La restauración de Sila tenía un defecto fundamental: era
precisamente, una «restauración», o sea algo que negaba las exigencias o, como
se diría hoy, las «instancias» que habían provocado la revolución. Para llevar
a cabo una obra vital y duradera, le faltó a su autor lo más necesario: la
confianza en los hombres. Los cuales no se la merecen, pero la exigen en
aquellos que se proponen guiarles. Sila no creía en nada y mucho menos en la posibilidad
de mejorar a sus semejantes. El amor que tenía por sí mismo era tan grande que
no le quedaba para ellos. Les despreciaba y estaba convencido de que la única
cosa a hacer era mantenerles en orden. Por esto creó un formidable aparato
policíaco y lo dejó en arriendo a la aristocracia: no porque la estimase, sino
porque estaba convencido de que los otros, los populares, eran aún más
despreciables y de que cada reforma suya habría empeorado las cosas. La
consecuencia fue que diez años después de su muerte su obra política estaba
hecha añicos.
Los patricios, que se encontraron de nuevo con todo el poder
en sus manos, en vez de usarlo para poner de nuevo orden en el Gobierno y en la
sociedad, lo aprovecharon para robar, corromper y matar. Todo, entonces, no era
más que cuestión de dinero. Comprar la elección a un cargo era una operación
normal, y había una industria apropiada para procurar votos con técnicos especializados;
los intérpretes, los divisores y los embargadores. Para
conseguir la elección de su amigo Afranio, Pompeyo invitó en su
palacio a los jefes de tribu y contrató sus sufragios como si fuesen sacos de
manzanas. En los tribunales ocurrían cosas peores. Léntulo Sura,
absuelto por los jueces por dos votos de mayoría, dijo, dándose una palmada en
la frente; «Mala suerte, he comprado uno de más. ¡Y al precio que me han
salido...!»
Puesto que todo dependía del dinero, el dinero se había
convertido en la única preocupación de todos. En la burocracia había aún, se
comprende, funcionarios competentes y honrados. Mas la mayoría eran ladrones
incompetentes que, por ejercer un cargo en la administración de una provincia,
no sólo renunciaban a los honorarios, sino que los pagaban, seguros de que en
un año se resarcirían sobradamente. Y, en efecto, se resarcían; con los
impuestos, con la rapiña, con la venta de los habitantes como esclavos. César,
cuando le fue asignada España, debía a sus acreedores algo así como quinientos
millones de sestercios. En un año lo devolvió todo. Cicerón se ganó el
titulo de «hombre de bien» porque en su año de gobierno en Cilicia, puso de
lado tan sólo sesenta millones y, en sus cartas, lo pregonó a todos como un
ejemplo.
Los militares no se comportaban mejor. De sus empresas en
Oriente, Lúculo volvió millonario a su casa. Pompeyo trajo de las mismas
regiones un botín de seis o siete mil millones al tesoro del Estado y de quince
mil al suyo particular. Era tal la facilidad de multiplicar el capital cuando
se tenía el suficiente para comprarse un cargo, que los banqueros se lo
prestaban a quien no lo tenía al tipo de un cincuenta por ciento de interés. El
Senado prohibió a sus miembros practicar esa innoble usura. Pero la prohibición
fue soslayada con nombres prestados. Incluso hombres de gran dignidad como
Bruto estaban asociados con usureros que administraban su dinero prestándolo en
aquellas condiciones. En manos de una clase dirigente tan corrupta, Roma se
había convertido ya en una bomba que aspiraba dinero en todo su Imperio para
permitir a una categoría de sátrapas una vida cada vez más fastuosa y un lujo
cada vez más insolente.
Una noche Cicerón comenzó a tomar el pelo a Lúculo
por la fama que éste había adquirido de refinado glotón. Cicerón era un joven
abogado de Arpiño, hijo de un agricultor acomodado, que le había dado una buena
educación. A los veintisiete años apenas y aún casi del todo desconocido,
afrontó un proceso célebre y muy peligroso para él: se trataba de defender a Roscio
contra Crisógono, que era un gran favorito de Sila, a la sazón todavía
dictador. Resultó triunfador con un discurso magistral. Después, por temer
acaso alguna represalia por parte de Sila, partió a Grecia, donde permaneció
tres años estudiando la lengua, la oratoria de Demóstenes y la filosofía de
Posidonio, mediocre epígono de Sócrates y de la escuela estoica.
