ADRIANO |
Nos
cuesta, lo confesamos, admitir que un episodio tan fausto como el advenimiento
al trono del más grande emperador de la Antigüedad, se debiera a una
coincidencia fútil y más bien sucia como el adulterio. Y, sin embargo, Dión
Casio da por cierto que fue elegido Adriano para ocupar el puesto de Trajano,
muerto sin designar herederos, por un título solo: el de amante de la mujer de
éste, Plotina.
A
los «se dice» hay que darles crédito hasta cierto punto, especialmente en
cuestión de cuernos. Pero no cabe duda de que al menos una mano se la echó
Plotina a Adriano para coronarle. Eran tía y sobrino, pero no consanguíneos, y,
por otra parte, el parentesco, en Roma, no había jamás impedido ningún amor.
Trajano y Adriano eran paisanos, pues habían nacido en la misma ciudad de
España, Itálica. Y el segundo, que se llamaba Adriano porque su familia
procedía de Adria y que era veinticuatro años más joven que su primo, amigo de
la familia y tutor, fue a Roma llamado por éste. Era un muchacho lleno de vida,
de curiosidad y de interés, que lo estudiaba todo con fervor: matemáticas,
música, medicina, filosofía, literatura, escultura, geometría, y aprendía
pronto. Trajano le dio por esposa a su sobrina Julia Sabina. Fue un
matrimonio respetable y frío, del que no nacieron ni amor ni hijos. Sabina,
esculturalmente hermosa pero carente de sexappeal, se lamentaba en voz
baja de que su marido tuviese más tiempo para sus caballos y sus perros que
para ella. Adriano se la llevaba consigo en sus viajes, la colmaba de
atenciones, despidió a su propio secretario, Suetonio, porque un día habló
de ella con poco respeto, pero de noche dormía solo.
Tenía
cuarenta años apenas cuando subió al trono y su primera medida fue acabar
rápidamente con las pendencias militares dejadas por Trajano. Había sido
siempre contrario a las empresas bélicas de su tutor, por lo que al ocupar su
puesto se apresuró a retirar los ejércitos de Persia y de Armenia, con gran
disgusto de sus comandantes, que creían que una estrategia puramente defensiva
conduciría a la muerte del Imperio o al final de la carrera, de las medallas y
de las «dietas» para ellos. No se ha
sabido jamás con exactitud cómo fue que cuatro de aquellos comandantes, los más
valerosos y de más autoridad, fuesen eliminados poco después sin proceso. A la
sazón, Adriano se hallaba en el Danubio en busca de una solución definitiva con
los dados que descartara ulteriores conflictos. Volvió precipitadamente a Roma.
El Senado asumió todas las responsabilidades de las eliminaciones, diciendo que
los generales se habían mancillado conspirando contra el Estado. Mas nadie
creyó en la inocencia de Adriano, que se la compró distribuyendo a los
ciudadanos mil millones de sestercios, liberándoles de sus deudas al fisco y
divirtiéndoles durante semanas enteras con magníficos espectáculos en el Circo.
Esos
comienzos hicieron temer a muchos romanos un retorno neroniano. Y los recelos
parecían justificados por el hecho de que Adriano, como Nerón, cantaba,
pintaba y componía versos. Pero después, se vio que en estas sus ambiciones
artísticas no había nada patológico. Adriano se entregaba a ellas sólo a ratos
perdidos, para descansar de sus trabajos de escrupuloso y habilísimo
administrador. Era un hombre guapo, alto, elegante, de pelo rizado y barba
rubia que todos los romanos quisieron imitar, ignorando tal vez que él se la
había dejado crecer sólo para ocultar unas desagradables manchas azuladas que
tenía en las mejillas. Mas no era fácil entender su carácter complejo y
contradictorio. Habitualmente se mostraba amable y de buen humor, pero a veces
se comportó con una dureza rayana en la crueldad. En privado se mostraba
escéptico, mofándose de los dioses y oráculos. Pero cuando ejercía sus
funciones de Pontífice Máximo, ¡ay de quien daba señales de irreverencia!
Personalmente no se sabe en qué creía.
Tal
vez en los astros, pues de vez en cuando hacía horóscopos y estaba lleno de
supersticiones sobre los eclipses y las mareas. Pero como consideraba a la
religión como un puntal de la sociedad, no permitía ofensas públicas a aquélla,
y personalmente trazó el proyecto del Templo de Venus en Roma, tras haber hecho
matar a Apolodoro que había contestado a su invitación con una negativa
despreciativa.
