En Gaeta había una capilla no lejos del mar dedicada al dios
Apolo, y sobre la cual pasó chillando una bandada de grajos, dirigiéndose hacia
el bote de Cicerón cuando éste era remado hacia tierra y posándose sobre ambos
lados del peñol de la verga, comenzaron a graznar, mientras otros picoteaban
los extremos de las cuerdas. Los que iban a bordo tomaron esto como un mal
presagio.
Cicerón desembarcó y
entrando en su casa, fue a acostarse en la cama para descansar un poco. Algunos
de los grajos fueron a posarse sobre la ventana, graznando de un modo
desagradable. Uno de ellos incluso fue a posarse sobre la misma cama en que
Cicerón yacía tapado y con su pico trató poco a poco de apartar el cobertor que
le cubría la cara.
Los esclavos, al ver esto, se reprocharon unos a otros que
eran capaces de dejar que mataran a su amo sin hacer nada en su defensa,
mientras que aquellos animalejos habían venido en su ayuda y a librarle de
todas las penalidades que estaba sufriendo sin merecerlo. Por lo tanto, en
parte por las súplicas y en parte a la fuerza, lo hicieron levantarse, lo
metieron en su litera y lo llevaron a la orilla del mar.
Pero mientras tanto
llegaron los que habían sido enviados para asesinarle. Eran Herenio, el centurión
y Popilio, el tribuno, a los que Cicerón había defendido cuando fueron acusados
del asesinato de su padre. Con ellos venían algunos soldados. Al hallar
cerradas las puertas de la villa, las echaron abajo.
Como no encontraron a Cicerón y los que estaban en la casa
les dijeron que no sabían dónde estaba, preguntaron a un tal Filólogo, un
antiguo esclavo emancipado de su hermano Quinto, al que Cicerón había educado y
que informó al tribuno que la litera que conducía a éste iba de camino hacia el
mar a través de un espeso bosque. El tribuno, llevando consigo a unos cuantos
hombres, se precipitó hacia un lugar por donde la litera tenía que salir del
bosque, mientras que Herenio seguía el mismo camino recorrido por ésta. Cicerón
lo vio venir corriendo y ordenó a sus esclavos que soltaran la litera en el
suelo.
Entonces, mesándose
la barbilla con su mano izquierda, como él solía hacer, miró fijamente a sus
perseguidores. Su rostro estaba macilento, su cuerpo cubierto de polvo, sus
cabellos despeinados. Todos los presentes se cubrieron el rostro mientras
Herenio le daba muerte. Cicerón había asomado su cabeza fuera de la litera y
Herenio se la cortó. Luego le cortó las manos, tal como le había mandado
Antonio, pues con ellas había escrito sus Filípicas.
Estos miembros fueron llevados a Roma, y cuando se los
mostraron a Marco Antonio, éste se hallaba celebrando una asamblea para la
elección de funcionarios públicos. Al enterarse de la noticia y ver la cabeza y
las manos, gritó:
— ¡Ahora ya podemos
poner fin a nuestras proscripciones! »Mandó que la cabeza y las manos fueran
fijadas en la rostra donde hablaban los oradores, un horrible
espectáculo que hizo estremecer a los romanos al verlo, creyendo que veían
allí, no el rostro de Cicerón, sino la imagen de la propia alma de Marco
Antonio.
E1 mutilado cadáver de Cicerón fue apresuradamente enterrado
en el mismo lugar donde fue asesinado.
A Filólogo, el liberto, le arrojaron el amuleto de Aurelia,
la madre de César, viendo éste en seguida que era de oro y muy valioso, aunque
ignoraba quién era el donante. Se lo colgó, riendo, alrededor de su moreno
cuello. Pero cuando le dieron también la antigua cruz de plata que un egipcio
había regalado a Cicerón, se estremeció de horror y la arrojó lejos de sí con
una exclamación de aborrecimiento y desprecio. Un gesto que Cicerón habría
sabido apreciar con su fina ironía.
Se dice que Fulvia,
la viuda de Clodio, tuvo el refinamiento perverso de clavar un alfiler en la
lengua de Cicerón, aquella lengua heroica que había defendido a Roma con tanta
valentía y que se había esforzado en hablar de justicia, leyes, piedad, dioses
y patria.
Su fantasmal rostro muerto se quedó mirando fijamente a la
ciudad que tanto había amado, sin que sus ojos parpadearan. Contemplaron todo
lo que se había perdido hasta que la carne se desprendió de los huesos y sólo
quedó el cráneo. Finalmente un soldado derribó el cráneo del poste y le dio una
patada, destrozando sus huesos.
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