Volvió tres años después —cuando Sila había muerto ya—, se
casó con Terencia y su dote, que era conspicua, y con su profesión de
abogado se dedicó a la política, que por lo demás estaba estrechamente ligada a
aquélla. A poco se hizo cargo de otro célebre proceso, contra Verres, un
senador que siendo gobernador de Sicilia cometió toda suerte de latrocinios y bribonadas,
pero que contaba con el apoyo de toda la aristocracia. Se encontró frente a Hortensio,
el príncipe del Foro romano, abogado de confianza de la aristocracia y del
Senado. Aquella causa fue un poco el affaire Dreyfus de la época, con
los patricios de una parte, y el pueblo, mas sobre todo la gran burguesía
ecuestre, de la otra. Y una vez más venció Cicerón, quitándole el cetro de
las manos a Hortensio y convirtiéndose así en el ídolo de una clase social que
era, además, aquella en que él mismo había nacido.
Lúculo era un ex lugarteniente de Sila, que durante
ocho años había continuado su obra en Oriente combatiendo a Mitrídates.
Procedía de una familia aristocrática, pobre y mal reputada. Decían que su
padre se había dejado corromper por los esclavos insurrectos en Sicilia, que su
abuelo había robado estatuas y que su madre tenía más amantes que pelos en la
cabeza. Tal vez todo eran calumnias. Como fuere, Lúculo no había manifestado
desde joven ninguno de esos vicios; solamente una gran ambición y todas las
cualidades para satisfacerla: inteligencia, elocuencia, cultura y valor.
Mientras vivió Sila, que tenía una debilidad para con él, la carrera le fue
fácil. Muerto el protector, no vaciló, para continuarla, en procurase los
favores de una mujer, Precia, muy influyente por sus intrigas amorosas,
gracias a la cual obtuvo el proconsulado de Cicilia, o sea la posibilidad de
seguir mandando, de guerrear, de vencer y de enriquecerse con los despojos del
enemigo. Para alcanzar, como capitán, la talla de los Mario, los Sila o los
César, le faltó una sola cualidad: la intuición psicológica. Condujo a sus
soldados de victoria en victoria, pero los fatigó hasta el punto de provocar
motines. Y así como obtuvo el mando mediante intrigas, por intrigas lo perdió.
Reclamado en Roma, se retiró de la vida pública dedicándose a gozar de sus
riquezas, que eran inmensas, de las cuales alardeaba con insolencia. La villa
de Miseno le había costado más de mil millones de sestercios, la finca de
Túscolo tenía más de veinte mil hectáreas y el palacio que se hizo construir en
el Pincio era célebre por la galería de estatuas, por los valiosos manuscritos
que había saqueado en Oriente, por los jardines donde cultivaba con interés de
botánico apasionado plantas hasta entonces ignoradas en Roma, como el cerezo, y
sobre todo por su cocina, laboratorio de las más refinadas exquisiteces.
Decíamos, pues, que Cicerón, una noche, en una reunión de amigos, se puso a
tomarle el pelo a Lúculo por su glotonería diciendo que se trataba de una
«pose» y apostando que si se iba a su casa sin avisar a los cocineros, se
encontraría con una cena frugal, de campesinos o de soldados. Lúculo aceptó el
desafío, invitó a todos a hacer una visita y sólo pidió permiso para dar a sus
servidores la orden de que dispusieran la mesa para todos en la sala de Apolo.
Esto bastaba para hacer comprender a su personal de qué se trataba; en la sala
de Apolo, una cena no podía costar menos de doscientos mil sestercios. Eran
obligatorios, como entremeses, mariscos, pajaritos de nido con espárragos,
pastel de ostra, etcétera. Después venía el yantar propiamente dicho: tetas de
lechona, pescado, ánades, liebres, guanajos, pavos reales de Samos, perdices de
Frigia, morenas de Gabes y esturiones de Rodas. Quesos, dulces y vinos.
