que la de Roma, y la tensión disminuyó.
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