Nerón, en dialecto sabino,
quería decir fuerte, y en los primeros cinco años de reinado el hijo de
Agripina tuvo fe en su nombre, mostrándose como emperador magnánimo y sensato,
pero el mérito no fue suyo, sino de Séneca, que gobernó en su nombre.
Séneca
era un español de Córdoba, millonario por su familia y filósofo de profesión,
que ya había dado que hablar de sí antes de que Agripina le contratase como
preceptor de su hijo. Calígula le había condenado a muerte por «impertinente» y
después le indultó porque estaba muy enfermo de asma. Claudio le confinó en
Córcega a causa de una intriga amorosa con su tía Julia, la hija de Germánico.
Séneca permaneció allí ocho largos años escribiendo excelentes ensayos y
algunas malas tragedias. No sabemos quién le propuso a Agripina como el hombre
más adecuado para educar a Nerón según los dictados del estoicismo, del cual
era incontestable maestro. Como fuere, en el espacio de pocos días pasó del
estado de recluso al de amo del futuro dueño del Imperio.
Era
un hombre extraño. Sin muchos escrúpulos, aprovechóse de su situación para
acrecentar su patrimonio, que no utilizó, sin embargo, para llevar una vida de
señor. Comía poquísimo, sólo bebía agua, dormía en una tarima y se gastaba el
dinero sólo en libros y obras de arte. Desde el día en que se casó le fue fiel
a su mujer, y a quien le reprochaba amar demasiado el poder y el dinero, le
contestaba: «¡Pero si yo no alabo la vida que llevo! Alabo la que debería
llevar, y de la cual imito a distancia, ronqueando, el modelo.» Mientras estaba
en el ápice de su fortuna, un libelista le acusó públicamente de haber robado
al Estado trescientos millones de sestercios, de haberlos multiplicado con
usura y de haberse librado de rivales y enemigos mediante denuncias. Séneca,
que podía hacer suprimir a quien quisiera, respondió absteniéndose de denunciar
a su delator. Pero siguió ejerciendo la usura, según dice Dión Casio.
Cuando
su pupilo subió al trono, Séneca le dio a leer en el Senado un buen
discurso, en el que el nuevo emperador se comprometía a ejercer tan sólo el
mando supremo del Ejército. Probablemente nadie lo creyó, pero la promesa fue
mantenida cinco años, durante los cuales todos los demás poderes fueron
ejercidos por Agripina y por Séneca. Y las cosas anduvieron bastante bien
mientras estos dos estuvieron de acuerdo. Nerón, arropado con aquellos dos
consejeros, tomó algunas decisiones juiciosas: rechazó la propuesta del Senado
de elevarle una estatua de oro, se negó a firmar penas de muerte y cuando tuvo
que hacer una excepción, exclamó blandiendo la pluma: «¡Ojalá no hubiese
aprendido nunca a escribir!» Parecía de veras un buen chico, interesado casi
exclusivamente por la poesía y la música, sin que nadie pensara que estas
buenas disposiciones pudieran revelarse peligrosas algún día.
Después,
Agripina quiso excederse, o sea hacérselo todo sola. Séneca y Burro se
alarmaron y, para neutralizarla, instaron a Nerón a que hiciese valer su
autoridad. Encolerizada, Agripina amenazó con destruir su obra, poniendo en el
trono a Británico, hijo de Claudio. Nerón respondió haciendo suprimir a éste y
confinando a su madre en una villa, donde prestó un mal servicio a la Historia,
creemos, escribiendo un libro de Memorias sobre Tiberio, Claudio y
Nerón, en el que abrevaron hasta la saciedad Suetonio y Tácito y que, inspirado
como estaba por la venganza, sospechamos que no era muy digno de consideración.
Cabe
preguntarse qué papel tuvo Séneca en la muerte de Británico. Como autor
de un ensayo titulado De la clemencia, creemos que no tuvo ni pizca. Pero,
habida cuenta de los precedentes, no nos atreveríamos a jurarlo.
MESALINA Y SU HIJO BRITÁNICO |
Mientras
Nerón siguió escarbando como Séneca predicaba, Roma y el Imperio estuvieron
tranquilos, las fronteras seguras, próspero el comercio y en —auge la
industria. Mas en determinado momento el pupilo, que tenía apenas veinte años,
comenzó a volverse a otro maestro, que satisfacía más sus tendencias de esteta.
Cayo Petronio, el árbitro de todas las elegancias romanas, el fundador
de una categoría humana bastante difundida; la de los dandies.
Encontramos
cierta dificultad en identificar a aquel rico aristócrata que Tácito describe
como refinado en sus apetitos, delicadamente voluptuoso, de irónica y
elegantísima conversación, como el Cayo Petronio autor del Satiricón,
libelo de rimas vulgares hasta la obscenidad, con personajes triviales y
situaciones equívocas. Si es verdad que se trata de una misma persona, quiere
decirse que entre el modo de vivir y de ser y el de escribir y aparentar hay de
por medio no el mar, sino el océano. Sea como fuere, Nerón, encantado con el
Petronio que conoció en sociedad, refinado, culto, seductor de hombres y de
mujeres, entendedor infalible de lo Bello, encontró más fácil imitar al mal
poeta y practicar sus enseñanzas literarias. Tomó como compañeros a los héroes
del Satiricón, y con ellos se entregó a la orgía en los barrios peor
reputados de Roma.
De
momento, el casto Séneca no halló nada que objetar; al contrario, es probable
que impulsara por aquel camino a' su discípulo para distraerle cada vez más de los
problemas de Gobierno, que prefería resolver solo o con Burro. De tal manera,
durante algunos años, bajo un emperador que se degradaba cada vez más, el
Imperio siguió prosperando. Más tarde, Trajano definió el primer lustro de
Nerón, calificándolo de «el mejor período de Roma». Pero, en un momento
determinado, el joven soberano cayó en los brazos de Popea, una Agripina
en el esplendor de su belleza, que quería hacer de emperatriz y que para
conseguirlo empujó a Nerón a hacer de emperador. Cuando la conoció, Nerón tenía
veintiún años, una mujer honesta, Octavia, que llevaba con mucha
dignidad sus desgracias conyugales, y una amante, Acté, buena persona
también y enamorada de él. Pero a Nerón no le gustaban las mujeres honestas y
traicionó a ambas por la desvergonzada, sensual y calculadora Popea. Es en este
punto donde iniciamos su historia y las tribulaciones de Roma.
POPEA SABINA |
No hay comentarios:
Publicar un comentario