Plutarco, que nos cuenta el episodio, no dice quiénes
tomaron parte en el banquete. Pero debían de participar en él la flor y nata de
la sociedad romana. No faltaba, ciertamente, Marco Licinio Craso, un
aristócrata, hijo de un famoso lugarteniente de Sila, que se quitó la vida
antes de rendirse a Mario. Sila recompensó al huérfano permitiendo que comprara
a precios de saldo los bienes de los marionistas proscritos y permitiéndole
organizar el primer cuerpo de bomberos que existió en Roma. Cuando estallaba un
incendio, Craso corría al sitio, pero en vez de apagar las llamas, contrataba
sobre la marcha el edificio que ardía al propietario, que siempre consentía
librarse de aquél. Y sólo cuando era suyo ponía en acción las bombas. De lo
contrario, dejaba arder el edificio.
Otro que sin duda debió de estar presente era Tito
Pomponio Ático, que, si bien de ascendencia burguesa, representaba un tipo
de aristócrata más refinado. No teniendo necesidad de mancharse con negocios
sucios porque ya era riquísimo de familia, había cuidado tan sólo de
perfeccionar su cultura en Atenas. Allí le conoció Sila y quedó tan seducido
que quiso que fuera colaborador suyo. Mas Ático había renunciado para seguir
estudiando. Después invirtió su patrimonio, que ascendía casi a mil millones,
en una finca ganadera en Egipto, en adquirir viviendas en Roma, en una escuela
de gladiadores y en una casa editorial para libros de alta cultura. Cicerón,
Hortensio, Catón y muchos otros grandes personajes de la época se servían
de él, además de como consejero financiero, como banca de depósito. Y tales
eran la estima y el prestigio de que gozaba que, si bien vivía frugalmente como
verdadero epicúreo, no había salón de la sociedad romana donde no estuviese
invitado, ni fiesta en la que no participase.
Y también debió de hallarse seguramente Pompeyo, el favorito
y yerno de Sila, quien, con cierta ironía, le llamaba el Grande. De
linaje ecuestre, o sea burgués, también el, era el «príncipe azul» de la
«juventud dorada» de Roma. Se había ganado la victoria en el campo de batalla y
un triunfo, aun antes de alcanzar la mayoría de edad. Y era tan bello que la
cortesana Flora decía no poder separarse de él sin darle un mordisco.
Pasaba por ser un joven íntegro y, para aquel tiempo, lo era: procuraba hacer
el bien de todos con el mismo empeño con que buscaba el suyo propio. Se le
atribuían muchas ambiciones. En realidad tenía una sola; la de estar, en todo,
por encima de todos. Pero, más que una ambición era una Vanidad.
Eran todos personajes que, en la Roma estoica de tres siglos
antes, no se habrían encontrado. Y no sólo por su modo de vestir refinado, por
los platos que comían y por las conversaciones que sostenían en un hermoso
latín terso y limpio, aderezado con citas literarias, sino también porque en
aquellas fiestas participaban mujeres salidas ya de su estado de sumisión. Clodia,
la mujer de Quinto Cecilio Metelo, era en aquellos tiempos la «primera
dama» de la ciudad y hacía escuela sobre las demás. Era feminista, salía sola
de noche y cuando encontraba a un conocido, en vez de bajar púdicamente los
ojos como todavía se estilaba, le abrazaba y le besaba. Invitaba a cenar a los
amigos cuando su marido estaba ausente, afirmaba el derecho a la poligamia
también para las mujeres y lo practicó sin tacañería, tomando amantes a docenas
y plantándoles con mucha gracia, pero sin remordimientos.
Uno de ellos fue Catulo,
que no consiguió olvidarla jamás y mordido por los celos los desahogó en sus
versos, donde ella aparece con el nombre de Lesbia. Celio, otro
abandonado, para vengarse, la acusó ante el tribunal de haberle querido
envenenar y la llamó públicamente quadrantaria, que quiere decir «cuarto
de céntimo»: la tarifa de las prostitutas pobres. Clodia fue condenada a
una multa: no porque fuese culpable, sino por ser hermana de Publio Clodio,
uno de los jefes del partido radical, aborrecido por los aristócratas entonces
omnipotentes y enemigo jurado de Cicerón, que defendió a Celio diciendo que le
fastidiaba acusar a una mujer y especialmente a aquella que se había mostrado
tan buena amiga de tantos hombres.