Intelectualmente,
propendía al estoicismo y era admirador de Epicteto, a quien había
estudiado con atención. Pero en la práctica no se esforzó nunca en aplicar sus
preceptos. Tomó el placer dondequiera lo encontró según un gusto refinado, pero
sin avergonzarse ni sentir remordimientos. Se enamoraba indistintamente de
guapos chicos y de guapas muchachas, pero ni unos ni otras le hicieron perder
la cabeza. Le gustaba comer bien, pero detestaba los banquetes; y a las orgías
prefería cenitas con algunas personas selectas que, más que beber, supiesen
conversar. Incluso instituyó una universidad para procurárselas, llamando para
enseñarlas a los más sabios profesores de la época, especialmente griegos.
Éstos y sus discípulos eran sus huéspedes habituales. En las discusiones era
buen jugador; aceptaba el debate y la crítica. En una ocasión reprochó a Favorito,
un intelectual galo, que le diese la razón demasiado a menudo. «Pero un hombre
que basa sus argumentos sobre treinta divisiones en armas tiene siempre razón»,
respondió ingeniosamente el joven filósofo. El emperador volvió a contar la
historieta en el Senado, divirtiéndole y divirtiéndose.
Su
rasgo más extraordinario fue no considerarse «necesario»; por el contrario,
hacía todo lo posible para no serlo y no ser confundido en el consabido «hombre
providencial» como creen y aspiran a ser considerados todos los monarcas
absolutos. Se esforzó constantemente en poner en marcha una organización
burocrática a la que bastase la supervisión del Senado para cumplir su
cometido. Tenía la vocación del orden y trató de instaurarlo simplificando las
leyes que se habían acumulado en un caos inextricable. En esta obra, que confió
a Juliano, fue precursor de Justiniano.
A
esa racional división del trabajo, que permitía al aparato estatal cierta
mecánica de funcionamiento, tendía también Adriano por razones egoístas: porque
tenía la pasión de los viajes y quería emprenderlos sin la preocupación de que
todo, durante su ausencia, se fuese al traste. En efecto, los realizó
larguísimos, que duraron hasta cinco años, para conocer de cerca el Imperio
desde todos los ángulos. ¿Escrúpulos del deber? ¿Curiosidad? Un poco de cada
cosa. Cuatro años después de la coronación partió para una cuidadosa inspección
de la Galia. Viajaba como un particular cualquiera, con un séquito compuesto
casi exclusivamente de técnicos. Gobernadores y generales le veían presentarse
ante ellos de improviso, y tenían que someterse a sus indagaciones acerca de la
administración. Adriano ordenaba construir un nuevo puente o una nueva
carretera, concedía un ascenso o decretaba una destitución, y, si se terciaba,
tomaba el mando de una legión, él, el nombre de la paz, para delimitar con una
batalla alguna frontera imprecisa. Al frente de la infantería, recorría a pie
hasta cuarenta kilómetros diarios y no se perdió jamás una escaramuza.
De
la Galia pasó a Germania, donde reorganizó las guarniciones, estudió a fondo
las costumbres de los indígenas, cuya fuerza virgen admiró con precaución,
descendió el Rin en una embarcación, zarpó hacia Britania y ordenó la
construcción de aquella especie de Línea Maginot que fue el famoso Limes.
Después volvió a la Galia y pasó a España. En Tarragona fue agredido por un
esclavo. Como era fuerte, le desarmó y lo entregó a los médicos que le
declararon loco. Adriano aceptó esta coartada y le indultó. Bajó basta África,
a la cabeza de un par de legiones, sofocó una revuelta de moros y continuó
hacia Asia Menor.
En
Roma estaban un poco inquietos por las manías peripatéticas de aquel emperador
que nunca volvía. Y comenzaron los chismorreos malignos cuando se supo que
había embarcado en una nave que remontaba el Nilo con un nuevo huésped llamado Antínoo,
de ojos aterciopelados y pelo rizado.
Parecía
un destino, desde César en adelante: en cuanto arribaban a Egipto, los jerarcas
romanos tropezaban con alguna desgracia sentimental. De qué naturaleza era,
para Adriano, la encarnada en Antínoo, no se sabe. Sabina, que acompañaba al
emperador, no protestó, al parecer, de la presencia del muchacho. Sea como
fuere, no se ha esclarecido nunca por qué murió ahogado en el río, según
parece. Para Adriano fue un golpe terrible. Lloró —dice Sparciano—
como una mujerzuela, hizo erigir un templo en honor del pobre difunto, y en
torno al templo hizo construir una ciudad, Antinópolis, que adquirió
importancia en la época de Bizancio. Según una leyenda, tal vez posterior a los
acontecimientos, Antínoo. se mató porque había sabido por los oráculos que los
planes de su protector solamente se realizarían si él moría. Ciertamente,
desapareciendo, aquel muchacho le hizo un favor; el de dejar la sucesión al
trono abierta a un monarca de las aptitudes de Antonino. De haber vivido, tal
vez Roma le habría tenido que aguantar como emperador.
