Los senadores, con sus vestiduras
blancas y rojas, se movían con una presteza poco habitual a través de las
columnas del Teatro de Pompeyo. No se reunían en la Cámara del Senado porque se
esperaba que ésta fuera una sesión monótona y aburrida a la que acudirían
pocos.
Al apearse de su litera, Cicerón vio a Julio César que subía los
escalones rodeado de un grupo de amigos. Vio aquel decidido perfil de águila,
sus vestiduras púrpura bordadas en oro, su enigmática sonrisa y sus gestos
fáciles y elocuentes. No pudo contenerse y le gritó:
— ¡Julio! Julio se volvió, lo
vio por encima de otras muchas cabezas y le saludó con la mano cariñosamente.
Julio penetró en el edificio.
—Julio —murmuró Cicerón. No
sabía por qué, pero el corazón le había dado un vuelco y en seguida el sol le
pareció pálido y frío. El y su hermano Quinto, que iba en silencio,
prosiguieron su camino, cruzando entre las blancas columnas mezclados con otros
y viendo los reflejos de la luz en el blanco suelo de mármol.
El y Quinto no iban muy
detrás de Julio, así que tuvieron que detenerse cuando ante ellos hubo un poco
de agitación y confusión y se oyeron algunas voces vehementes.
— ¿Qué pasa? —preguntó
Cicerón a su hermano; pero Quinto miraba fijamente ante él y de repente puso
una mano en el brazo de Marco, como sujetándolo. El militar se quedó con la
boca abierta, esbozando una horrible sonrisa, mostrando unos dientes
relucientes. Cicerón sintió de repente un dolor en su corazón, se sacudió la
mano de su hermano y avanzó ligeramente.
— ¡Espera!— le gritó Quinto. Cicerón se
adelantó un par de pasos en dirección hacia aquella confusión de cuerpos y
voces apasionadas.
Entonces vio dagas
enrojecidas que se alzaban, reluciendo a la luz del sol. Oyó feroces
exclamaciones de victoria. Quinto lo volvió a agarrar del brazo para sujetarlo;
pero Cicerón se libró haciendo un esfuerzo y se abrió camino hacia adelante,
sintiendo de repente un nudo de sal en su garganta y niebla ante sus ojos. Le
pesaban los brazos y las piernas y le pareció que eran de mármol conforme se
aproximaba al lugar donde había visto a Julio entre sus amigos. Ahora le
rodeaba un horrible estruendo, como de truenos, gritos y exclamaciones. Le
empujaron y se tambaleó. Los hombres forcejeaban, agarrándose unos a otros,
jadeantes, con ojos relucientes que parecían los de fieras salvajes.
Cicerón llegó al lugar que tanto trabajo le
costó alcanzar. Julio César yacía sobre el suelo de mármol en donde se había
cubierto el cuerpo con su manto, sangrando por una docena de heridas. Y allá,
muriéndose, miraba fijamente a los que le habían asesinado; pero sus ojos
velados buscaron tan sólo el rostro de uno y preguntó con un débil susurro:
— ¿Tú también, Bruto, hijo
mío?
Había caído desplomado al pie de la estatua de
Pompeyo. Bruto gritó:
— ¡Así perecen los tiranos! —y alzó su
sangrienta daga con un gesto exultante. Cicerón tuvo que apoyarse contra una
columna, sofocado y a punto de desvanecerse. A sus pies yacía Julio, con los
ojos ya cerrados. Cicerón cayó de rodillas ante el muerto y con un gesto
delicado, apartó el manto que medio ocultaba el rostro de la víctima.
Dejó de
oír todo sonido y pareció como si él y Julio estuvieran a solas y fueran de
nuevo niños. No vio la sangre, ni la lívida tonalidad que se extendió sobre el
rostro orgulloso de Julio, ni la calva cabeza de aspecto tan patético bajo el
sol. Vio al pequeño Julio y no a la majestad del César asesinado. Y empezó a
llorar.
—No quisiste escucharme, mi
pequeño compañero de juegos —murmuró—. No, no quisiste escucharme.
Alguien lo agarró por un
brazo, lo levantó y se lo llevó de allí como si fuera un niño. Era Quinto, que
lo empujó hasta su litera. Quinto, jadeante, pero con la fuerza de un Titán.
Sus ojos estaban cegados por las lágrimas y no se resistió a su hermano. No
veía otra cosa que el rostro del asesinado César y oró por el terrible espíritu
que acababa de dejar aquel cuerpo, al que había traído hasta esta dramática
cita.
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