Con esos ejemplos ante la vista, era difícil a las muchachas
convertirse en buenas madres de familia. Dictados únicamente por cálculo
político y de intereses, los matrimonios se hacían y se deshacían con gran
desenfado. Para hacer carrera, Pompeyo se divorció de la primera mujer para
casarse con Emilia, hijastra de Sila. Después, habiendo enviudado, se desposó
con Julia, hija de César, quien cambió de esposa cinco veces y las engañó
regularmente a todas. «Esta ciudad —decía Catón— ya no es más que una
agencia de matrimonios políticos enmendados por los cuernos.» Y Metelo el
Macedonio, en su acongojado discurso a sus compatriotas, les
invitó a poner orden en su vida familiar, diciendo; «Yo también comprendo que
una mujer es tan sólo una molestia...» El matrimonio con mano, o sea el
que no admitía divorcio, había prácticamente desaparecido para permitir a los
cónyuges repudiarlo cuando quisieran. Y bastaba, para hacerlo, una simple
carta. No se quería tener hijos, porque hubieran sido un estorbo. Se habían
convertido en un lujo que sólo los pobres podían ya permitirse. Sin las
preocupaciones del embarazo, la lactancia y las enfermedades de los hijos, las
esposas buscaban como se diría hoy, «evasiones». Y las hallaban sobre todo en
las intrigas amorosas y en la cultura, que entonces comenzaba ya a convertirse
en un hecho mundano y de salón.
Los gustos literarios de aquella sociedad rica y frivola no
se orientaron hacia el más gran poeta y escritor de la época, Lucrecio.
El autor de De rerum natura fue probablemente un aristócrata, mas vivió
muy retirado también por razones de salud: parece ser que estaba afligido por
una forma cíclica de manía depresiva y su inspiración era demasiado elevada,
trágica y profunda para estar de moda. El que hacía furor era Catulo,
poeta fácil y sentimental, algo entre Gozzano y Géraldy. Era un burgués de
Verno, acomodado y avaro, quejumbroso siempre de su pobreza, pero que poseía
una casa en Roma, una villa en Tívoli y otra a orillas del Garda. Gustaba a las
señoras porque hablaba solamente de amor y había convertido en flexible y
elegante una lengua que parecía hecha tan sólo para códigos de leyes y
proclamas de victoria.
Con él iban frecuentemente Marco Celio, un
aristócrata desdinerado, simpatizante con las ideas comunistas; Licinio Calvo,
un diletante de poesía y de oratoria no carente de ingenio, y Helvio Cinna,
quien, después de la muerte de César, fue confundido con uno de los asesinos y
muerto por la multitud. Eran todos intelectuales «de izquierdas», que se
oponían a la dictadura sin hacer nada para defender la democracia. Pero
ejercieron una influencia tal vez superior a sus méritos, porque entonces
tenían a su disposición, además de los salones y las mujeres, una verdadera
editorial para propagar sus propias obras.
Ático había introducido el pergamino y hacía
«volúmenes» (que quiere decir «rollos») con páginas compuestas de dos o tres
«columnas» de manuscrito. Dedicados a llenarlos a mano estaban esclavos
especializados, a los que se pagaba solamente la manutención. Tampoco los
autores eran retribuidos más qué con algún donativo ocasional, por lo que,
prácticamente, sólo los ricos podían dedicarse a la literatura. Una edición
alcanzaba casi siempre él millar de ejemplares que se distribuían entre los
libreros en cuyas tiendas iban a comprarlos los afícionados. Fue uno de estos, Cayo
Asinio Polión, quien instituyó la primera biblioteca pública de Roma.
Este progreso técnico estimuló la producción. Terencio
Varrón publicó sus ensayos sobre la lengua latina y sobre la vida rural. Salustio,
entre una batalla política y otra, dio a la estampa sus Historias,
magníficamente escritas, pero más bien partidistas. Y Cicerón, convertido ya en
«el maestro» por excelencia del arte oratorio, tradujo en libros sus discursos,
de los que solamente cincuenta y siete han llegado hasta nosotros.
La cultura, en suma, no era ya el monopolio de algún
especialista solitario, sino que había comenzado a difundirse en aquella
sociedad que a la sazón ya le volvía resueltamente la espalda a las rudas
costumbres y a la sana ignorancia de la primera era republicana. Se acercaba a
la que suele llamarse «la edad de oro» de Roma y que, como todas las «edades de
oro», preludió la agonía de su civilización.
No hay comentarios:
Publicar un comentario