El
matrimonio era precedido por el noviazgo, que, en general, era decidido por los
padres, a menudo sin preguntárselo siquiera a los interesados. Era un verdadero
contrato que consideraba especialmente las cuestiones patrimoniales y de dote,
el cual se sellaba con un anillo que el joven ponía en el anular de la
muchacha, por donde se creía que pasaba un nervio que iba al corazón.
El
matrimonio era de dos especies: con mano o sin mano. Con el
primero, el más común y completo, el padre de la novia renunciaba a todos sus
derechos sobre ella a favor del yerno, que se convertía prácticamente en el
dueño. Con el segundo, que dispensaba de la ceremonia religiosa, los
conservaba. El matrimonio con mano acaecía por uso, o sea después
de un año de cohabitación de los novios por coemptio,o sea por
adquisición, o por confarreatio, cuando comían juntos un dulce. Este
último quedaba reservado a los patricios y requería una solemne ceremonia
religiosa con cantos y cortejos. Las dos familias se reunían con amigos,
siervos y clientes en casa de la novia, desde la cual, con acompañamiento de
flautas, cantos de amor y apóstrofes groseramente alusivos, iban en procesión
hacia la del novio. Cuando el cortejo llegaba a destino, el novio, desde detrás
de la puerta, preguntaba. «¿Quién eres?» Y la novia contestaba: «Si tú eres
Ticio, yo soy Ticia.» Entonces el novio la levantaba en brazos y le
presentaba las llaves de la casa. Y ambos, con la cabeza baja, pasaban bajo un
yugo por significar que se sometían a un vínculo común.
Teóricamente
existía el divorcio. Mas el primero del que tenemos noticia ocurrió dos siglos
y medio después de la fundación de la República, si bien una regla de honor lo
hiciese obligatorio en caso de adulterio por parte de la mujer (el marido era
libre de hacer lo que le pareciese). En aquellos tiempos, las mujeres eran más
bien feúchas y toscas, de piernas cortas y de «junturas» pesadas. Las rubias,
rarísimas, eran más cotizadas que las morenas. En casa llevaban la stola,
especie de túnica abisinia larga hasta los pies, de lana blanca cerrada al
pecho con un alfiler. Cuando salían, se ponían encima la palla, o capa.
Los
varones, más robustos que guapos, de rostro curtido por el sol y nariz recta,
llevaban de chicos la toga pretexta, orlada de púrpura: y después del
servicio militar, la viril, enteramente blanca, que cubría todo el
cuerpo, con un pico doblado sobre el hombro izquierdo que caía bajo el brazo
derecho (que así quedaba libre) y volvía sobre el hombro izquierdo. Los
pliegues servían de bolsillos. Hasta el año 300 antes de Jesucristo los hombres
llevaron barba y bigote. Luego, prevaleció la costumbre de afeitarse, que a
muchos les pareció audaz y en contraste con aquella gravedad a que estaban
apegados los romanos, como hoy se está apegado, en cambio, al desenfado.
Una
sobriedad espartana regía incluso en las casas de los grandes señores. El mismo
Senado se reunía en toscos bancos de madera dentro de la Curia que no tenía
calefacción ni en invierno. Los embajadores cartagineses que vinieron a pedir
la paz después de la primera guerra púnica divirtieron mucho a sus
compatriotas, derrochadores y sibaritas, contándoles que, en las comidas que
les ofrecieron los senadores romanos, habían visto siempre el mismo plato de
plata que evidentemente se prestaban unos a otros.
Los
primeros signos de lujo aparecieron con la segunda guerra púnica. Y en seguida
fue promulgada una ley que prohibía las alhajas, vestidos de fantasía y comidas
demasiado costosas. El Gobierno quería mantener ante todo una sobria y sana
dieta a base de un desayuno de pan, miel, aceitunas y queso, un almuerzo a base
de vegetales, pan y fruta y una cena en la que sólo los ricos comían carne o
pescado. Bebían vino, pero casi siempre con agua.
Los
jóvenes respetaban a los viejos, y tal vez en el ámbito de la familia y de las
amistades había expresiones de amor y de ternura. Más, en general, las
relaciones entre los hombres eran rudas. Se moría fácilmente y no tan sólo en
la guerra. El trato a los esclavos y prisioneros era despiadado. El Estado era
duro con los ciudadanos, y feroz con el enemigo. Sin embargo, ciertos actos
suyos fueron de auténtica fuerza moral. Cuando por ejemplo, un sicario fue a
proponer envenenar a Pirro, cuyos ejércitos amenazaban Roma, los senadores no
sólo rechazaron tal sugerencia, sino que informaron al rey enemigo del complot
que se tramaba contra él. Y cuando, después de haberlos derrotado en Cannas,
Aníbal mandó diez prisioneros de guerra a Roma para tratar del rescate de otros
ocho mil, con el compromiso, si no lo lograban, de regresar y uno de ellos lo
transgredió quedándose en la patria, el Senado le puso grilletes y lo devolvió
esposado al general cartaginés, cuya alegría por la victoria, dice Polibio,
quedo nublada por aquel gesto que le demostró con qué clase de gente se las
había.
En
suma, el romano de aquella época se parecía bastante al tipo que idealizaron
los historiadores a lo Tácito y a lo Plutarco. Le faltaban muchas cosas: el
sentido de las libertades individuales, el gusto por el arte y por la ciencia,
la conversación, el placer de la especulación filosófica (de la que más bien
desconfiaba) y sobre todo, el humorismo. Pero tuvo lealtad, sobriedad;
tenacidad, obediencia y sentido práctico.
No
estaba hecho para comprender el Mundo y gozar de él. Estaba hecho tan sólo para
conquistarlo y gobernarlo.
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