El
hombre que volvió a Roma después de aquella desdicha no era ya el brillante,
alegre y jovial soberano que había partido de ella. Adriano se había vuelto un
poco misántropo y, así como antes abandonaba la mesa de trabajo con alivio,
feliz de poderse tomar un poco de descanso y sabiendo muy bien cómo utilizarlo,
ahora parecía tener miedo de aquellas horas vacías y las llenaba escribiendo.
Una gramática, algunas poesías y una autobiografía fueron el fruto de su
soledad. Pero lo que más ocupado le tenía eran los planes de reconstrucción.
Adriano tenía la enfermedad de la piedra, acompañada de fantasía y de gusto.
Rehízo el Panteón, que edificó Agripa y el fuego destruyó, según el estilo
griego, que él prefería al romano. Y no cabe duda de que se trata del monumento
mejor conservado de la Antigüedad. Cuando el papa Urbano VII desmanteló el
techo del pórtico, sacó bronces para construir más de cien cañones y el baldaquín
que figura en el altar mayor de S. Pedro.
Otra
obra maestra de su arquitectura fue la villa a cuyo alrededor nació Tívoli.
Había de todo: templos, hipódromo, bibliotecas y museos, donde durante dos mil
años han ido a saquear ejércitos de todo el mundo y siempre han encontrado
algo. Pero apenas se hubo instalado en ella, una dolencia comenzó a consumirle.
Su cuerpo se hinchaba y tenía abundantes hemorragias nasales. Sintiéndose
próximo al fin, Adriano llamó y adoptó como hijo, para prepararlo a la sucesión,
a su amigo Lucio Vero, que falleció poco después.
La
elección de Adriano recayó entonces en Antonino, a quien, reteniendo para sí el
título de Augusto, confirió el de César, que a partir de entonces
fue adoptado por todos los herederos al trono.
Sus
sufrimientos eran tan intensos que ya no aspiraba más que a la tumba. Se la
hizo construir al otro lado del Tíber con un puente exproíeso, el puente Eho,
para llegar a ella: que es ese gran mausoleo que hoy se llama Castel
Sant'Angelo. Un día, cuando el edificio ya estaba terminado, el filósofo
estoico Eufrates fue a pedirle el permiso de suicidarse. El emperador se
lo dio discutió con él la inutilidad de la vida y cuando Eufrates hubo bebido
la cicuta, pidióla también para seguir su ejemplo, pero nadie quiso dársela. Se
lo ordenó a su médico y éste, para no desobedecerle, se mató. Rogó a un criado
que le proporcionase una espada o un puñal, mas el criado huyó.
«He
aquí un hombre —exclamó— que tiene poder para hacer morir a quienquiera, salvo
a sí mismo.»
Finalmente,
a los sesenta y dos años, después de veintiuno de reinado, cerró los ojos.
Pocos días antes había compuesto un pequeño poema sobre el recuerdo del tiempo
ido, que constituye tal vez la más exquisita obra maestra de la lírica latina:
Animula vagula, blandida hospes comesque corporis...
Con
él murió no tan sólo un gran emperador, sino también uno de los hombres más
complejos, inquietantes y cautivadores de la historia de todos los tiempos y
acaso el más moderno entre los del mundo antiguo. Como Nerva, se
despidió de Roma haciéndole el más insigne de los favores: el de designar el
sucesor más calificado para que no le echaran de menos.
Siempre es agradable leer un texto tan bien escrito. Me gusta el estilo y la profusión de gráficas. Gracias por tu esfuerzo.
ResponderEliminarLa totalidad de este texto corresponde al capítulo XLII.Adriano, del libro «Historia de Roma» de Indro Montanelli.
ResponderEliminarCierto, indirectamente ya lo indica las etiquetas que pertenece a Indro Montanelli. Agradecido por tu comentario.
EliminarCuando uno copia un texto de otra persona lo mínimo es citar la fuente. Vaya desfachatez
ResponderEliminarVerónica, las pistas se dejan muchas veces en las Etiquetas, que ya de por si indicanla procedencia del texto, que en este caso es de Indro Montanelli (y aparece en la etiqueta). Por lo demás esto es un blog de aficionado, y yo soy quien decide el formato y la forma de hacerlo, no como les obligan a historiadores o a profesores. Saludos.
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